Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– Sí -se limita a decir al descolgar. Es un «sí» sin signo de interrogación ni puntos suspensivos. Un sí seco, sólido, arrogante. La respiración del otro lado capta el reto monosilábico y lo encaja con una pausa que lo mismo puede parecer calculadora, colérica o hasta conciliadora. Tal vez Humberto, al otro lado del teléfono, esté dispuesto a perdonarle la vida a cambio del dinero.

– Sigues teniendo algo que no te pertenece -se le oye decir con frialdad sin fisuras.

– Sí -se copia Bastian a sí mismo.

– Y sigues deseando hablar de Vera.

– Sí -intenta repetirse él, pero esta vez la sílaba ha temblado en un estremecimiento invisible e intangible, pero no inaudible: Humberto lo ha oído, y en el acto adquiere su voz un tono de victoria.

– ¿No crees que deberíamos hablar de ello en persona? Podemos citarnos donde tú digas. Ya imagino que no me vas a dar la dirección de tu casa, así que elige un lugar público, con varias entradas y salidas, un lugar donde te sientas seguro.

Bastian siente cómo dentro de él la duda lucha y se desgarra contra sí mismo dentro: el miedo contra el afán de saber de Vera.

– De acuerdo -resuelve por fin-. En la rotonda del hotel Palace, en Cibeles. ¿Te parece en dos horas?

– Demasiado pronto para mí. Antes debo resolver cierto asunto. Pero el sitio me parece bien. El viernes a las doce en la rotonda del hotel Palace -y cuelga sin darle tiempo a replicar.

El viernes es tres días después. La demora puede esconder una estrategia para que el pánico lo ablande, o un truco para que piense que durante esa tregua se halla a salvo… En cualquier caso, el inminente encuentro con sus tres días de aplazamiento es un regalo que le acaba de hacer el enemigo, por supuesto sin imaginarlo. La conversación le hace reaccionar. Instintivamente pone en marcha una cuenta atrás de tres días. Setenta y dos horas es el tiempo del que ahora dispone para fortificar su futuro. Y no duda. Por primera vez en todo ese tiempo, no duda. Sus movimientos, por su precisión repentina, parecen una coreografía meticulosamente ensayada: salta de la cama, se viste con las ropas recién compradas poniendo buen cuidado en que su cuerpo no roce ninguna de las prendas de Sebastián, que guarda en la misma bolsa de la tienda de firma donde ha agrupado los altavoces infantiles, recoge todo rastro de sí, ¿de él, del otro?, y antes de abandonar la habitación sólo detiene su frenética actividad ante el papelito desdoblado sobre la cama sin deshacer, apenas hollada como si en ella hubiera agonizado un cuerpo etéreo o se hubiesen abrazado amantes espectrales, y duda un instante, hasta que su recién estrenada determinación le recomienda meter otra vez el papelito doblado en el bolsillo superior de la camisa sudada de Sebastián antes de introducir ésta en la bolsa de basura. Así lo hace. Sale a la calle tras devolver en recepción las cinco llaves mascullando alguna excusa sin que, de nuevo, sea en absoluto necesario hacerlo y, tras recorrer unas cuantas manzanas, arroja al primer contenedor que se cruza en su camino la bolsa con los restos de Sebastián Díaz. También el papelito. Libre de su propio cadáver, continúa su camino impulsado por el repentino envalentonamiento que de ninguna manera quiere dejar pasar porque, ciertamente, está iluminando con ideas que podrían funcionar.

De su anterior época en la ciudad, alguien a quien conocía de oídas a través de alguien que a su vez conocía a ese alguien de oídas, alquilaba apartamentos por semanas sin hacer demasiadas preguntas, ¿cómo no lo ha recordado antes? Localiza su número haciendo un par de llamadas previas, habla con él presentándose como Juan Bastian, alguien que lo llama de parte de un conocido común y, forzándose a olvidar las paranoias y en consecuencia más seguro de sí, es capaz de explicarle el tipo de apartamento que busca. En el acto se citan en una dirección del barrio de San Blas, él ansioso por tener casa y el otro ansioso, así le ha parecido a Bastian, por coger en mano dinero fresco. No se equivoca. Cuando, ya en el apartamento, se estrechan las manos y el otro le pide algún documento de identidad, Bastian saca a la luz, como si fuera un movimiento casual, tres mil euros en efectivo a la vez que explica que le han robado el carné, que ya ha gestionado la tramitación de uno nuevo, que entendiendo la irregularidad que ello supone se ofrece a pagar cuatro meses por adelantado en efectivo, sin recibo a cambio… El otro ni siquiera le deja acabar. Se guarda el dinero con un gesto tranquilizador y casi lo abraza antes de marcharse, encantado de su inesperado golpe de suerte. Bastian, una vez a solas, se sienta con la espalda rígida en el sofá barato del salón, empeñado en oír en el silencio los sonidos de su nueva vida.

