Cuando se volvió, el extraño había desaparecido.
– Dios, ayúdame -suplicó.
Se había quedado tumbadita con la almohada debajo de la melena peinada, sin hacer casi peso sobre la sábana, la cara hacia el techo, acabando de posarse o empezando a irse para arriba. Él se levantó a cerrar las puertas que habían quedado abiertas después de que pasaran por la casa y la alcoba y otra vez afuera de la casa. También cerró las ventanas y el ventanuco del baño. No corrió las cortinas. No quería oscuridad, sólo quietud y los pestillos de esa quietud. Cuando la casa le pareció estanca, volvió a la habitación, acercó la silla y estuvo a punto de decir algo. Pero otra vez tuvo que levantarse. Abrió el grifo y metió la cabeza debajo. Se secó con las mangas de la camisa moviéndolas como rodillos de la frente al mentón. Corrió la luna del armario y atrapó el peine grueso. Se peinó aplastando todo el pelo hacia atrás, sin dejar nada suelto y aplicando la palma de la mano al final. El agua escurrió por la nuca y la espalda. Dejó el peine en el lavabo y se dio unos segundos para comprobar el resultado. Tal como había temido, el pelo de las sienes se abombaba, aunque lo había empapado igual que el resto. Revolvió en el interior del armario. Un par de cosas de cristal se estrellaron en el suelo. No podía estar sola tanto tiempo. Por fin, agarraron un tarro de crema blanca y los dedos, después de hundirse hasta el fondo, subieron hasta las sienes y apretaron. Apretaron con una fuerza que le cerró los ojos. Dentro de los ojos, encontró más imágenes que la del hombre con barba y el pelo empapado delante de un espejo en el que no había tranquilidad. Sacudió la cabeza para echarlas a los rincones de la visión y pensó que tenía que peinarse y que no podía estar sola tanto tiempo.
También el primer día estuvo sola. Él quería huir. Sola en la caja transparente, con agujeros y tubos, a la distancia de una sala desde la que él miraba por un panel de vidrio. Había querido huir y se alegró de la caja transparente y del panel que les separaba. No habría querido tenerla en los brazos, metiéndose en él con su carne desprotegida y reciente, mientras el extraño de la bata decía: hay que esperar para saber si vive. Más tarde, cuando iba a contárselo a Elisa en otro hospital, mostraba serenidad y valor, pero era la serenidad y el valor de estar libre de aquella agonía. Embrutecidamente libre de la proximidad angustiosa y herida de la criatura que nacía y estaba lista para la muerte. Se había despegado de ella con la rapidez de un ajeno. Y cuando le dijeron que viviría, aunque tendría una vida insegura, impredecible, estaba ya tan despegado que ni siquiera pudo alegrarse. Imitó la alegría y compuso gestos de felicidad, incluso arrebatos, mientras el corazón permanecía en un frío lejano y corría a otro sitio.
Las sienes se le quedaron blancas y pegajosas. Pasó el peine muchas veces, pero también el peine acumulaba aquella pasta y se volvía inútil. Las manos quedaron mezcladas con el peine. Tuvo que abrir el grifo y lavarlo todo. Tenía que volver. Vio gotas detenidas en la piel engrasada de la cara y las manos. Cerró la corredera del armario, vio fugazmente al hombre de la barba en el espejo, apagó la luz, cerró la puerta del cuarto de baño, abrió y cerró la de la habitación, y volvió a colocar la silla cerca de la cabecera. Los puños se habían cerrado. No recordaba que estuvieran así la última vez. Solía dormir con las palmas hacia arriba, en un gesto que le costó años: estaba advertido de que la crispación de los dedos significaba peligro. Llevaba seis años vigilando los dedos de aquellas manos y de aquellos pies y se había acostado, seis años, con la impresión visible, tranquilizada o incierta, de la que dependía su sueño. Se inclinó desde la silla para intentar abrírselos, como había hecho muchas veces, pero las manos grandes se quedaron a medio camino y también se cerraron. Luego volvieron al cuerpo y a la postura recta sobre la silla.
