Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Adentro escuchó otra clase de silencio, el silencio respirado de los que le observaban ocultos.

– Soy Martin, soy yo -susurró pegándose a la puerta.

Sonaron dos cierres y las caras oscuras de Zora y Abdellah aparecieron contra un fondo todavía más oscuro.

– Por el amor de Dios, ¿qué haces tú aquí? Te mandamos un telegrama -Zora le miraba sin pestañear, de arriba abajo, comprobando todavía lo que estaban viendo esos ojos.

– Ya sé que me mandasteis un telegrama. Quiero entrar.

– Vestido así. Te has vuelto loco, Martin -dijo Abdellah sin moverse del sitio.

El clamor llegó de la parte de atrás. Las tres caras miraron en la misma dirección.

– Pasa. Deprisa -Zora se desplazó y abrió los brazos al tamaño de una multitud.

– ¿Le pasa algo a la luz?

– A la luz no le pasa nada. Tú no te das cuenta.

– Tranquilízate, Abdellah. No será tan grave.

– Creo que no, chiquillo -dijo Zora con voz normal, quitando a tientas algo que estorbaba el paso.

La mujer, la mujer negra y gigante con los dientes de oro que le había sobrevolado durante una niñez por los pasillos sin nadie de la casa, le agarró y le depositó en una silla fantasma. Abdellah arrimó otra muy cerca.

– Voy a hacer el té -anunció la negra desde lo alto.

– No quiero té, Zora. Tengo que hacer una visita.

– Voy a hacer el té -repitió la mujer, arrastrando las babuchas y convirtiendo ese ruido en respuesta.

Abdellah se inclinó desde la silla, apoyando una mano lejana en la muleta. Empezaron a asomar filtros de la luz de afuera aproximándose al centro del salón.

– Hoy no es día de visitas. Mañana estará todo más claro -dijo el cojo.

– ¿Has visto a Salima?

– Creo que no entiendes lo mal que anda esto.

– ¿La has visto o no?

– Olvídate de Salima un minuto y ocúpate de ti antes de que sea tarde.

Martin miró al bulto de sombra inclinado sobre él, rebasando por poco el nivel de sus rodillas.

– De acuerdo. Voy a ocuparme. Pero no quiero escuchar nada si antes no me dices que Salima está bien.

– No tengo razón para pensar que está mal. -Eso no es mucho decir.

– Salima está bien, está perfectamente. ¿Vale así? Martin trató de escudriñar en el bulto, pero no veía lo suficiente. En cambio, conocía lo suficiente a Abdellah: en aquel momento tenía que escucharle o despedirse. Pensó que sería mejor no crisparle si, como calculaba, iba a necesitarle muy pronto.

– Vale así. Te escucho.

El cuerpo del tullido volvió a la vertical de la muleta y la cogió con las dos manos. Sonó un suspiro. El aire llegó hasta la cara de Martin. Está aterrado, pensó. En ese momento, el miedo de los demás -el miedo que estaba obligado a compartir- le pareció una exageración que no tenía más objeto que persuadirle.

– Los Yahtahary están en Tlata-Reysana. Han subido por la costa colgando gente de los olivos y quemando policías en las calles.

– Larache es proespañol.

– Eso se acabó, Martin.

Distinguió algo líquido en las pupilas de Abdellah. ¿Abdellah sabía llorar? Para el cojo también se acababan muchas cosas y puede que quisiera su parte en los sentimientos de lo que se acababa. Era miserable, en Martin, pensar sólo en Salima. Abdellah estaba allí, con su mundo protegido acabándose. Había perdido al mismo padre, por vez primera era capaz de pensar eso, y estaba a punto de perder a su hermano. Como perdería la casa y el trabajo en las cocheras. Mientras el mundo débil de Abdellah se derrumbaba, llegaba Martin y no quería escucharle.

– He visto a los de la plaza. Hay más de tres mil ahí -dijo, esperando que Abdellah entendiera que se rendía, que quería comprender y, sobre todo, comprenderle por lo que estaba pasando.

El cojo volvió a suspirar, pero esta vez el aire arrastraba un alivio concentrado, el alivio de la proximidad recuperada, de tener a Martin a su alcance.

– Han quemado la casa del bajá Raisunik y han prendido fuego al negro que estaba allí. Ha sido increíble. Mientras ardía, las mujeres le metían hierros.

– Eso no ha sido de repente, Abdellah. Algo ha ocurrido.

– Ha ocurrido que Marruecos va a ser independiente. Cualquier cerilla llegará a la pólvora. Hace mucho que tú no vives aquí. Sólo vacaciones. Tu tío para cada tres horas para que los trabajadores toquen la flauta. Todos los días hay problemas nuevos. Andan con mucho cuidado en los últimos tiempos. Pero el Raisunik estuvo esta mañana en el zoco de Tlata-Raysana, no sé qué pasó, lo único que sé es que los guardaespaldas dispararon las metralletas y mucha gente murió. A mediodía ya habían llegado los Yahtahary y por la tarde la noticia de la matanza estaba en Larache.

– ¿Y la Comandancia?

