– ¡Qué asco! Va a comenzar a llover.
En ese momento sonó el teléfono. Era Rose-Marie. Su voz clara, cristalina, cantarina, distante… Sentada a los pies de la cama, Nicole tenía un rostro hermético y sombrío. Se había dado cuenta de que yo hablaba con una mujer.
– Te voy a dar una gran noticia. ¿No adivinas? Papá y mamá llegaron a Londres. Dentro de ocho días estarán en París. Ya reservé para ellos y para mí un cuarto en el Hotel Jorge V. ¡Estoy loca de felicidad! ¡Te esperamos en la terraza de Fouquet's!
Cuando colgué el teléfono y le conté rápidamente a Nicole lo que pasaba, alzó los hombros y exclamó filosóficamente:
– Dame algo y me voy.
– Espera un momento -le dije cuando abría la puerta y se disponía a marchar-. La cogí por los hombros, la puse de frente a mí y miré largamente sus ojos oscuros y un poco estrábicos, la nariz pequeña e insignificante, la barbilla partida en dos. Tenía un parecido con Chantal.
Éste es otro problema, no novelesco, sino personal: No me gustan los tipos intermedios y tal vez por eso me sentiría incapaz de escribir una novela de sociedad sobre un continente donde no hay tipos puros, estables, con perfiles precisos. Me gustan las duquesas que lo son de veras, los generales que han perdido o ganado una guerra, los santos españoles, los asesinos italianos, las prostitutas como Nicole y Chantal.
– Si cualquier día, no ahora, sino después, te buscara en el cabaret del pied-noir, ¿te encontraría?… Tal vez te necesite.
– No hacía sino pensar en ti, hablar de ti, verte a través de todo lo que mirábamos y admirábamos -me decía la mujer de mi amigo-. Ustedes, mientras tanto, debían divertirse como viudos jóvenes.
Como la inmensa mayoría de las mujeres bonitas, estaba persuadida de que sus opiniones tenían el peso específico que les daban su belleza y su juventud. Mientras su marido bailaba con mi novia, permanecíamos los dos sentados a la mesa en una "boite" de Saint-Germain des Prés.
– Si piensas formalizar tus relaciones, tendrás que considerar algo que me atrevo a decirte, y que se lo diré a tu abuela a quien pienso visitar a mi regreso. Por cierto que me debes dar la dirección de tu casa, pues nos vamos la semana entrante. Claro está que la familia de Rose-Marie es de las mejores de Chile, y eso lo sé desde hace años, cuando de soltera los conocí en París. Su madre fue, como te habrá contado Rose-Marie…
– Rose-Marie no me ha contado nada…
– Su madre era una de las mujeres más elegantes de París hace veinte años, cuando esta niña era una "gua-gua", como dicen los chilenos. ¡Era linda, linda, linda! ¡Lo que se dice linda! ¿Me entiendes? Pero esa señora es divorciada de un norteamericano de quien no tuvo familia a Dios gracias. Se casó civilmente, óyelo bien, civilmente, con este señor muy distinguido e importante que es el padre de Rose-Marie.
Esta señora tal vez podría servirme de modelo de algún personaje secundario dentro de mi novela de sociedad, en el caso improbable de que la escribiera algún día. Se me plantearía, con ella, un problema que me preocupa desde hace un tiempo. Ella es una señora burguesa, pero la absoluta inconsciencia de su estado social la priva de todo dinamismo psicológico. Es una Madame Verdurin que ignora a la Duquesa de Guermantes y está contenta de sí misma.
– Tú debes conocer a tu abuela y a tu hermana mejor que yo, pero estoy segura de que ellas pensarán que quien nace en cierto medio, dentro de ciertos principios… ¿te das cuenta?… Si piensas en serio, te aconsejaría que fueras previniendo a tu abuela. Dime: ¿Tu hermana estudió en el Sagrado Corazón, en Bélgica? Eso me contó Rose-Marie. ¡Qué maravilla! ¡Fantástico! Yo debí de conocerla. La he tenido que haber visto mil veces. ¿No vive en la capital? ¡Ah, con razón!… Cuando a la gente le da por vivir en el campo… El reumatismo de tu abuela, ¿dices? El nivel del mar y el calor, ¡claro!
– ¿Y vive el primer marido de esa señora?
