Martin se volvió de espaldas y empezó a empujarse con las piernas, utilizando las manos para ayudarse en el rumbo.
– Baja la cabeza. Nada de manos -gruñeron por detrás.
Se detuvo un instante y continuó reptando sin salirse de las órdenes. Toda la carga tráctil fue a parar a su abdomen y a sus nalgas. Notaba que el culo circulaba ridículamente por encima de su cabeza y que los pies del extraño le seguían en una cabalgadura humillante. Toda su libertad consistía en escupir el polvo que se iba amontonando en la boca apretada.
– Adelante, cobarde. Adelante -no le importaban los insultos, ni la vejación, sólo la tierra a la que estaba pegado.
Todo, menos levantarse y pelear con el extraño. Todo, menos golpes.
– ¿Sabes adonde vas? -preguntó alegremente el que le cabalgaba.
– Vamos hacia el río -contestó Martin.
– ¿Hacia el río? -un segundo de meditación casi sonoro -. ¿Hacia el río, eh? Espera, espera un poco. Creo que no me he dado cuenta: estamos ante una decisión. ¿Has decidido, Martin? No, nada de eso. Lamento contradecirte. No vamos al río. Sólo estás reptando. Sólo eso, ¿comprendes?
– Sólo eso, sí.
Martin había visto la corriente a mitad de la distancia anterior. Por el río no podía arrastrarse. ¿No había allí una escapatoria? ¿Una esperanza? Pero no podía pensar qué clase de esperanza. Cuánta esperanza. ¿Sólo dejar de reptar?
Se movió más deprisa, aunque con la rapidez el cuerpo se hizo más ridículo y más evidentes las exigencias humillantes. Entraba en lo posible que una vez alcanzada la orilla, le mandara dar media vuelta y le tuviese arrastrando la noche entera. Pero el río era más que un simple accidente del que podían desviarse, una simple interrupción o modificación de órdenes ante una barrera casual. Si llegaba hasta el río, podría hablar y persuadir, porque ninguno de los dos se quedaría indiferente ante el río, ni disimularían como si no viesen el río.
– ¿Estás yendo más deprisa? -le preguntaron.
– No. Cumplo tus órdenes. Sin manos y con la cara en el suelo.
– Mientes. Vas más deprisa.
– Si voy más deprisa, no me he dado cuenta. Te lo juro.
– Juras en vano. Eso es que ya sabes hacer algo. Me pregunto cuántas cosas estás aprendiendo mientras te arrastras.
Adivinó el silencio de la cavilación y el plazo involuntario que le daba para seguir avanzando con todas sus fuerzas hasta el límite persuasor de las aguas. La nariz y la boca se llenaron de arena, pero no se molestó en escupir. Incluso contuvo la respiración porque sabía que muy pronto, quizá ya, tendría todo el tiempo que quisiera para respirar y escupir, pero antes tendría que estar todo lo cerca que pudiera de aquella orilla de la que tanto había huido.
– Espera un momento. ¡Espera! -el plazo terminaba.
No quiso escuchar.
– ¡Párate! ¡Te ordeno que te pares!
Se arrastró con una velocidad que convertía la cadencia humillante del cuerpo en un aliado terco y descarado del propósito, mientras urdía, a mayor velocidad aún, la respuesta que ampliara el plazo en décimas o milésimas.
– ¿Es que no te obedezco? ¿No estoy haciendo lo que tú querías?
No tenía manos, ni peso, ni cabeza: sólo se deslizaba. Rápida, muy rápidamente. En un líquido favorable. Un pez veloz, una forma en fuga.
– ¡Detente!
El río a pocos pasos. Tres, cuatro, como mucho cinco de un hombre vertical. Metería la cabeza en el agua, cuando llegase metería la cabeza en el agua para estar seguro de que era el río y de que no sería fácil volver.
– Soy el reptil. Mira bien. El reptil que no se ha ganado ni que le pisen.
