Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Sabía que lo estaba llenando. Y ahora, detrás de él, dos puertas más allá, estaba lleno. ¿Cómo dolería un cuarto lleno? ¿La cara que lo mirase sería la misma que estaba en el espejo, inmóvil, con la sangre empapando la barba? Se alegró de no haber dejado ninguna puerta abierta. Podía sentirse separado por tabiques y pestillos del cuarto lleno.

La barba. Demasiado tiempo. Se deshizo de las tijeras y comenzó con las hojillas. Se atascaron en la mata pegajosa y seca. Pero cortó y arrancó. Era tarde para el agua y el jabón. Cuando volvió a mirarse descubrió el mentón del otro con hilachas, claros, heridas y zonas intactas. ¿Por qué se estaba afeitando? ¿No había venido a lavarse las manos para tocar la sábana de Amelia? Se pasó la toalla y pensó: asunto liquidado.

Quiso atravesar el salón a toda velocidad y a toda velocidad estar de nuevo a la cabecera de Amelia. Pero la vista tropezó con dos vasos vacíos en la mesilla del sofá. Miró alrededor como si aquellos vasos fueran lo visible de un desorden general e inadvertido. Tuvo la evidencia de que algo estaba mal, pero que tenía que concentrarse para descubrirlo. No tocó los vasos. Se dedicó a buscar un sitio desde el que pudiera mirar con paciencia y averiguar lo evidente. Había corrido de la cabecera al espejo y del espejo a la cabecera, pero ¿cuánto más sucedía en la casa? Encontró un rincón en el saledizo del cuarto de baño. Desde allí casi podía recorrerlo todo con un golpe de vista. Se quedó de pie. Después empezó a apoyarse en la pared y, al final, se escurrió al suelo.

Cuando Elisa se la llevaba -casi siempre un día, raramente dos, casi siempre con Jorge, el mil quinientos negro aparcaba en la acera de enfrente como si el conductor quisiera que lo viesen en otro lado, nunca junto a la casa de la que ellas salían, aunque dejándose ver, después de todo-, él ya tenía listo su plan de horas de libertad. No pasaba de ser un plan vago, instintivo, que le llevaba de un lado a otro de Madrid, haciendo cosas que, antes de que la niña existiera, jamás habían cruzado por la cabeza. Disfrutaba de ese plan en su mente como si disfrutara de una normalidad que se extendía gracias a la niña. Todos los padres maniatados por sus hijos soñaban con un tiempo propio y una soledad desvariada. Esa ilusión, esa normalidad, llegaba a ser furiosa y demostraba la existencia y la falta de miedo que la niña y él demostraban juntos. Eran una hija y un padre como los demás padres e hijas. Un plan furioso. Había mujeres, cuartos, billetes arrugados, tufo de alcohol, encuentros de una mortalidad violenta, instantánea, dispuesta a reproducirse, asco y atracción de una conciencia inconsciente, capaz de todo y capaz de no reconocerse al día siguiente. Se veía a sí mismo recobrando aspectos miserables y viendo en esa miseria algo escogido, posibilidad de escoger. Sin ninguna especie de temor o de culpa y sin pagar más tarde, sin pagar por un equilibrio roto o por una desgracia que le condenara. La normalidad sin futuro.

Apartaba el visillo y les veía entrar en el coche. Hasta ese momento su plan estaba vivo, con latidos inminentes. Entonces se daba la vuelta y veía la casa vacía y las cosas que tendrían que estar listas cuando Amelia volviese. Con la resignación anticipada de una tarea interminable removía los cajones, revisaba la ropa, colocaba objetos. Mucho tiempo después se daba cuenta de que todo eso ya estaba hecho y se acordaba de su plan furioso con la repugnancia de estar tocando al mismo tiempo una blusa de Amelia o un juguete averiado.

Desde el rincón del saledizo acabó descubriendo el problema. Sencillo: todo estaba mal. No era destartalamiento, suciedad, desarreglo: eran arbitrariedades pequeñas, detalles que sumaban un desorden acaparador. Aparte de los vasos vacíos, había flecos de la alfombra entremetidos, los sillones golpeaban la pared, el manillar del balcón estaba a medias, había un cuaderno abierto en una repisa del armario, el jarrón de cristal tenía un poso de agua amarillento, dos sillas no pertenecían a la sala.