– La Comandancia no hace nada. Las tropas están acuarteladas. Tu tío llamó y le dijeron que no saldrían de los cuarteles. Los rumis están en casa, se quedan en casa. Y tú eres un rumi, Martin. No olvides.

La bandeja de té llegó arrastrada por las babuchas de Zora.

En la mesilla, la verdosidad del líquido se tragó la luz escasa de la estancia. La mujer permaneció a espaldas de Martin hablando en dirección a Abdellah, como si Abdellah tuviera que traducir sus palabras para Martin y sólo confiara en Abdellah para que las palabras llegaran a su rumi.

– La gobernanta de don Curro ha llamado por la cocina. Dice que las criadas están repartiendo la casa. A la dueña le preguntan: ¿verdad que no va a llevarse la nevera?, ¿verdad que no le sirve la radio? Está pasando en todas las casas. También dice que han llamado al sumati de Alcazarquivir, que han ido españoles y magrebíes para convencerle de que venga. No creo que venga, porque al sumati de aquí acaban de colgarlo en la Plaza de España. O quizá venga por eso -cuando Martin la miró, Zora tenía la boca tapada con la mano, temiendo lo que salía de su boca, pero con la vista fija en Abdellah.

– Tienes que quitarte el uniforme -dijo el tullido como si fuera un resumen.

Martin se miró la ropa en un gesto reflejo y se quedó meditando con aire de comprobación los correajes y los botones. Fue el primer momento de esa noche en el que notó desajustes. Venía a encontrarse con Salima en un mundo que permanecía idéntico para no conmover ese deseo. Ella estaba donde él la buscaba. Eso era todo. Pero el mundo se estaba moviendo y empezaba a no reconocer los caminos de su deseo. No sentía sus pies para buscarla, pero sentía los garfios de la realidad tirando de un lado y de otro de su nave. Ahora, podía estar tan lejos como cuando cogió el tren en Zaragoza y después el barco para Tánger.

– ¿Ya eres teniente? -preguntó Abdellah.

– Sólo alférez -contestó Martin despertando. Enseguida, como si todo estuviera confabulado para que los sentidos no dejaran su alerta, la plaza volvió a estallar. Las voces salieron de las cuatro paredes del salón, reverberando el grito y estableciendo una comunicación de cueva a cueva. Pero después no llegó el silencio temible. Una salva de tiros se dispersó en el aire y un nuevo vocerío siguió a las detonaciones. Los del salón presintieron -de la forma en que el miedo adelanta los acontecimientos- un giro siniestro de la situación.

– Toda la noche han estado sonando tiros en Larache – dijo Abdellah.

– Estos tiros son distintos – corrigió Zora -. Están pensando algo. O ya lo han pensado.

Las voces de Zora y Abdellah llegaban con una neutralidad profunda y sonaban igual que una radio que se escucha al otro lado de la pared. Las tres figuras se habían quedado quietas en mitad de la habitación oscura, con la sensación de que aquel espacio se iba reduciendo en una vulnerabilidad palpable. El miedo acabaría acampado en el borde justo de la piel de cada uno. Martin notó el agobio que empezaba a endurecer el aire entre ellos. Se levantó y fue hacia la ventana. Tuvo la impresión de que las bocas de Zora y Abdellah se abrían detrás de él, pero no oyó nada. Movió uno de los paños de la contraventana y vio el restaurante de la Casa de España, donde había comido con su padre la última vez, con el farol de la esquina apagado. Después, la calle transversal por donde venía el vocerío, extrañamente vacía en comparación con el tumulto de cien metros a la izquierda, en la plaza con el jardín en el centro y las dos puertas en el zoco. Se acordó de Alí, el marabú. Por esa época andaría en Safi o en Essaouira, pero si estaba en Larache seguramente esperaba en su arco pequeño a que la multitud se despidiera y pasara por delante mientras preparaba una descomunal provisión de saliva y acariciaba sus trenzas. ¿Qué va a pasar, Alí? Pero, en realidad, ya no era la plaza de los jardines, de la tienda de Yibari, ni del zoco. Alí tampoco estaba en ella. Tampoco se vería el cine de la calle Chinguiti, ni la iglesia de don Elías con la cúpula de cerámica por encima de los plátanos. Una nube de pólvora y gritos había envuelto la ciudad y cegaba lo de antes. Su padre tampoco estaba en Larache. Y su infancia de escuela y de peleas en el Lucus se alejaba a la velocidad repentina de los años pasados, como si él, hasta ese mismo instante, los hubiera estado arrastrando de una cuerda, ahora la cuerda se hubiera soltado y hubieran empezado a caer cuesta abajo hasta perderse de vista. La rebelión, tan encendida como los temores de los suyos, le estaba devolviendo la distancia del tiempo, se la estaba devolviendo de golpe, con el vértigo de las cosas perdidas. Quedaba Salima. Todavía quedaba Salima antes de perderse definitivamente con los demás. Ella era una cara y él una mano con miedo de no volver a tocar. Se esforzó en evocar con precisión las facciones y ese esfuerzo -que trataba de acercar lo que los años sin Salima habían emborronado- le colocó otra vez en la habitación a oscuras, con Zora y Abdellah observando.

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