– ¿Cuándo vas a comenzar la novela? -me preguntó don Pepe, a quien le conté mi proyecto-. Me lo encontré cuando él bajaba por los Campos Elíseos en dirección al Consulado y yo daba una vuelta por allí, mientras llegaba inexorablemente el momento de visitar por primera vez, aquella misma tarde, a mis presuntos suegros en el Hotel Jorge V. Nos sentamos a conversar en la terraza de un café.
– Me gusta la idea del Rey Midas, sobre todo me gusta que la acción real suceda en un corto espacio de tiempo, durante el entierro de tu personaje. Eso se presta a que, teniendo en cuenta un breve incidente revelador de una situación, o de un carácter, o de un vicio oculto, o de una tragedia desconocida, tú pintes con una serie de trazos alucinantes al Rey Midas y a su medio social. Yo he observado que al cabo de los años, cuando uno olvida hasta el nombre de sus compañeros de colegio, sólo perdura en la memoria lo que en apariencia no fue sino un vulgar incidente.
Para distraer mi pensamiento de aquella visita que tenía que hacer, procuraba que su atención de viejo, caprichosa y fugaz, se enredara en la intriga de mi novela y en la exhumación de sus recuerdos ya reducidos a cenizas y a detalles "banales pero significativos", como él decía.
– Tu Rey Midas por ciertos aspectos me recuerda al padre de Miguel. ¿Sabes que Miguel… tú no lo conociste? Es un muchacho a quien quiero mucho. Pues Miguel viaja en estos momentos por Italia. Me lo contó ayer el Cónsul y por cierto que estoy citado por él, pues quiere preguntarme algo sobre ti… ¿Tú sabes algo?… En fin, ya me lo dirá… Pero, dime: ¿No conociste a Miguel?
– Tal vez, no lo recuerdo. Pero ¿me decía usted que mi Rey Midas se parece a su padre?
– También tiene algo de tu futuro suegro. ¿No crees que un hombre tan orgulloso y pagado de sus pergaminos, más que de sus caballos de carreras, hubiera preferido para su hija… ¡espera un momento!… hubiera preferido que tú fueras, pongamos por caso, el hijo natural del Duque de Medina Sidonia? Tú sabes que él desciende de un virrey del Perú y una hija natural de no sé cuál Grande de España… Eso dice, aunque faltaría averiguarlo… Yo conozco, hijo, a los sudamericanos ricos… ¡Ah! Si te contara…
Cuando dejé a don Pepe camino del Consulado, subí rápidamente hasta la esquina de la Avenida Jorge V, y al seguir cambié de velocidad como si me resistiera a llegar a mi propio destino. Me detenía cada veinte pasos a contemplar las vitrinas: una floristería, una tienda de ropa para hombre, una peluquería de señoras, una agencia de viajes, etc. Me sudaban las manos y al mirarme en el cristal de todas las vitrinas me veía tan feo e insignificante que tenía que volver el rostro hacia otro lado. Al pasar despreocupadamente por la terraza de Fouquet's me había abordado el botones. No se atrevería a molestarme si no tuviera que salir de vacaciones con la familia. Se irá el próximo sábado y hoy estamos a jueves. Le dije que el giro me había llegado hacía tiempo, pero se me había olvidado por completo el importe de aquella pequeña deuda. ¿Eran mil, o mil quinientos? Eran sólo quinientos. Mañana pasaría por allí, y él no debía preocuparse.
No puedo soportar el pensamiento de que Rose-Marie llegue a abandonarme o yo me vea obligado por circunstancias adversas a tener que dejarla. Hice un rodeo y descendí a la calzada para no pasar debajo de una escalera apoyada contra el muro. Si me dijeran de pronto que Rose-Marie es hija natural, o huérfana sin amistades ni fortuna, o una humilde provinciana de un miserable pueblo de Chile, sentiría una alegría frenética. Nadie me la podría arrebatar.
Cuando pasé hace un momento ante la vitrina de la floristería, más que en el bello ramo de flores que le había mandado aquella mañana a la madre de Rose-Marie, pensé en los cien francos que me había costado. Dicen que el oro corrompe el corazón de los hombres, pero eso lo escribió por envidia alguien a quien seguramente le faltaba, como me pasa a mí cuando me preparo a escribir la maravillosa y ejemplar historia del Rey Midas.
Al cruzar la calle poco faltó para que me arrollara un automóvil que atravesaba la avenida. Un patinazo, dos pitazos breves e impertinentes. Un rostro congestionado en la ventanilla delantera. Una mano enguantada se agitó furiosamente delante de mis ojos. ¡Imbécil!, me gritó una voz vibrante de cólera.
