– Cruzas el río y allí están todos. ¿No es así, Martin? Todos los que has perdido. El río que está al final.
– Sí.
– Entonces, más vale empezar enseguida. Levántate y vamos.
– Estoy bien aquí. Sólo un momento. Se está bien aquí -una punta de oscuridad metida en la cabeza-. Además, no tengo fuerzas todavía.
– Tienes fuerzas, Martin. Tienes las fuerzas que necesitas. ¿Creíste que esto iba a ser un camino recto del principio hasta el final? No es un camino, son muchos que se cruzan.
Lo sabe. Lo ha oído antes con esa misma voz, pero en realidad lo está escuchando por vez primera. Salima se lo dice. Quisiera tocarte entera, piensa.
– Tienes las fuerzas que necesitas -le repite -. Y puede que ni siquiera las necesites. Yo estoy aquí.
– ¿Me llevarás tú?
– Te llevaré. En cuanto lo pidas.
– Pero será como acompañar a un muerto. Seré un muerto arrastrado a mi casa.
Las manos se detienen en la cabeza. Oye la respiración que llena de aire la cueva de los cuerpos, uno encorvado y el otro encogiéndose en el suelo bajo la curva protectora. Lejos, lejos. ¿Por qué no se quedan así? ¿Fue él quien habló del viaje?
– Alguien me dijo que estoy muerto -continúa diciendo Martin-. Y ahora que hay que volver a casa, estar muerto me parece posible. Estoy seguro de que es el camino más largo del mundo.
– Todos los que has perdido.
– Un viaje hacia allí, un viaje imposible. -Cruza el río. El río del final.
– Por eso es la muerte.
– Cruza el río.
El aire de esas palabras le ha tocado desde cerca. Casi vuelve a ser otro beso.
– Estoy muerto -dice.
– Pero tienes fuerza. Además, tienes mi fuerza.
Le han agarrado una mano. Corre por el camino de arriba del espigón. Están corriendo hacia una orilla. Cruza el río. Tiene una impresión extraña: la impresión de haber corrido hasta la línea de espuma otras veces en esa noche, la impresión de haber entrado en Salima antes de que ella le agarrase de la mano y escapar de Temsamani, la impresión de tiempos trastocados, hacia adelante y hacia atrás. Ella quiere irse. Nota la presión en su mano, pero no siente la presión en la suya.
– Vamos. Vamos, ahora.
Es un viaje imposible. Él está muerto. ¿Por qué tanta prisa?
– ¿Ahora? -ha intentado deshacerse de la mano y no ha podido.
Recuerda que alguien le ha arrastrado otras veces, pero en el mismo momento en que empieza a recordarlo siente la boca que persigue la suya, los contactos que en vez de abrirse como una flor caliente son pequeños como espinas y le hacen un daño reducido. Muchas veces muchas bocas en vez de una vez la única boca.
– No hay nada que esperar. Estoy aquí y puedes volver. ¿Prefieres seguir esperando otras noches?
No son sólo las manos, no son sólo las bocas, es también un caparazón de músculos que se está cerrando sobre Martin. Nervios duros donde antes ascendían las curvas de Salima.
– Apártate para que pueda levantarme -su propia voz le suena distinta.
Hay una descarga de besos y el abrazo duele.
– Yo te llevaré. Ya te he dicho que voy a llevarte.
– Es para ver el camino por el que vamos a ir -está convenciendo.
– Es por el río del que hablaste. El río que está al final.
– Pero antes había una meseta, un mar y un desierto – la sensación de su propia consciencia, nítida, de cristal.
– Eso ya lo has cruzado, Martin.
Una noche distinta a la de la llanura se ha cerrado ya sobre él. La cueva de Salima tiene paredes heladas y se pegan a la piel.
– Está bien, está bien -siente un miedo reconocible, pero también tiene miedo de que ese miedo sea reconocido-. Quiero ir andando. No quiero que me arrastren a casa.
– ¿Andando? ¿Estás seguro? -el abrazo se afloja, pero desde esa liberación le observan y calculan si hará el camino cuando le suelten del todo.
