Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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– Haz lo que quieras. Y ahora, nos vamos -dijo tan inflexiblemente como le permitió la incertidumbre, los ojos espiando la oscilación del arma.

– Te propongo otra cosa: quédate conmigo. Quédate conmigo para siempre -el extraño estudió los rasgos que le hablaron desde el otro lado del montón de polvo, buscando la burla que escondían, la burla que tenía que estar en alguna parte de ese rostro.

– No sé qué quieres. No sé dónde quieres que me quede.

– Aquí. Es aquí. No te vayas. No te vayas cuando claree. Quédate. Te dejaré soñar con mi vida.

– La conozco de sobra.

– ¿Lo conoces todo?

– Incluso lo que no recuerdas.

– Entonces, ¿sabes también qué me defiende de ti?

El viejo le miró con un cansancio defensivo. Se volvió hacia el río y luego volvió otra vez al hombre del cinturón. ¿Qué estaba pasando? Había venido a llevárselo, pero aquel Martin, aquel extraño, se estaba cerrando sobre él.

– No digas tonterías -la voz se endureció intentando recuperar un tono perdido y, a su través, el lugar perdido de lo demás.

– Podías haberme llevado mientras dormía y no lo hiciste. Estoy seguro de que me veías durmiendo y te marchabas.

Una intermitencia en los ojos del ser, los ojos azules que se habían ido perdiendo, dejando una órbita despojada y oscura. Un rayo breve, un intento consumido en el momento de encenderse.

– Quería llevarte despierto. No tengo necesidad de trampas. No juegues conmigo. No me retes.

– Yo diría que ha sido un error grave -dijo sin preocuparse de la amenaza y relajando la tensión del cinturón que quedó colgando de una mano inerte-. Un error de tu soberbia. El mismo de ayer cuando no me llevaste sólo porque te lo estaba pidiendo. Sólo porque te lo estaba pidiendo, ¿no fue eso?

El extraño abrió los brazos, como si quisiera abarcar lo que había y dentro de ello a Martin. Luego dio un paso y hundió la montaña de polvo. Martin miró el pie destructor y se quedó esperando el crujido de todo lo que estaba pisando, pero sólo escuchó el ruido que salió de la boca y que puso un eco en la bóveda.

– ¡Vagabundo maldito! ¡Puedo lanzarte adonde ni tú mismo te veas! ¡Más lejos todavía! ¿Escuchas?

El viejo se quedó parado en la resonancia de su voz que se perdía como una piedra echada a un vacío, pero Martin le contestó con una mirada fija.

– No puedes -dijo en el tono justo para que le oyera -. No podrás.

Dejó de escucharse y bajó hasta la presencia del hombre con las cartucheras. Le midió con el esfuerzo de una potencia que acababa de atravesar el universo, constreñida de pronto al relieve de uno de los átomos, un relieve punzante y capaz de resumir con su punzada ese mismo universo atravesado.

– ¿No puedo? ¿No podré? Tú qué sabes. Tú no puedes conocerme -respondió como si se quitara algo simplemente pegajoso.

– No puedes y te conozco.

El extraño movió el otro pie y subió al montículo. Desde esa altura, pareció sentir una satisfacción exclusivamente física, que detenía con su escala sensible el desorden creciente.

– No podré. Está bien. No corramos tanto. Hablaste de un error. Grave, por lo visto. Pero no me has dicho en qué consiste ese error.

– Te lo he dicho. Mi vida me defiende de ti.

– ¿Una vida te defiende de lo que es más fuerte que tú? ¿Es una adivinanza, Martin?

– No dije una vida. Dije mi vida. Porque en realidad es una vida que me has dejado vivir dos veces. El error es la repetición. Una vida no es lo mismo que dos veces esa vida. De una, se huye, se llega aquí corriendo y se pasa a la orilla de tu río.

– ¿Y de dos no se huye más?

– ¿Aún no lo sabes? La primera vez que encuentras la cara del miedo, no quieres verla. Entonces, escapas. Es estúpido, pero común.

– ¿Es estúpido escapar de lo que se teme?

