– Cuidado, Martin -Abdellah estaba más cerca.
Fue el estruendo de la segunda llamada lo que introdujo en Martin la conciencia -una conciencia que entraba con esos golpes sospechosos- de que llevaba esperando y de que la puerta no se había abierto con la urgencia de su pensamiento.
– No está aquí. Volveremos mañana.
La voz ronca de la calle se había apagado. También los murmullos.
– Sabe que estoy aquí. Me está esperando.
Abdellah se puso muy cerca de Martin, tan cerca como si fuese a abrazarle. Con una suavidad exagerada le dijo:
– No están aquí. Estoy seguro.
Martin dio media vuelta y encontró la cara de Abdellah debajo de la suya. El cojo amagó un paso atrás, pero finalmente se decidió por mirar, con la cara desviada, una hilera de balcones altos.
– Tú le dijiste que yo venía hoy.
– Recuerda que te mandamos un telegrama.
– Pero tú le dijiste que yo venía hoy.
– Tal vez estén en la plaza. Mucha gente está allí – dijo Abdellah como si recitara algo.
– Ella no se quedaría a ver un linchamiento. Quiero que me digas qué te contestó cuando se lo dijiste.
– No me gusta este silencio. Nos están mirando. Hay que irse. Vámonos.
Martin cogió la cara de Abdellah y la volvió lentamente. El ojo de la cicatriz y la boca torcida se movieron como si estuvieran ensayando algo.
– Qué contestó cuando se lo dijiste.
La carne de Abdellah parecía derretirse en la mano del rumi. Sin embargo, la voz sonó firme:
– No se lo dije.
El pájaro cuellilargo agrandó los ojos líquidos y se inclinó sobre el cuerpo menudo. El silencio absoluto de la calle parecía discurrir entre los perfiles.
– Supongo que hay una explicación -murmuró Martin mientras la cara se crispaba alrededor de lo que decía.
– Sí -Abdellah cerró los ojos y la boca al mismo tiempo, en un gesto negativo que contradecía lo que acababa de pronunciar.
Durante los segundos en que Abdellah no dijo nada, la oscuridad, los faroles distantes de la rotonda, las casas mudas, los oídos y los ojos de las ventanas y balcones se convirtieron en testigos expectantes, con la atención amenazante concentrada en las dos figuras que discutían en la calle junto a una puerta que no se había abierto.
– Se han ido -dijo Abdellah con la voz a punto de transformarse.
– Se han ido -repitió Martin, con la necesidad de reproducir lo que oía antes de que llegara franco al cerebro.
– No quieren volver. No quieren que nadie vaya tras ellos.
– ¿Estás diciendo que se han ido para siempre? -farfulló desde la estupidez anonadada del que resiste a la verdad porque ha sido despreciado por ella.
El cojo no contestó. Martin quitó la mano de su cara y giró otra vez hacia la puerta.
– Martin…
El estrépito de astillas y bisagras se impuso en la calle como el estallido de una bomba caída en un centro inanimado que entonces empezó a mover sus ondas y a despertar. Se escucharon voces metálicas.
– ¡Están viniendo a por nosotros! ¡Sal de ahí! -Abdellah daba vueltas de peonza en el umbral de la puerta destrozada.
Martin pasó por delante de un fogón y siguió andando. Las paredes desnudas olían a la humedad del abandono. Entró en un cuarto con el suelo de ladrillo rojo y una cantimplora de hueso en un rincón. Dos pasos hacia el fondo encontró la última habitación del hogar prohibido durante años y del que era dueño por la fuerza cuando ya no quedaba nadie a quien buscar y cuando su presencia no era más que testimonio de una soledad impotente. Vio un vaso con flores secas de manzanilla, una jofaina y una estera. Y reconoció el lugar de donde Salima obtenía su olor, cuando nunca antes lo había identificado. Volvió a verla y a tocarla en la habitación a la que ya no volvería. Entonces la ausencia se hizo amplia dentro del hombre que le estaba llamando sin darse cuenta. Después de la última llamada, se acurrucó en la estera y sollozó sin una lágrima expulsando algo que ocupaba demasiado espacio.
No supo cuándo vio a Abdellah en la entrada de la habitación, apoyado en el bastón con las dos manos.
