De pronto apareció a lo lejos, en la puerta del salón, el Cónsul, que llegaba retardado. Al verme, su rostro se ensombreció, pasando del rosa desteñido al tinto Beaujolais. Con cualquier pretexto, hice mutis por el foro, me deslicé entre la multitud que llenaba el salón y salí a la calle con el corazón en la boca, como si aquello del soplo fuera una enfermedad de verdad.
Escena (II). Relato de Rose-Marie.
Cónsul: ¿De dónde diablos sacaron ustedes a ese tipo? Rose-Marie: ¿A quién se refiere usted?
Cónsul: A ese muchacho que estaba con ustedes aquí, hace un momento. Me sorprende verlo en la Embajada de Chile.
Rose-Marie (herida y humillada): ¿Qué es lo que usted quiere sugerir?
Embajador: Seguramente, el Cónsul está equivocado. Son tantas las gentes que pasan por un Consulado hispanoamericano en Europa, que es fácil equivocarse.
Escena (III). Al otro día, en un café de la Place Péréire.
Rose-Marie: Deberías ir mañana mismo al Consulado. Esas confusiones hay que aclararlas, y yo de ti les mandaría unas flores a esas muchachas en lugar de gastar tontamente tu dinero mandándomelas a mí.
Nota: Utilizar lo menos posible el pretérito imperfecto. Es una costumbre que adquirí en los tiempos en que vivía con Pabliño y frecuentaba sus amigos, españoles de la Avenue Wagram. estos dicen yo he visto, yo he estado, yo he pensado, yo he dicho, yo he hecho, cuando más limpia y afirmativamente los hispanoamericanos decimos yo vi, yo estuve, yo pensé, yo dije, yo hice. En cambio, ellos, más dueños de su voluntad que nosotros, dicen yo iré cuando nosotros pensamos ir o vamos a ir, y yo haré cuando nosotros vamos a hacer algo que posiblemente no haremos nunca, como me suele suceder a mí.
La jauría de los cazadores anda todavía lejos, pero con sus grandes ojos -los mismos de Rose-Marie- la gacela mira hacia un punto vago del horizonte. Está quieta, pero no en reposo. Tiene los músculos tensos, un ligero estremecimiento en el anca, y balancea en el aire una fina pata delantera.
– Estuve ayer en el Centro de la rue d'Assas y me encontré al Padre, a quien hacía tiempo no veía. Quedó muy sorprendido al enterarse de que continuabas viviendo en París. No demostró demasiado entusiasmo cuando le conté que eras mi novio y teníamos el proyecto de casarnos cuando lleguen mis padres. No fuiste a la fiesta del sábado, aunque me lo habías prometido…
– Me aburre profundamente la sociedad. La vanidad, la superficialidad, la tontería, la hipocresía de esa gente me produce urticaria.
– Me habías dicho que cambiabas de barrio, de la orilla izquierda a la orilla derecha, no sólo por acercarte a mi casa, sino por alejarte de tus antiguos amigos.
– Pero todo eso, ¿a qué viene? ¿Por qué no hablamos de otra cosa?
– ¿Y tú por qué me dices mentiras? ¿Cuándo vas a empezar a escribir tu novela?
– Flaubert era como yo. El deseo de perfección le paralizaba la pluma.