Ya tenía por dónde empezar. Necesitaba el orden: era la única norma preconcebida para Amelia. Y ahora estaba rodeado de arbitrariedades. Por suerte, podía levantarse y eliminarlas. Eliminarlas. ¿Todas?

Iban al colegio. Llevaba una bata de cuadros azules. Le preguntó: ¿por qué voy todos los días al colegio? Para aprender, respondió. ¿Qué voy a aprender? Aprenderás lo que vas a ser mañana. ¿Mañana? Cuando seas mayor. ¿Qué voy a ser cuando sea mayor? Lo que tú quieras. Entonces, voy a ser soldado. Las mujeres no son soldados. Sí, porque yo voy a ser la primera. Prefiero que seas maestra. ¿Como la señorita? Eso es. ¿Dónde viven las maestras? En su casa, como todo el mundo. ¿Y tienen hijos? Como todo el mundo. ¿Y se mueren? Supongo que sí, que también se mueren. Entonces no quiero ser maestra, quiero ser soldado. ¿Por qué? Porque a los soldados les matan y es mejor. Yo soy soldado y no me matan. Pero te matarán y es mucho mejor que morirse.

Extendió los brazos como si estuviese deteniendo una carga que avanzaba contra él. Abrió los ojos – ¿cuándo había cerrado los ojos?- y observó las manos que se movían sin órdenes suyas. Quizá trataban de ordenar a distancia los vasos, los sillones, el manillar, la alfombra, el florero, el cuaderno, las sillas, sin necesidad de levantarse del rincón. Las manos estaban más sucias que antes. ¿De dónde venía? ¿No se había levantado para lavar esas manos? Amelia estaba sola. ¿Qué estaba haciendo él allí? Tenía prisa, mucha prisa. Pero no podía levantarse.

Estaba escuchando a Amelia, pero no distinguía la voz. Y la imagen seguía empujada hacia la parte de atrás de la cabeza. Muy atrás. Sentía su masa como si le tirase de la nuca y le absorbiera por un túnel. Pero no la veía. Podría solucionarlo abriendo la puerta de la izquierda y sentándose a su cabecera durante horas y horas, como había previsto. Horas y horas hasta siempre Todavía está aquí. Todavía está aquí.

Estaría hasta que Elisa llegara, llegara de algún sitio lejos de los dos. Porque cuando Elisa llegara, Amelia sería distinta. Distinta para siempre.

Estaba seguro de que Elisa llegaría con el tiempo corriendo detrás, el tiempo de la mañana siguiente, de la tarde siguiente y de la noche siguiente, del otro día, con su mañana, su tarde y su noche, de muchos días siguientes, con mañanas, tardes y noches hasta un final absurdo que sucedería mucho después del verdadero final. Su vida se prolongaba durante esos días y muchos días más para alargar inagotablemente lo que ya no podía existir. Sólo por el mandato de una voluntad más fuerte que la desesperación y el ansia -ansia hambrienta, de mortal- de desaparecer. Una voluntad que se reía y que jugaba a lo insoportable.

Algún dios, pensó, algún dios tira de mí y me mantiene. Algún dios que da la eternidad para vivir, pero antes da lo insoportable. Quiero verle. Quiero ver su cara. ¿No la veré? ¿Entonces, cuándo? Sólo verle la cara. No diré nada. Esa cara.

¿Cómo es posible que olvides una cosa así, Martin?, escuchó de pronto en unos oídos lejanos, desde una boca lejana. ¿Cómo has podido olvidarlo? ¿Abdellah? ¿Estás aquí?

¿He vuelto a olvidarlo? ¿No he sabido vivir de otra forma?, se dijo sacudiendo la cabeza y encontrando al pararse la realidad pegajosa de las manos. Tengo que lavarlas. Ya sé por qué quería afeitarme la barba. Las manos iban a la barba. Tenía que quitarlo todo.

Antes de volver al lavabo, echaría la cerradura de la puerta. Detendría a Elisa. Detendría a Elisa y a todo el tiempo que corría detrás. Después, para siempre, en la cabecera.

Todavía está aquí.

21

No tenía armas, pensó automáticamente al abrir los ojos. Y tiempo quizá tampoco. Miró en la dirección del río. El extraño no había aparecido. Se levantó y comenzó a caminar hacia el interior. Mientras caminaba y se alejaba del territorio inmediato del que vendría, podría pensar. Pensar y conseguir una perspectiva que no estuviera chocando todo el tiempo con la proximidad de las aguas.

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