– Es estúpido, porque no se escapa. Siempre te quedas viendo esa cara, siempre hasta el final de tus días. Piensas que aparecerá otra vez, piensas que eres débil, piensas que será débil siempre que aparezca. La cara es fugaz, pero el temor es extenso. No hay nada más ridículo que ver a un hombre agotar sus piernecillas mientras huye de lo que sólo está en él. Es igual que cargar con una bomba para llevarla a explotar al sitio en el que no estabas antes. Quedarse no cansa tanto.

– ¿Y la segunda vez? -el rostro empezaba a comprender sombríamente.

– Esa oportunidad me la diste tú, dejando que durmiera.

– ¡Ya sé que te la he dado yo! ¿Y esa vez?

– Aunque te aprovechaste de eso. Te metías dentro y anotabas como una chismosa. La soberbia no te dejaba pensar en que esa vida te volvería débil. Nada tuyo es más fuerte que tú. Y tú, ¿te conoces?

– ¡La segunda vez, Martin!

– Podría callarme ahora y estallaría el globo inflado que tengo delante. Pero te diré qué hay en la otra orilla, en la mía, te diré el infierno de tu condición. Lo peor ya no puede ser la venganza. ¿No decías eso anoche?

– ¡La segunda vez!

– La segunda vez sabes que ha habido una primera vez.

Martin calló y sonrió a la estatua elevada.

– Sigue hablando.

– ¿No basta con eso?

– No basta hasta que lo escuche todo.

– Entonces, repta.

Martin se entretuvo en el cuerpo que contenía, con los labios apretados y una inmovilidad maltratada, las convulsiones del interior.

– Está bien, no reptes. Después de todo, no es más que tu infierno.

Aguardó un silencio más.

– Ya te lo he dicho. La segunda vez sabes que correr no es mejor que quedarse parado. Te quedas quieto y notas algo que sólo puedes notar si la otra vez has estado corriendo. Es el mismo miedo, pero pervertido. ¿Lo entenderás? Estás con él, no con su ilusión. Te hace daño, pero has escogido mirarle. Le miras y piensas. Piensas todo el tiempo, mientras lo que se mueve alrededor es pánico. Cuanto más duele el miedo, más piensas. Entonces atraviesas el miedo, lo atraviesas. Su cara es una cara, está en un sitio, alguien la ha puesto. Piensas en eso y, lo más gracioso, sin dejar de tener miedo. La diferencia está en que la cara no puede hacer que vuelvas a correr. Igual que tú no puedes hacerme pasar a la otra orilla. He visto mi vida, la he vivido dos veces y no voy a salir corriendo a tus brazos.

– Tal vez no tengas que correr. Hazlo con el paso que elijas -dijo el extraño, rumiando todavía lo anterior, hablando sin haber comprendido del todo.

– Sabes que no iré.

– Dame una razón. Una razón y no volverás a verme.

– ¿Darte una razón? -Martin sonrió mirando a otra parte -. Todas son tuyas. Sólo tienes que quedártelas.

El extraño se apeó del montículo y se paseó por la semicircunferencia opuesta, moviendo la cabeza como alguien que hablara solo, pero sin decir palabra. Desde el extremo más alejado dijo:

– ¡Vamos! Creo que ya entiendo. Me he convertido en responsable de tu vida. Sólo es eso. Yo también soy estúpido. En responsable de lo que has elegido. Pero tú mismo has dado a entender que se puede elegir y que hay una elección peor. ¡Vamos! ¿De eso soy culpable? ¿De haberte dado a elegir? ¿De haberte dado tu vida?

Continuó moviéndose, como si ya no le interesara ninguna respuesta y cabeceando igual que antes.

– Tú no eres culpable de mi vida -Martin consiguió controlar una explosión tras el tono bajo y justo para alcanzar al otro sin perseguirle -. Eres culpable de las que has quitado, de necesitar de dolor de otros para cumplir tu mundo. No son esas muertes, no es mi vida. Es lo que necesitas.

– ¡Ah! -dijo el extraño sin detenerse-. Sólo se trata de un poco de dolor.

Martin le miró como si estuviera rehaciendo las partes del que estaba delante.

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