– Van a estar en la puerta enseguida. Vámonos, por favor.
– ¿Cómo sabes que no volverá? -Martin se rehizo de golpe con una pregunta tocada por el rayo fatal de la esperanza.
– Salima dijo que no la buscaras. Hablaremos en casa. Te pido por ella que nos vayamos de aquí. Ahora, Martin.
El rumi estaba de rodillas, con la chilaba más arrojada que puesta y las manos a medio camino de un gesto que enlazaba la cara y el estómago.
– ¿Por qué se marchó? ¿Por qué no tengo que buscarla?
Abdellah giró sobre el bastón y comenzó a marcharse. Con la misma decisión dio media vuelta y se quedó mirando a Martin.
– ¿Es que no conocías a Salima? ¿Es que no sabes quién era? ¡Español maldito! ¡Niño idiota! ¿Cuántas cosas esconde tu fantasía? -la ira repentina de Abdellah hizo que el bastón se levantara en el aire y el cuerpo deforme temblara sobre una sola pierna.
El de la estera le miró sin comprender.
– ¡Maldito! Salima se está muriendo. ¿Cuándo te lo dije? Tú sólo te acordaste un rato de que iba a morir. Luego hiciste planes que duraban mil veces su vida. ¿Por qué? Dime por qué, maldito. Sólo quiero saber cómo se olvidan cosas así. ¡Cómo se olvidan! ¿Dónde estaba su mal? ¿No te señalé su lado en el pecho? ¡Quiero saberlo! ¡Una muchacha del Lucus! ¿Quién creías que era Salima, Martin? -eran gritos que estaban parando el mundo, parando también a los que se acercaban a la casa como una multitud rumiante del dolor ajeno-. Ahora se ha ido a morir y no quiero verte llorar. No llores y acepta lo que debiste saber, lo que debiste recordar. Con un poco de valor, hermano, con ese poco de valor que te haga ponerte de pie. Ella tampoco quería lágrimas. Ella está bien. Disteis una oportunidad a ese amor y eso es más que su muerte. Lo habéis vivido y ya se acabó. Piensa que lo habéis vivido y que ella ha durado por eso. ¿No es eso la vida, Martin? ¿No es una oportunidad contra la muerte?
– Ha ido a morir -dijo un hilo de voz que salía del blanco.
Había sentido la muerte alrededor desde que llegó a Larache, sin querer sentirla. Hombres ahorcados y quemados, la rebelión. La presencia de esa muerte en el miedo de los vivos. Y se había sentido lejos de Salima poco a poco, de una forma egoísta, por elevación de la angustia de todos a sus propios sentimientos. Pero nunca unió los dos sentidos. Nunca relacionó la muerte en Larache con la distancia de Salima, nunca supo que eran esas muertes las que estaban hablando de la muerte de Salima. No era la rebelión, no era el negro quemado de Raisunik, ni el ahorcamiento del sumati, era Salima quien estaba muriendo y se alejaba de él hacía mucho. Pero él había necesitado muchas cosas para poder decírselo. Salima tenía la inmortalidad de su deseo, no la inmortalidad de Salima.
– Podía haber ido a morir conmigo -dijo adelantándose a otro pensamiento, el pensamiento de que, después de todo, lo que Salima dejaba con su desaparición era el cuerpo de Martin metido en un uniforme militar, cumpliendo un antiguo mandato del padre también desaparecido, arrancado de la ciudad que sabía amar y lanzado a un mundo que desconocía y al que llegaba con falsas herramientas: no estaba ella para que esas cosas no importaran, sólo dejaba el sepulcro de esas prendas bajo el que Martin jamás estaría vivo, ¿por qué no morir juntos?
Salió a la puerta arrastrado por Abdellah. Le vio blandir el bastón por encima de la cabeza y apartar a gente de la que sólo distinguió las manos y los dientes. Abdellah podía con él y con el bastón, y no era cojo otra vez. Igual que el día en el que escapaba de los Comerciantes, excepto que aquel día no escapó y ahora iba a escapar, a pesar de Martin, a pesar de que les acorralaban y a pesar de la pierna de alambre que le mantenía unido al suelo.
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