Me soltó la mano, se paró delante de mí y me preguntó por qué la noche anterior me había escapado de la Embajada de Chile sin despedirme siquiera. Con las hijas del Embajador y otros dos amigos habíamos planeado terminar la fiesta en una "boite" por los lados de Saint-Germain des Prés. Pretexté un malestar, una palpitación, un pequeño desfallecimiento cardíaco. Traté de dramatizar un poco para desviar hacia mi corazón su mal humor, pero ella no se mostró demasiado alarmada. Me dijo que ese acto de mala educación con las chilenas y de descortesía con ella podía pasar, pero ahora tenía interés, urgencia, en saber por qué el Cónsul tenía tan mala opinión de mí…
Perspectivas: Reconectarme con el negro y pedirle un adelanto sobre una serie de artículos para sus publicaciones comunistas. Demostraré la obligación moral que tiene un escritor contemporáneo de dedicar todo su talento de persuasión a interpretar la actualidad en un sentido revolucionario. Un joven escritor -tal vez convendría adoptar la forma de confidencia o de confesión al lector- prescinde de escribir una novela al comprender que es absurdo desarrollar una aventura imaginaria cuando la descomposición de la sociedad capitalista se refleja en el cine, en el periódico, en la plaza de la República, en la estación del metro de Sévres-Babylone. Si no logro obtener nada con el negro, pues los negros son vengativos y rencorosos -es una intuición mía, pero yo creo en esa forma irracional de conocimiento- acudiré al Centro de la rue d'Assas, entonaré el mea culpa y le haré al Padre un conmovedor relato de mi lucha contra los comunistas. Le diré que hastiado profundamente de los círculos estudiantiles en que anduve metido hace unos meses, estoy dispuesto a publicar unos artículos sensacionales sobre la penetración comunista en América a través de la inteligencia juvenil que se forma o se deforma en Europa. Y si me falla la reconexión con el negro, y no resulta la operación con el Padre -al cual sólo recurriré en última instancia- me queda el recurso de mi amigo el pied-noir, dueño de un cabaret en la Avenue Friedland, a doscientos metros escasos de los Campos Elíseos. Mi amigo el pied noir trasplantó sus cuarteles de Casablanca a París, cuando los negocios empezaron a descomponerse para los europeos argelinos. Es hombre corpulento, bonachón, simpático, que habla español y protege a "cantaores" y guitarristas que vegetan en los cabarets de París. A partir de las nueve de la noche, el pequeño local, arreglado con motivos típicos de un folklore internacional, se llena de turistas de los hoteles vecinos y de muchachas a quienes arroja a esa playa, al parecer desierta, la resaca de los Campos Elíseos. Un día, en pleno intercambio de confidencias alcohólicas -para él soy un estudiante de familia rica a quien la pensión no le alcanza para lo superfluo, que es lo necesario en París- me ofreció espontáneamente una pequeña comisión por los clientes que le llevara al cabaret. Y comencé a llevarle compatriotas y chilenos amigos de Rose-Marie, ávidos de mujeres y deseosos de conocer algún lugar discreto y barato que no fuera frecuentado por los turistas. Además, puedo hacer una operación semejante con Juanillo, el de la Place Clichy, a donde no volví desde que murió Chantal.
Nota: Una de las preocupaciones del turista es no parecerlo.
Si todo aquello fracasa por cualquier motivo, le pediré prestados trescientos o cuatrocientos francos a uno de los botones que hacen esta clase de operaciones en Fouquet's con la clientela conocida; y a mí me conocen por haberme visto muchas veces en un círculo de hispanoamericanos fanfarrones cuyas propinas, por pudor social, ningún americano millonario se atrevería a dar.
Menos mal que tengo por delante, para poner por obra esta estrategia, dos semanas enteras mientras Rose-Marie, pensando en mí, visita con sus amigas chilenas los castillos del Loira.
El corazón de las abuelas "tiene razones que ni los padres comprenden". Le escribí por eso una carta a la mía, en uno de esos momentos de exaltación a que me conducía una tarde feliz con Rose-Marie, una palabra suya más tierna que las otras, una mirada más suave, un beso más prolongado que de ordinario. Para describírsela físicamente eché mano de todas las Vírgenes de la pintura universal, comenzando por esa criatura adorable de Fouquet que ofrece el seno redondo, tibio, casto, a los golosos labios del Niño. Para pintársela intelectualmente le hablaba de la Clelia de la Cartuja de Parma, aunque la pobre vieja jamás ha visto la Virgen de Fouquet e ignora la existencia de un hombre que se llamaba Stendhal. Son resabios literarios que no logro vencer.
Insisto en una preocupación que me asaltó alguna vez en estos cuadernos: ¿Es bueno o malo citar en una simple carta de familia obras o personajes literarios? Y en una novela, ¿qué tal? Las hay magníficas, sin una sola referencia, como la mayoría de las de Balzac, pero en cambio hay otras, como el Quijote, abarrotadas de citas. Debe ser cuestión de gustos. Hay personas que citan por vanidad y otras para dar mayor precisión a la exposición de sus ideas. También las hay que con las citas disfrazan su falta de pensamiento propio, así como ciertas personas adornan su insignificancia con la cinta de una condecoración en la solapa.
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