Un coronel alto, corpulento, con el pecho cruzado de condecoraciones. Una señora que ha dejado de ser joven pero todavía exhibe la fuerza y la agilidad de una muchacha. Él debe de pertenecer al comando de las fuerzas americanas en Europa. Suponer que es de familia sudista y segregacionista. Su mujer organiza cócteles para conseguir fondos destinados a una congregación protestante. ¿Qué pensarán al ver a los dos negros en el restaurante?
La multitud se coagula y chorrea lentamente en grumos oscuros y amarillentos, o forma espesos remolinos frente a las cajas de los "bouquinistes", etc., etc. ¿Para qué seguir tomando notas y personajes del natural, como lo hicieron los impresionistas cuando sacaron sus caballetes a la calle, si encerrado en un taller, con la sola referencia de una tarjeta postal, Van Gogh se puso a pintar obras maestras? ¿Y si inventara una novela sobre la base de las noticias, y los anuncios por palabras que trae el periódico? Es más fácil que plantar mi caballete en la calle y a pleno sol. La idea no es mala y me puede servir.
Cuatro años de París han pasado en un momento, a una velocidad espantosa: cuatro inviernos fríos y desapacibles; cuatro primaveras inestables y caprichosas; cuatro veranos agobiadores y húmedos; cuatro otoños cargados de un esplendor melancólico. Presiento que el tiempo, la propia sustancia de mi vida, se evapora vertiginosamente y descubro con malestar ciertos signos de descomposición y decadencia. Me han sacado tres muelas. La frente me ha crecido y al verme en un juego de espejos me mortifica una transparencia sospechosa en la coronilla de la cabeza. ¿Cuándo termina físicamente la juventud? ¿Sucederá igual que con las estaciones? El día inicial del verano es el más largo del año y de allí en adelante, en la plenitud, los días comienzan a acortarse. Pero estos pequeños síntomas me tienen sin cuidado y puedo combatirlos con un buen dentífrico y una loción para el cabello como la que estaba a punto de inventar mi amigo el farmacéutico de la Avenue Port-Royal. Lo grave es la impresión de que, por lo que hace a mí y no desde el punto de vista de mi amor por ella, sigo perdiendo el tiempo como cuando mis días crecían y estaba muy lejos esa hora de plenitud que fue nuestro mutuo descubrimiento a las orillas del Sena. No puedo seguir devorando un porvenir que se restringe cada día más y cuyos días han comenzado a acortarse.
Nota: (Experiencia personal para utilizar en mi novela al pintar un amor entre mis personajes).
Nunca ha pasado por mi cabeza un deseo carnal en presencia de Rose-Marie. Por el contrario, con todas mis fuerzas rechazo la menor sombra de tentación libidinosa. Claro está que gozo intensamente cuando la abrazo, cuando succiono con los labios en trompa el olor, el sabor, la suavidad, la humedad de los suyos; o cuando aspiro con las fauces abiertas -como un perro- el aroma de su cuerpo tibio de doncella. Uno de los testimonios físicos de mi amor por ella es esa neutralidad sexual de mi voluntad, esa incapacidad espiritual de violarla. Si Rose-Marie no fuera virgen, como seguramente lo es: ¿la amaría como hoy la amo o la desearía rabiosamente como a esas niñas que viajan colgadas de los labios de un muchacho que no soy yo, a lo largo de siete estaciones de metro? Aunque tengo que confesar que desde el día en que conocí a Rose-Marie y la adoré intensamente, empecé a mirar con una profunda comprensión las parejas de enamorados que se ven por todas partes en París.