Elisa se la puso en los brazos el día en que comenzaron sus viajes o su vida en otra parte. El se quedó con la sensación de un cuerpo pegado al suyo y de otro que se iba. Uno era frágil y ligero como su incertidumbre. El otro desaparecía de él con una presencia completa. Sólo estaría fuera dos noches, pero le dijo: no tengas miedo, te acostumbrarás, controla su peso. Esa despedida le cogió con los brazos llenos y, sin darse cuenta, apretó. Amelia tenía la cabeza calva, un hematoma en la coronilla y dos ojos por los que miraba un mundo redondo. Se convenció de que estaba viva, de que iba a crecer y de que no estaban solos. Pero sólo estuvo definitivamente seguro después de tocar su suciedad y sus alimentos muchas veces, viendo cómo se alargaba el tiempo, el tiempo con él y comprobar cómo los dos resistían el miedo a las desapariciones.
¿Estaría sucia ahora? ¿Debería preocuparse de cosas? Empezó a tirar de la barba y a acostumbrarse a cada punta de dolor. Era un dolor de quemadura, en las raíces de la piel. Ese dolor ayudaba. ¿Por qué no estaba tapada? Amelia ya era la mitad de lo que hubiera sido. Quizá no en todas las partes. Los brazos y las piernas ya eran la mitad justa. No, esa mitad era excesiva -rectificó haciéndose daño con un mechón entero-. En cambio, la nariz y las uñas, no llegaban siquiera a una mitad pobre. Así como los ojos y las orejas ya no serían más grandes. Únicamente no era capaz de calcular la proporción del pecho encogido. Debería estar tapada. Volvió a alargar las manos y descubrió en ellas la mezcla de pelos rizados y de grasa. No podía tocar la sábana con aquellas manos. Volvió a salir cerrando las puertas. Buscó tijeras y hojillas en el armario.
Para que dejara de hablar en la cama -despedidas interminables, interminables chapurreos- acordaron un juego. Él la escondía dentro de la sábana y luego tenía que acertar a besarla en los labios. Empezó a crecer cuando empezó a hablar. Los huesos iban más deprisa que la carne. Crecía con voces enredadas. Su voz de trapo, la voz del hombre de la bata blanca diciendo hay que estar preparados, no olvide, la voz de Elisa despidiéndose y ocultándose del hombre de la bata blanca, la voz de don Curro anticipando la desgracia como un viejo maldito que se alimenta de otras muertes. El murmullo de un coro. No olvides. Prepárate.
Voces. Puede que no llegara a escucharlas nunca, sólo ahora las estuviera escuchando con una memoria que empezaba a organizar lo inapelable.
Amelia parecía escucharles a todos y además comprenderles con su conciencia sin terminar. Se pellizcaba granos y se arrancaba pellejos y entonces le preguntaba con los ojos grandes: ¿me estoy muriendo ya? No te vas a morir nunca. Yo no te dejaré morir. No era consuelo, no buscaba tranquilidad. Era la verdad. La verdad absoluta que edificaba con sus propias manos haciendo de piedra cada segundo que vivían y poniendo piedra sobre piedra hasta llegar más alto que lo que estaba dispuesto.
¿Cómo es Amelia?, se preguntó de repente delante del espejo. Algo estaba empujando su imagen hacia la parte de atrás de la cabeza. Todavía está aquí. Se está quedando sola. Cogió un puñado de pelos y metió la tijera sin dejar de mirar en el espejo en el que apenas era capaz de verse. Sintió un pellizco afilado en la mejilla, pero acabó de cortar. Permaneció ante el espejo esperando la actuación de la cara. La deformación del dolor en la carne. La sangre empezó a brillar en la superficie de la pelambrera, manando del tajo escondido. Pero el hombre de los ojos abiertos y la cara expectante que veía en el reflejo no se movió. Seguía allí, imperturbable, distinto del que se había clavado las tijeras. Otro.
Llenó su cuarto de cosas. Sabía que lo estaba llenando. Y casi todas fueron cosas que ella no podía utilizar enseguida. Una melódica. Sólo tenía que soplar y mover los dedos. Aprendió a soplar después de meses. Pero el soplido, al que tenía que ayudar una tecla apretada, no llegó a sonar nunca. El aparato se estropeó antes. Una colección de libros ilustrados. Una estantería de volúmenes caros, impresiones a color y llenos de letra. Amelia se los metía en la cama y pasaba las páginas. Terminaba diciendo: cuéntamelo. O se dormía cansada de pasar tantas hojas. También le compró una bicicleta grande. Hacía pocos meses que había conseguido llegar a los pedales.
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