La mayoría de mis notas están escritas en una letra muy confusa, en plena exaltación alcohólica o en momentos de profunda depresión en mi hotel de la Avenue Wagram y después de una noche de fiesta.
Personajes asistentes al entierro:
Embajador hispanoamericano a quien el Rey Midas conocía en París. Modelo, el embajador chileno amigo de Rose-Marie: menudo de cuerpo, distinguido, cabello gris,.ojos claros, trajes de Saville Road y como toques juveniles un sombrero de alas minúsculas a la italiana y trajes muy claros. Tics: al escuchar hace con los labios un movimiento de succión como si sorbiera las palabras que pronuncia su interlocutor.
¿De qué pueden servirme estos datos puramente físicos y externos? Yo no soy un dibujante, sino un escritor que no conoce sino contados embajadores de carrera.
Del Anecdotario Revelador de Caracteres: Cuando alguien se refiere, por ejemplo, a la conferencia de educación de la Unesco celebrada recientemente en Ginebra, exclama:
– ¡Tonterías! Yo asistí como delegado y, como ocurre siempre, de aquella conferencia no salió nada. ¡Descubrí en cambio, un, pequeño restaurante cerca de la placita de la Catedral donde preparan una "fondue a la bourguignone" que no se come ni en París!
Todo eso es falso, más que revelador. Para escribir sobre los duques, se necesita examinarlos crudos, o paladearlos en su salsa, como lo hacía el de Saint-Simon en sus Memorias; o mirarlos desde el punto de vista de quien sin ser duque, tiene alma de ayuda de cámara, como Marcel Proust. Además, hoy no estamos socialmente parados en la roca del derecho divino de Bossuet sino en arena movediza. Ya no hay categorías sociales inmutables y apenas quedan castas en la India, luego no puede haber "Guía de Modelos de Personajes" ni un Anecdotario Revelador de Caracteres.
La terraza del café se va llenando poco a poco de gente. Grupos de aficionados a los libros se detienen ante los "bouquinistes" para manosear papeles viejos. Dos o tres turistas en mangas de camisa toman fotografías de la Catedral. Un ciego, acompañado por un acordeón gangoso, sentado en un taburete canta en una acera del Petit Pont. Del río asciende, en oleadas, una deliciosa frescura. La atmósfera se ha vuelto clara y transparente, más verde la hiedra del parapeto del jardín de la Catedral y la mole de la nave más alta y más gris.
Necesito algo que me permita resolver el gran problema del momento: salir de golpe de la oscuridad mediante un acto literario -mi manera de actuar es escribir- que haga perdonar mis errores y me devuelva a Rose-Marie. Al final de todas mis elucubraciones sobre el porvenir se encuentran sus grandes ojos aterciopelados cuyo color varía con el sol y es sensible no sólo a los cambios atmosféricos, sino a las impercepcibles variaciones de su humor o de su fantasía…
Al levantar los ojos hacia la torre derecha de la Catedral, cubierta de un hormiguero de turistas, tuve la tentación de subir, pero estaba tan abatido por el calor que ni siquiera hice el ademán de levantarme de la mesa. Me vería, o me veré desde allá arriba, como una minúscula figura con una mancha rosada sobre las rodillas. A través de un anteojo la figura se acercaría y cobraría proporciones humanas. Se vería un joven pálido, enflaquecido, mal trajeado, con cierto ardor inteligente en la mirada, que hojea las páginas rosadas de los anuncios por palabras en el "Figaro" Literario. Seguramente busca un empleo, y aspira como Rastignac a conquistar de un solo golpe la gloria, la riqueza, el amor, París…
A mí me gusta desdoblarme para contemplarme con cierta perspectiva; y al pasar por las vitrinas de las tiendas me miro de soslayo para tratar de verme como me ven los demás. Las ideas y las imágenes se atropellan en mi cabeza. Si necesito triunfar rápidamente, mi error es pensar en escribir una obra maestra. Eso lo dejaré para después. La obra maestra no es forzosamente monumental como una catedral, y puede reducirse, como en los Libros de Horas, a las menguadas dimensiones de una mayúscula de códice o de una miniatura. Lo que necesito es escribir una obra de triunfo fulminante, pues no puedo olvidar que, por lo general, las obras maestras se imponen lentamente y se caen de las manos de los lectores ordinarios. La obra de carácter policiaco, con una intriga apasionante, es una fórmula infalible. Necesito un crimen horrendo, un atraco audaz, una violación repugnante cometida por un degenerado sexual. Todo eso atrae a los lectores comunes, a los criados, a las porteras, a los autores de los grandes éxitos editoriales; y para esto me bastará leer atentamente las páginas escandalosas de France Soir o de Ici París…
Ayer recordé a la pobre Chantal cuando el farmacéutico me contó un crimen que se cometió hace dos días en la Place Pigalle y aún está en el misterio. La víctima era una muchacha que hacía "strip tease" en un cabaret como el de mi amigo Juanillo. La policía sigue varias pistas: un antiguo amante recién salido de la cárcel donde purgaba una condena por tráfico de drogas; su marido, a quien había abandonado; y un joven rico, dueño de un automóvil, que la había traído el verano pasado de Cannes, donde trabajaba en los últimos tiempos.