Otra experiencia para utilizar en mi novela: ¿Qué pudo amar en mí Rose-Marie?, ¿la persona o el personaje? Su amor parte de una serie de supuestos falsos: una condición social imaginaria, una fortuna familiar que no tengo, un temperamento de artista que me falta, un porvenir brillante que no parece ser el mío. Si ella supiera de pronto que pertenezco a una borrosa capa social, que mi padre fue un oscuro empleado abrumado de humillaciones y deudas, que mi talento creador no es sino una imaginación desorbitada, que no soy sino un vagabundo que vegeta en París agarrado al leño de sus expedientes y de sus mentiras: ¿me amaría como hoy me ama? Y si no me ama por lo que soy, sino por todo lo opuesto y diferente a mí, por el personaje y no por la persona: ¿no estoy cometiendo un error al prolongar indefinidamente un equívoco que cualquier día se puede disipar como una nube barrida por el viento?
(Desarrollo imaginario en vista de mi novela). Pero… pero el dinero se puede adquirir, el prestigio social se puede conquistar, el éxito literario se puede obtener. Si me resignara a ser indefinidamente como hoy soy, estaría condenado de antemano. Tendría, como el pobre papá, que transferir en un hijo las ilusiones perdidas y las esperanzas irrealizadas por culpa de una cobardía personal. No se trata de un supuesto imaginario, sino de una premisa real.
Don Pepe llamó al botones y le dijo que yo necesitaba un dinero por el término de veinte días, mientras me llegaba el "giro". Había pensado pedirle trescientos francos, pero en vista de la buena acogida y de la mañana azul, le pedí quinientos que introduje lánguidamente en mi cartera. Llamé al criado y le pedí dos whiskies.
– Durante la ocupación alemana, este botones fue sirviente de un coronel que simpatizó con él, pues los dos eran alsacianos y hablaban la misma lengua. Y mientras el coronel estaba de servicio o se emborrachaba en este café, el criado examinaba sus papeles y mantenía informados a los comandos de la resistencia.
Es un tipo feo, desgarbado, de gafas, sin el menor aspecto de un héroe o de un personaje. En cambio, hay camareros con apariencia de príncipes, y les sirven a negros, a mestizos, a amarillos que podrían ser sus criados.
– El ideal es ser príncipe de veras y tener la correspondiente apariencia.
– Yo he visto pasar por aquí tipos extraños que parecen extraídos de una novela inglesa del siglo diecinueve. Fíjate en éste que acaba de entrar al restaurante. (Un hombre alto, elegante, de bigote blanco y monóculo, con un clavel en el ojal.) Todo el mundo lo conoce aquí desde hace veinte años, pero él no conoce a nadie. Es un personaje sin novela.
– Es como un actor disfrazado de Hamlet que en el bar del teatro se come una rebanada de jamón antes de salir a escena.
– Aquel viejo achaparrado, bajito, congestionado por el alcohol, es un falso marqués. Los camareros le dicen señor marqués, y él se ha posesionado tan profundamente de su papel, que hay muchas cosas que no hace porque los marqueses auténticos no deben hacerlas. En cambio, conozco un verdadero marqués que parece un "clochard". Muchos amigos que vienen por primera vez a París me piden que les presente al marqués que conozco. Yo les presento al falso marqués. El auténtico les parecería demasiado vulgar.
Desde el día, ya lejano, en que comencé a pensar en función de mi futura novela, hasta los personajes más anodinos y los incidentes más baladíes, se cargan de sentido. Los generales -me imagino yo- piensan en soldados, los políticos en electores, los misioneros en almas que se pueden salvar, y los novelistas pensamos en personas que pueden convertirse en personajes.
Don Pepe extrajo del bolsillo un pañuelo sucio, en forma de bola, y se restregó la nariz que lucía una gota en la punta.
– ¿No tienes nada que hacer? ¿No esperas a nadie? ¿No te molesto? Los viejos y los pobres nunca sabemos cuándo comenzamos a estorbar… ¿Conoces al compatriota que estuvo ayer aquí? Lleva en la solapa, para distinguirse de los demás, la roseta de la Legión de Honor. "Uso esta cintita para deslumbrar a los maitres d'hotel y a mis compatriotas", me dijo.
– Ése es un personaje novelesco.
– Te preguntaba si te molesto porque estoy esperando a un compatriota nuestro que acaba de llegar, y mientras su mujer pasea con unas amigas chilenas por los castillos del Loira, él tiene la idea…
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