Estaba bañado en sudor y con las manos temblorosas. Al llegar al Hotel Prince de Galles resolví entrar para refrescarme la cara. La tenía pálida y descompuesta, y por efecto de un tic que me suele dar cuando he bebido mucho la noche anterior, me saltaba un párpado convulsivamente. En la barra del bar pedí un whisky doble, para cobrar ánimos, y lo bebí lentamente, pues quería ganar tiempo. Eran las seis menos cuarto y Rose-Marie me esperaba a las seis en punto en el Hotel Jorge V.
Recordaba estos datos sobre mi filiación: Mi padre, un cafetero millonario que viajaba frecuentemente a los Estados Unidos como gobernador del Banco Mundial. Murió hace seis meses y yo tengo urgente necesidad de regresar para arreglar asuntos relacionados con la herencia. Mi abuela es una gran señora, caprichosa y desde niña acostumbrada a que la mime el mundo entero. Sólo tiene una preocupación en la vida: que. yo sea un personaje importante. Yo quiero ser novelista aunque mi abuela y mi hermana, sobre todo esta última, creen que los libros se deben leer, pero una persona distinguida no los puede escribir.
Pedí otro whisky, pues apenas son las seis menos cinco.
¿Y si la convenciera de casarnos a escondidas? ¿De fugarnos esta misma noche a un pueblo español, o a Venecia, o al Congo? ¿Y con qué dinero? ¡Estoy loco! Lo que yo debo hacer es fugarme, perderme en la marea anónima de un barrio de París, organizar mi vida sobre cosas reales y concretas y no sobre una cadena de mentiras. Los padres de Rose-Marie son personas de carne y hueso, y no personajes inventados por mí, o meras y terribles alucinaciones. ¿Cómo, con qué fuerzas podría afrontarlos si no son personajes, sino personas? ¿Qué pensarán de mí cuando tal vez mañana mismo sepan por el Cónsul que yo soy un fabulador y un sinvergüenza? ¡Ah! Pero Rose-Marie es algo más que un personaje o una persona: es una presencia en mis sentidos, un roce perceptible en mi epidermis, una humedad y una frescura en mis labios, una presión en los dedos de mi mano derecha, una risa alegre y bulliciosa que estalla de pronto en mis oídos sin que yo pueda apartarla de mí y dejarla de oír.
Son las seis y cuarto de la tarde, y a cincuenta pasos de distancia, en el salón del Hotel Jorge V, Rose-Marie comenzará a impacientarse…
– ¡Otro whisky doble!
Menos mal que tengo seiscientos o setecientos francos en el bolsillo, pues necesito embriagarme hasta perder el sentido y no pensar en nada. Ya comienzo a ver turbio y la sangre me martillea en los oídos.
– La cuenta, por, favor…
Son las seis y media. Rose-Marie estará en el teléfono, llamándome primero al hotel…
– No está. Desde las once de la mañana no ha vuelto… Luego a la biblioteca de la rue Saint-Guillaume:
– ¿Cómo? ¿Quién dice usted? ¿Quiere deletrear su apellido? No, no lo conocemos…
Y al Consulado:
– Hace meses no viene por aquí. ¿Quién lo llama? Y otra vez al hotel:
– No está. Todavía no ha regresado…
Las siete.
– Un whisky y con el botones hágame conseguir un taxi… ¿Son las siete y media? Gracias…
Llegué al hotel de la Avenue Wagram, saqué mi maleta y me trasladé a mi antiguo hotel de la avenue Port-Royal, en el barrio del farmacéutico. Al ocupar mi cuarto cinco minutos después me tiré boca abajo en la cama y me puse a llorar. Me levanté de un salto y salí a la calle. Caminaba sin rumbo y a gran velocidad, como quien teme perder un tren. Pasé por largas avenidas que no conocía, y calles y plazas que me resultaban extrañas, y encrucijadas, y pequeños jardines en los cuales no había estado nunca. Atravesé dos veces el Sena y el Canal Saint-Martin. Al llegar horas más tarde a la Porte d'Ivey, en el extremo sureste de París, rendido de hambre y de cansancio me senté en la pequeña terraza de un bistrot y pedí un sandwiche y un vaso de cerveza. Sólo un par de obreros, con el overol manchado de pintura, se encontraban ante la barra. Debía ser muy tarde porque el patrón, un viejo gordo y lacónico, me dijo que iban a cerrar y no podía servirme un Ricard que le pedí después.
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