De repente, tuvo la sensación de que la cabeza ganaba terreno, pero fuera del cuerpo. Que la vista seguía atrayendo el río y corriendo hacia él, pero que la masa completa que debería alcanzarlo se había quedado detrás, inmóvil.
– Te equivocas -dijo el extraño-. Se lo ha ganado.
Le costó torcer el cuello lo mínimo y contemplar a su dominador a través del pie que apretaba con los mismos dedos prensiles de una mano estranguladora.
– Está bien. Ya no voy deprisa. Estoy quieto como tú has mandado -aunque sintiendo la humedad que con un golpe más de abdomen habría llegado a su cara, la humedad que debía estar al alcance de su propio brazo si lo estiraba.
Decidió alargar ese brazo, meter la mano en el agua y arrojarla como un conjuro defensivo contra el que pisaba su cuello. Decirle de esa manera que él ya estaba en el río y que, ni siquiera los que venían de la otra orilla, eran capaces de hacer que retrocediera ese hecho.
Maniobró con el brazo visible hasta tocar el pie de su cuello. Eso le distraería. La mano contraria empezó a recorrer el suelo igual que un gusano imperceptible, mortal y lento, completamente separado del organismo agujereado que abandonaba. Martin consiguió aislarse de ese brazo y comunicarse con él sólo a través de una voluntad concentrada y única.
Todavía no sabía por qué quería -al menos con una claridad manipulable- meterse en el río, ni por qué eso sería destructor para el extraño.
La mano estaría ya a la altura de la cabeza. Quizá un poco más allá. Pronto tocaría el agua y él debería estar preparado para la reacción contra aquella pisada que le había dividido en mitades fantasmales.
Estudió al extraño y le pareció notar una rigidez -una rigidez en la silueta oscurecida con el reluz a la espalda- en la que no quiso o no se atrevió a pensar. Estaba completamente erguido y pisándole con una rectitud que se parecía a la del cazador desprendido de la pieza y pendiente únicamente de la pose victoriosa. Movió su mano en el pie tratando de que el otro notara algo y actuase.
Al principio, le pareció que el extraño quería echarse a volar. El pie que tenía apoyado en tierra se levantó muy alto en el aire, sin desplazar el de su cuello, aunque aplicando la punta como si hiciera un hoyo. Después, lanzó un paso y Martin vio la planta a una altitud irreal, también irrealmente cortando un espacio de materia visible y blanda que se despegaba de la planta.
La mano no rozó ningún agua. Por el contrario, quedó clavada por un peso agudo. Vio el talón pisando su mano gracias a una torsión del cuello que le hizo hundir la cara en el polvo y bucear por él hasta el comienzo de una asfixia. El río estaba allí, a un círculo de distancia del talón. Pero el talón no era suyo. Sólo era suya la mano que estaba debajo.
Cuando el extraño habló, comprendió que el extraño llevaba mudo demasiado tiempo, que la silueta oscurecida le había estado observando todo ese tiempo y que también había comprendido.
– Ibas a alguna parte -dijo con una tranquilidad tensa, pero desviada de cualquier violencia-. Quiero escuchar adonde ibas.
– Iba al río -contestó Martin con una conciencia de la imposibilidad que empezaba a volverle casi indiferente a cualquier pretensión, por peligrosa que fuera.
– Eso ya lo sé. Quiero algo nuevo -dijo el otro imitando, dentro de la voz madura, una música imperturbable.
Martin meditó. Tampoco él había sabido mucho del río. Quería llegar. No quería más vejaciones, más golpes, más extraños.
– Iba a pasar al otro lado -contestó de una forma automática, acaso la única con la que podía enfrentarse a las palabras de su propósito.
– Está muy bien. Pasar al otro lado. De repente. En una noche de entre muchas resistiendo. ¿No es eso, Martin?
– ¿De repente? ¿Es ésa la pregunta?
– Sí, amigo -acomodado con un resto de dureza en el papel sereno.
– No queda un sitio al que volver. No quiero seguir durmiendo. Tú tienes un sitio que no conozco. Nada es peor, a no ser que se insista -seguía automáticamente, pero acertaba con su deseo.
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