Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Hans le dijo que en Friburgo, con un poco de suerte, tendrían ocasión de conocer a Heidégger, amigo de un pariente suyo, profesor de la misma universidad. El hecho de conocer al autor de Ser y tiempo ,lejos de producir en Aguirre una exaltación eufórica de k inteligencia, le sumió en una duda moral. Heidégger había sido un colaborador de los nazis, era el hombre que había callado. Cuando la universidad bávara le invitó a un curso en 1933, el filósofo respondió que antes que nada debía servir al trabajo que estaba realzando Adolf Hider. Pero estos amigos ya habían quedado fundidos por ese lazo del alma que va más allá de los sentidos, y la duda moral de Aguirre se desvaneció. La cascada procedía de un arroyo servidor del Rin y se llamaba el Salto del Cisne Negro, según Hans había leído en una roca esculpida junto al estanque.

Continuaron viaje unidos por un silencio que expresaba todas las palabras, todas las sensaciones, toda la armonía del espíritu. La carretera dejó ver los primeros claros de la Selva Negra por el valle del Dreisam y luego se abrió a unos prados de pasto, campos de cereal y extensiones de viñedo que a veces peinaban laderas de unos montes que cerraban el horizonte por la parte de la Alsacia bajo una batalla de nubes plateadas con la tripa negra que amenazaban tormentas de final de verano. Después de dos horas de viaje apareció la espadaña de la catedral de Friburgo contra una colina boscosa. Entraron en la ciudad por la Puerta Suaba, una de sus cinco torres fortificadas, y llegaron a la plaza del Münster, donde había un mercado medieval al pie de los sillares y vitrales. Estaban todavía latentes los efectos del bombardeo de la guerra, que había reducido a escombros la mitad de los edificios. Hans llevó a su amigo a casa, cerca de la torre de San Martín, en el casco antiguo. El alemán de Aguirre no era muy correcto, de hecho nunca lo hablaría bien, pero su estilo a la hora de ejercer ademanes dejó impresionados a los padres de Hans, toneleros de buen pasar, que se desvivieron por hacer su estancia muy agradable.

La visita a Heideggér, según contó Aguirre se produjo en la biblioteca de la vieja Universidad Albert-Ludwigs y Aguirre recordaba que la conversación se produjo entre expresiones ininteligibles borradas por el estruendo de las hormigoneras que estaban reconstruyendo algunos colegios universitarios de alrededor destruidos por la guerra. Tal vez su filosofía y su actitud ideológica proclive al nazismo habían contribuido a que la universidad donde enseñaba hubiera quedado aplastada por las bombas. Sentado en un sillón de cuero rojo, vestido con traje cruzado de franela blanca, el viejo filósofo sabía que esta pareja eran seminaristas a punto de ordenarse de diáconos. Heidegger les dijo que él había empezado estudiando teología católica. «Pero llegué muy pronto a la conclusión de que si los teólogos supieran de cierto que Dios no existe, seguirían haciendo teología, y me pasé a la filosofía», y a continuación comenzó a hablarles de la destrucción y de la muerte de Alemania. De pronto quedó en silencio, sonrió con cierta, amargura y les propuso ser felices asistiendo a la fiesta de la vendimia, que se iba a celebrar en la plaza de la catedral esa noche. «Beban ese cáliz antes de ser ministros de Cristo. Los vinos del Rin, aparentemente livianos, son más profundos que la fenomenología que aprendí de Hiisserl.» Hans le contó la experiencia de la cascada en la Selva Negra según la teoría religiosa de Guardini. Heidegger los animó a viajar a Baden-Baden y darse allí un baño más civilizado pero igual de profundo, más teológico, si cabe, en las termas romanas. Aquella noche la plaza de la catedral se llenó de acordeones y de señoritas robustas con trenzas rubias. Los jóvenes bailaban sobre grandes cubas llenas de uva recién vendimiada y celebraban entre cánticos el mosto que se derramaba por las gargantas de gente plácida, viejos rubicundos, mujeres de carnes espléndidas que simulaban ser felices olvidando la pasada tragedia de la guerra mientras devoraban salchichas. En medio de la multitud apareció Heidegger rodeado de un grupo de alumnos. Al encontrarse en la plaza con Hans y con su amigo, los llevó hacia la catedral. Primero les señaló las gárgolas que escupen simbólicamente el mal que late en el interior de cada templo, y después bajo el pórtico de la torre con los arcos llenos de apóstoles les recordó la necesidad de purificarse con aguas romanas en Baden-Baden para olvidarse de las piedras sagradas y quedar a solas con sus cuerpos. Puesto que el hombre es un ser-para-la-muerte, mientras estuvieran vivos, el cuerpo era el único dios verdadero.

