Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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En Munich se acababa de crear el Colegio Español Santiago Apóstol, fundado por el sacerdote José María Javierre, situado en Dachauer Strasse, para hospedar a posgraduados, tanto universitarios como seminaristas, que realizaban sus tesis doctorales. En ese tiempo habían coincidido en el colegio Rouco Várela, Jiménez de Parga, Alfonso Pérez Sánchez, Frühbeck de Burgos, Lucio García Ortega. Para ingresar en ese colegio de Munich regido por curas operarios, los mismos que dirigían el Colegio Mayor Pío XII de Valencia donde yo estudiaba, estuve a punto de conseguir una beca de fin de carrera de Derecho, dispuesto a escribir un trabajo sobre el kantiano Kelsen y el derecho natural. El proyecto se frustró, como también se frustró mi viaje a París cuando ya había conseguido el permiso militar, algo casi imposible entonces, para estudiar un verano en un instituto donde se impartía el pensamiento de Maritain y de Mauriac, escritores católicos. Cuando le pedí permiso a mi señor padre, me contestó: «Hijo, puedes ir a París o a Londres, pero a cenar te quiero a las nueve en casa». En vista de que yo no tenía ningún Aranguren que me ayudara, hui de Valencia y me fui a Madrid a verlas venir sin otro propósito que el obedecer el destino que marcaran las suelas de mis zapatos.

De haber salido el proyecto de Munich, pude haberme cruzado con Jesús Aguirre por la calle e incluso tomarme con él una cerveza negra en la cervecería del Führer, la Hofbráuhaus, pero desde el primer momento el seminarista Aguirre había marcado las distancias con estos escolares del colegio Santiago Apóstol y se fue a vivir al colegio ducal Giorgianum, uno de los edificios propiedad del estado de Baviera, junto a la universidad y el Ludwigs-kirche, la parroquia donde Romano Guardini daba sus lecciones y realizaba celebraciones. Allí convivían aspirantes al sacerdocio llegados desde los seminarios de distintos países y constituía una fabrica de profesores de Teología, de futuros obispos y profesionales alemanes de otras ramas de la ciencia. El joven teólogo Joseph Ratzinger vivió y dio clases allí antes de ir de profesor a Tubinga.

1955

LateologíaenlacascadadelaSelvaNegra yHeideggervaalavendimia

Nadie sabía qué pretendía en su inmersión alemana ni en sus intereses teológicos. Jesús Aguirre era un artista a la hora de enmascarar su pasado y también su ambición. Se interesaba sobre todo por la reflexión teórica. Quería escribir una tesis sobre Occam y en este trabajo le ayudó su maestro Sóhngen. «En Munich conocí a Heisenberg, el que desarrolló el Principio de Incertidumbre. Cuando este físico genial se enteró de que vivía en el colegio ducal Giorgianum, me preguntó dónde estaba situado mi cuarto. Le dije que en el último piso mirando el Ludwigskirche, y Heisenberg me contestó que en la terraza que estaba sobre mi habitación permaneció él de estudiante haciendo guardia durante los sucesos revolucionarios de la capital bávara, la noche de los cuchillos largos cuando Hider estaba escalando el poder. Me dijo que tenía en una mano un fusil que no sabía manejar y en la otra una edición de los filósofos presocráticos que le inspiró su intuición de la física.» El Principio de Incertidumbre, formulado en 1927, trata de demostrar que cualquier materia se altera por el hecho de analizarla. Este principio probablemente fue ratificado por Heisenberg después de conocer a Jesús Aguirre.

En Munich, a través de Chano Martín-Retortillo, que sería su padrino en su primera misa cantada en Madrid, Aguirre conoció a Wolfgang Dern, estudiante de Sociología y Periodismo, muerto trágicamente años después. Llegaron a compartir apartamento y con él viajó a Francfort, ciudad donde había nacido este joven, convertido en amigo inseparable. La amistad con Wolfgang le llevó al contacto con los supervivientes de la Escuela Crítica y a conocer a Theodor W. Adorno. «Era un personaje en apariencia muy poco interesante, como un señorín, pero cuando entrabas en conversación con él terminabas por quedar encantado por una serpiente. Me atraía su espíritu crítico permanente, enmarcado en la línea progresista. También me fascinaba la lectura de Walter Benjamín.»

Siempre proclive a las amistades particulares, que cultivó en el colegio Lasalle y en el seminario de Comillas, en Munich sedujo con su simpatía personal al discípulo predilecto del joven profesor Joseph Ratzinger. Con él tuvo una experiencia religiosa, la misma que Romano Guardini explicó en teoría durante una clase. Sucedió durante un viaje que realizaron juntos en coche desde Munich a Friburgo de Brisgovia. Fue un viaje de iniciación, el mismo que realizan los héroes antes de matar al dragón para salvar a la princesa, antes de bajar a los infiernos para poder resucitar, antes de conquistar el vellocino de oro, que es el sexo femenino, antes de perderse en el mar boreal para volver a los brazos de Penélope en Itaca, antes de convertirse en San Juan Bautista.