Se me ocurre algo más importante que un tema como tantos otros (y éste de la Place Pigalle podría servirme) y es el procedimiento empleado para el descubrimiento del crimen. Volvamos a la torre. El estudiante que hojea las páginas de anuncios del periódico para encontrar un puesto, en la primera halla el relato del crimen de la Place Pigalle. Le intriga el caso por ser gran lector de novelas policíacas de la Serie Negra. Así como Don Quijote lo fue, en su tiempo, de novelas de caballerías. Y al recorrer lápiz en mano los anuncios, repara en dos o tres que parecen referirse misteriosamente al crimen de la Place Pigalle. Más que todo se trata de una intuición, pero hay intuiciones geniales como la de Cervantes cuando leía los libros que enloquecieron a don Alonso Quijano. Y sobre esa sospecha, sobre esa hipótesis de trabajo, nuestro estudiante se entrega al análisis de los anuncios por palabras en un número del "Figaro" correspondiente a la semana anterior. Al desmenuzarlos encuentra una clave, un lenguaje cifrado que los asesinos -pertenecientes a una banda de contrabandistas de drogas- utilizaban para manejar su negocio y emplearon en la comisión de aquel crimen. Resumiendo: el estudiante buscaba un puesto y en su lugar descubre un crimen, con lo cual gana una buena suma de dinero, conquista un prestigio popular, aparece su nombre en los periódicos, escribe una novela apasionante y recupera, en un dos por tres, como en las antiguas novelas que terminaban bien, el amor de Rose-Marie y una reputación literaria.
Cuando ocupé mi puesto en el depósito de la Avenue Emile Zola, Quai de Javel, eran las diez en punto y la noche era clara.
Mi trabajo consiste en dar una vuelta de vez en cuando por estancias, pasillos y salones abarrotados de estantes, cajas, tambores metálicos, barriles, botellas, que despiden un repelente olor a medicinas acompañado en sordina por un aroma rancio a ratón muerto y humedad. En el pequeño recinto donde duermo durante la mañana, entre ocho y dos o tres de la tarde, fuera de una mesa con cachivaches y papeles de propaganda farmacéutica, hay un sofá desvencijado, una vieja estufa de metal, una caja fuerte para guardar las drogas heroicas y un teléfono que es mi único nexo con el exterior. Paseo de hora en hora, provisto de una linterna sorda. En mi despacho hay una bombilla eléctrica, pero sólo tengo autorización de encender los grandes reflectores que cuelgan del techo de la nave en el caso de que se produzca algo anormal y sospechoso. Caminó más que todo por estirar las piernas y vencer la tentación de dormir que me asalta en las primeras horas de la noche, mientras leo el periódico o escribo en este cuaderno, y sobre todo en la madrugada cuando el barrio todavía duerme y del lado del río comienza a roncar una pala mecánica que carga o descarga arena en las "péniches".
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