– Estoy seguro. No es más que un río. Eso es lo que has dicho.
– Nada más -está libre de pronto, aunque siente la precaución muy cerca, a su espalda.
Están sentados y Martin no puede verle. Podría levantarse y correr inmediatamente después de alguna frase tranquilizadora. Cualquier cosa que distrajese los reflejos de la presencia. La presencia que es el extraño, está convencido, aunque ha sido Salima durante mucho tiempo esa noche. El extraño con el cuerpo de Salima, las palabras de Salima y, sobre todo, con el Martin de Salima. Una maniobra de distracción y echarse a correr. Pero entonces duda y sigue sentado. Salima ha estado allí con él y le cuesta separarse. No ha sido más que una trampa del extraño o una trampa que Martin se ha hecho a sí mismo con el extraño. Pero la sensación de Salima no ha sido una trampa. La nota en las manos, en la boca, en el sexo. La nariz respira su olor. Y está pensando en salir corriendo. Quizá el extraño tiene razón y pueda volver con el extraño adonde está Salima y están los demás. De hecho, ha estado con ella gracias al extraño. ¿Por qué marcharse, entonces? Sólo ha sido una ilusión, una trampa. Lo sabe y se lo repite muchas veces. Tiene que elegir entre esa ilusión y la llanura tal vez eterna. ¿Eterna? Pero su boca le ha hecho daño y su abrazo le ha hecho daño. No, no es Salima, nunca será Salima. Espera un momento, Martin. ¿No ha sido, al menos, un poco de Salima? ¿No es mejor ese poco de Salima que nada de Salima y tal vez para siempre?
– Te he sentido como al frío -dice de pronto el extraño, acercándose lo justo para que Martin pueda sentir la proximidad total de las caricias falsas y pueda sentir también que el extraño acaba de apostarlo todo de golpe, en el momento más crítico, abusando de su disfraz y equivocándose, porque a Martin hubiera podido bastarle con un poco de lo que quería, pero no podría resistir la mentira absoluta de lo que aún le falta.
– ¿Como al frío? -hace la pregunta y una décima después recoge las piernas, toma impulso y corre hacia el interior.
Está corriendo, oye su jadeo y las pisadas sordas sobre el suelo que se hunde. Se ha alejado muy deprisa y el cuerpo no le pesa. Muy deprisa. Nunca ha llegado tan lejos escapando del extraño. Nunca le ha sentido tan a distancia. De hecho, no escucha el ruido de la persecución, no escucha nada del otro.
Hasta que una carcajada resonante le adelanta y llega adonde él no podría llegar aunque estuviera corriendo durante días. Una carcajada de atrás a adelante que le ha cazado con la velocidad de un tiro y sigue su curso de bala hasta cualquier sitio al que él pudiera llegar, más incluso.
Martin se para. Sabe que esa carcajada vale tanto como los brazos y los golpes del extraño. Se vuelve. Le ve cruzando el río y con la boca abierta y estridente mirando en su dirección. Cuando llega a la otra orilla, el rostro se calma y le dice:
– Tú lo has dicho, amigo: estás muerto.
Y Martin sabe que dice la verdad. Le aguarda un espacio infinito y sin señales para viajar adonde están los que ha perdido. Y esa noche, por primera vez desde que combate en la llanura, ha sido derrotado. El extraño se marcha, pero se marcha con su victoria.
Mañana puede regresar a por lo demás.
No eran las voces de muchos, sino el ruido único de animal atrapado de repente en la caverna, entre el llanto y la amenaza, un sonido que nunca había escuchado antes y que no era la mitad de pavoroso que el silencio helado que venía después. Un clamor que al llegar a cierto punto alguien cortaba con un cuchillo dejando en el oído el vacío de la noche, de la noche en el mar, de la noche en Larache. Aparecía como una detonación y moría con la misma sequedad, rodeado de calles desiertas y ventanas cerradas. Golpeó la puerta mientras imaginaba el lamento de una pesadilla que soñaba la ciudad entera.
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