– En los Estados Unidos. Entiendo que ella, tan fina, tan elegante, tan distinguida… Ya la verás, la vas a conocer… No pudo resistir la familia de su marido, unos pobres inmigrantes polacos o checos, en fin, una gente muy vulgar que vive en un pueblo de los Estados Unidos. Pero ante la Iglesia y en una sociedad como la nuestra, el americano y no el chileno es su verdadero marido. Tú pensarás lo que quieras, pero tu abuela y tu hermana van a pensar como yo… ¿Una divorciada? Eso sí que no…
Los problemas conyugales de la madre de Rose-Marie me tenían sin cuidado, pero en cambio su inminente llegada a París me ponía muy nervioso.
Si en una imposible novela de sociedad hispanoamericana tratara yo, como lo hizo Proust, de caracterizar ciertos personajes por su vocabulario, tendría que restringir el de esta señora a un centenar de palabras. La repetición del mismo adjetivo, por desconocimiento de multitud de sinónimos, constituye su único recurso literario. Si esa inverosímil novela fuera dialogada, su pobreza verbal y gramatical sería desoladora.
– Te prevengo que tanto el uno como el otro -me dijo Rose-Marie al regresar a la mesa- anticiparon seis meses su venida cuando les conté en una carta que había conocido un muchacho encantador… y no te digo más porque te pondrías vanidoso. Y a propósito, ¿ya te contestó tu abuela? ¿Qué te dice? ¿Me llevarás mañana su carta al café? ¿Le gustaron las fotos que le mandaste? Hay una en que no estoy del todo mal.
Si le pagara los quinientos francos que le debo al botones de Fouquet's, del dinero de mis comisiones en el cabaret sólo me quedarían doscientos francos, suma notoriamente insuficiente para afrontar los gastos de una semana que va a ser muy difícil por la llegada de los padres de Rose-Marie. Mis comisiones en el cabaret del pied-noir van a reducirse casi a cero con el regreso de mi novia. Tendré que pensar, ahora sí, en conseguir algún trabajo. Hoy me falta cabeza para pensar en estas vulgaridades económicas. Cada día trae su afán. "Ved las florecillas del campo que ni tejen ni hilan, y sin embargo, etcétera."
Para escribir sobre el Rey Midas -personaje hispano-americano a quien todo se le convierte en oro hasta el día en que muere de inanición víctima de un cáncer de garganta- necesito echar mano de mi intuición de un mundo y una sociedad desconocidos, y de los recuerdos de don Pepe. Las notas que he tomado en la calle y en el café, sobre personas que parecen personajes, y personajes que resultan personas insignificantes, van a servirme con el nuevo plan, pues dentro del caos del entierro del prócer, el Rey Midas será el aglutinante temporal, actual y momentáneo de todos los personajes. El Rey Midas es un comerciante millonario e inescrupuloso a quien en apariencia todo le sale bien, pero en realidad las mujeres no se enamoran de él, sino de su dinero, y no es a él, sino a su fortuna a quien buscan sus incontables amigos. Su mujer lo engaña con su secretario, sus hijos lo menosprecian en secreto, lo que en otros es natural, en él tiene un marcado tinte de hipocresía. Mi idea consiste en hacerlo triunfar hasta la última página del libro, hasta su entierro en la Catedral con pomposos discursos en el cementerio. Pero a través de los hijos que siguen los despojos mortales de su padre, y de los ministros a quienes él hizo sombra, y de las gentes de sociedad que no le perdonaban su humilde origen y su oportunismo, de la legión de sus empleados envenenados por la envidia y la rebeldía, y de la muchedumbre de curiosos que presenciaban la ceremonia, y de los oradores que hacían el elogio fúnebre del hombre a quien secretamente despreciaban: a través de los asistentes a los suntuosos funerales, resucita, para el lector, la grotesca figura del Rey Midas. Éste sólo aparece muerto, tendido a lo largo de cuatrocientas páginas que componen el libro. Tal como se la admiraba de labios para afuera y se la despreciaba en el fondo del corazón, su vida íntima se despliega en abanico, a lo largo del entierro, refractada en la mente de los asistentes. Y entre lo que se piensa y lo que se dice en voz alta -los hijos se llevan el pañuelo a los ojos pero no pueden llorar, los oradores hablan conmovidos del grande hombre que era un estafador del fisco, los ministros exaltan la probidad de quien era un venal funcionario, las viudas despojadas aprecian públicamente su generosidad pero íntimamente detestan su rapacidad fría, las muchachas exaltan su desinterés pero aún sienten en la carne el azote de su concupiscencia, el cura habla del cristiano ejemplar a quien escuchó una confesión petulante-: en esa multitud de monólogos particulares dentro del diálogo general, se descubre el mortal contraste entre la apariencia y la realidad del Rey Midas.
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