El teólogo Guardini había expresado la sensación panteísta que acoge a un caminante cuando se pierde en un bosque. Durante la primera parte del trayecto reconoce cada encrucijada del sendero, el nombre de cada árbol, percibe el rumor de la brisa y el canto de los pájaros. El sol dibuja trazos de luz sobre el humus donde se proyecta la sombra familiar de su cuerpo y el caminante se reconoce todavía en sus pensamientos, en sus deseos, en sus recuerdos, pero a medida que se adentra más en la espesura va perdiendo el sentido del camino que ha dejado atrás y de pronto siente un escalofrío, a continuación es asumido por una turbación, a la que sigue un golpe de angustia al comprobar que en ese momento su personalidad comienza a diluirse y el caminante extraviado se convierte en parte de la naturaleza. Dios es esa naturaleza que te posee, de ahí debe partir la teología, según la tesis de Guardini.

El amigo de Jesús Aguirre era un seminarista de veinte años, Hans Kuss, alumno de Ratzinger en el curso de Dogmática, muy parecido a Helmut Berger en Lacaídadelosdioses. Según el duque de Alba, al iniciar el viaje aparecieron muy pronto los lagos de Baviera, donde se reflejaban las cumbres nevadas de los Alpes. Cuando lograbas deshacerse de la fastuosa visión del paisaje hablaban de su próximo sueño de ordenarse diáconos. El aire limpio que envolvía la claridad azul de los lagos le recordaba a Jesús Aguirre la pulsión que sintió al leer el libro Energíaypureza en la adolescencia. Ahora también quería ser puro y fuerte para subir a la cima de la nieve a escoger la flor blanca del edelweiss para ofrecérsela a un amor, por ejemplo a la Virgen o a cualquier joven Bautista. Después de varias horas de viaje en el Volkswagen de su amigo, comenzaron a atravesar la Selva Negra por una carretera secundaria cada vez más hermética. Iban en silencio. Hacia la mitad del camino Hans le propuso detenerse a comer unas viandas en un claro del bosque. Paró el coche y al apagar el motor comenzaron a oírse en la insonoridad del espacio gritos desgarrados que se desprendían de los árboles o emergían desde el fondo impenetrable de la maleza, y entre todos los sonidos llegaba hasta ellos el de una cascada invisible. Hans le invitó a bajar del vehículo para adentrarse por un pequeño sendero hacia el salto de agua que habían visto brillar entre los abetos. Tal vez pensaban que serían acogidos por aquella sensación confusa si la naturaleza conseguía apropiarse de sus almas, pero la lección sagrada de Guardini no se presentó, o al menos ellos se creían libres.

Hans extendió un paño blanco sobre el humus fermentado en un claro del bosque y después de sacar las viandas preguntó: «¿Te parece que antes de comer hagamos un poco de teología?». Comenzó a desnudarse para tomar un baño en la cascada. «Le seguí en todos sus movimientos», me contó el duque de Alba en Liria. Mientras el agua sumamente fría irrumpía contra sus cuerpos, en medio de la luz del sol filtrada entre la oscuridad de los abetos vieron muy cerca dos corzos masculinos que se detuvieron muy sorprendidos a mirarlos. Bajo la cascada, Aguirre recordó los versos de San Juan de la Cruz y comenzó a recitarlos a gritos confundido por el sonido del agua al caer en el estanque: «Gocémonos, amado, / y vámonos a ver en tu hermosura, / al monte o al collado, / do mana el agua pura, / entremos más adentro en la espesura». Estos versos no tuvieron respuesta por parte de su amigo, que ni siquiera los hubiera entendido más allá de la emoción de los alaridos. Apenas podían hablar a causa del cuchillo helado que el agua había introducido en sus entrañas. Lentamente fueron recuperando la respiración y un golpe de sangre caliente comenzó a inundarles el cerebro y toda la piel. Desnudos y empapados, se sentaron a devorar un bocadillo de salchichas mientras dejaban que la brisa secara su cuerpo. Estaban bien, se sentían bien con aquella vivencia religiosa. Los corzos se acercaron a ellos sin ningún temor hasta dejarles ver sus ojos limpios, ingenuos, de terciopelo. Aguirre volvió a recitar a San Juan de la Cruz: «¿Adonde te escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste / habiéndome herido; / salí tras ti, clamando, y eras ido ». Los corzos se acercaron aún más y comieron de su pan, pero al tratar de ofrecerles en la boca unas frambuesas huyeron despavoridos hacia la oscuridad del bosque.

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