Entonces le paraliza un terror repentino y nuevo. Le lleva unos segundos localizarlo y definirlo, y cuando lo logra salta literalmente del sofá, sale a la calle, se sube al primer taxi y le da la dirección del lujoso hotel de la Castellana. Al llegar a destino, paga al conductor sin esperar el cambio, desprecia la cortés reverencia con que el portero del hotel se apresura a abrirle la puerta y corre por las calles hasta reconocer, a la tercera intentona, la esquina donde se halla el contenedor. Con ansiedad de toxicómano en abstinencia se pone a rebuscar entre la basura y da un respingo de alivio cuando localiza la bolsa que horas antes arrojó allí. Busca hasta encontrar la camisa y, con ella ya en las manos, se sienta sobre el bordillo de la acera, tranquilizando la agitada respiración, por completo indiferente a las miradas curiosas o reprobatorias de los transeúntes. Sí, ahí sigue, en el bolsillo superior… Lo mira largamente, sin alegría, resignado al vínculo irrompible con el trozo de papel. ¿Por qué he vuelto a recuperarte? Sin vislumbrar posibles respuestas, pero satisfecho, guarda el papelito en el interior de su flamante billetera con el gesto, no puede saberse si agotado o impaciente, del borracho que tras días sin beber siente aproximarse la hora de la recaída. La historia de amor, aparentemente todopoderosa, por la que él apostó que llegaría a ser feliz se metamorfosea en ese justo instante, transformándose en la calavera de su desvanecida ilusión. Así se ve, así se siente, así es: él, u otro que no logra dejar de ser él, atesorando con patológica determinación el resto último y único del naufragio, el papel manchado con su propio semen muerto donde la mujer soñada copió un puñado de palabras robadas a otro tiempo, acaso a otra historia de amor, once palabras falsas a las que él concede en ese momento rango de legado sincero, once palabras que ahí, sentado en la acera junto al contenedor de basura, resuelve portar consigo como si fueran el carné de identidad del alma de Juan Bastian, la memoria del extinto Sebastián, el corazón de la a pesar de todo amada y deseada Vera. El papel le conforta como el primer trago a los tejidos alcoholizados y alimenta además su obsesión, en la que se recrea para sentir renovado alivio irreal. Desde ese momento, el papel va con él. Siempre. También cuando, cumplido el plazo de setenta y dos horas, cruza la puerta del hotel Palace y, antes de adentrarse en la rotonda, finge interesarse por los escaparates de las tiendas de marca del vestíbulo y lanza desde allí miradas de reojo para tratar de identificar a los sicarios invisibles del serrucho y el alfiler. Seguramente estarán desperdigados por el vestíbulo del hotel, mientras Humberto aguarda tomando un café muy tranquilo, sabiéndose dueño absoluto de la situación. ¿Cómo será? Siempre oyó decir de él que era un hombre de enorme atractivo, de poder seductor irresistible. ¿Sabrá que he sido amante de la mujer que fue su pareja? ¿Lo habrá enfurecido eso más aún que el robo? Bastian está casi seguro de que podrá identificar a Humberto entre los clientes del bar. Sin embargo, la rotonda del Palace está desierta a las diez de la mañana de ese viernes, a excepción de los clientes alojados en el hotel que desayunan a esa hora y de los camareros que los atienden. Ninguno imagina que ese recién llegado de cráneo rasurado y ropa de marca que se sienta a una mesa de la rotonda, bien a la vista, es un hombre que se ha matado a sí mismo, un hombre al que además van a matar quienes con él se han citado.

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