Dos días después el viaje hacia Baden-Baden se desarrolló entre viñedos maduros, campos de cebada y pastos con ganado. Algunos vendimiadores les saludaban con el brazo y al llegar a la ciudad balneario se establecieron en un pequeño hotel de la plaza de Goethe cerca del Friedrichsbad, un edificio del siglo xix que contenía los ramosos baños levantados sobre las antiguas termas romanas de dos mil años de antigüedad.

En las calles de Baden-Baden había orquestas de música y coros de adolescentes rubios que interpretaban a Mozart. Los prados trasquilados estaban divididos por el río Oos, cuyos puentes de orfebrería de hierro colado eran atravesados con parsimonia cortés y saludos de otra época por señoras con sombrillas dé colores y caballeros provectos, veraneantes de final de verano, ejemplares supervivientes de toda una cultura que había sido destruida por la guerra.

El recuerdo del baño en la cascada de la Selva Negra les había dejado en el cuerpo una sensación de libertad salvaje unida al regusto de unas frambuesas silvestres que comieron con los dedos manchados de zumo, pero no habían experimentado la posesión de la naturaleza que según Romano Guardini era el inicio de la experiencia religiosa. Al pasar por delante de las termas del Friedrichsbad decidieron darse otro baño:, esta vez civilizado, según un protocolo muy saludable. En el vestíbulo una señorita les ofreció un prospecto que contenía las condiciones y ventajas del nudismo, una práctica que se estaba iniciando en Alemania. Ese viernes el balneario ofrecía la posibilidad, en este caso obligatoria, de bañarse juntos hombres y mujeres. Había varias piscinas de agua fría y caliente que se alternaban, distintos chorros y cascadas, masajes y sesiones de algas que se realizaban en grandes salas bajo cúpulas llenas de dioses paganos, ante la mirada de ninfas de mármol desde las hornacinas. Mientras se desnudaban por completo, Aguirre le dijo a Hans: «Tomemos un baño como si se tratara de una práctica ascética». En el palacio de Liria, recostado en una cama turca, haciendo volutas de humo con su Winston extrafino, el duque de Alba me confirmó que nunca había sentido hasta entonces una espiritualidad tan profunda. Ningún cuerpo desnudo se podía comparar con el de los héroes de mármol que adornaban los pedestales, pero sentirse desnudo era una comunión con su amigo. La Selva Negra tenía una resonancia mística cuando los gritos desgarrados de las aves bajaban hasta el humus atravesando las ramas de los abetos. Por las salas de las termas cruzaban cuerpos desnudos de hombre o de mujer que se zambullían en las distintas piscinas, nadaban lentamente como una forma de meditación, ardían de sudor en las saunas y luego se sumían en el agua helada.

«En aquel espacio el silencio tenía una gran resonancia bajo las cúpulas repletas de divinidades. En ese momento, de una de las salas salió un grito que llegó hasta los últimos rincones del balneario -contó el duque de Alba-. En una de las piscinas había aparecido el cadáver de una joven flotando boca abajó, Fue un accidente muy desagradable. Al parecer le había dado una congestión al salir de una sauna, pero fue suficiente para que toda la armonía del cuerpo y del espíritu desapareciera». El duque dio otra calada al cigarrillo recreándose en la memoria y añadió que su amigo Hans dijo que la muerte no era suficiente para romper aquella belleza. Habría sido más interesante si se hubiera tratado de un asesinato. Entonces le dije al duque: «Si algún día escribo tu biografía, mentiré para estar a tu nivel. Diré que esa mujer que apareció flotando en el Friedrichs-bad era bellísima como Ofelia, que murió apuñalada por un sádico y que el agua de la piscina se convirtió en un baño de sangre». El duque contestó: «No importa. En el fondo cualquier muerte siempre es un asesinato».

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