Parece que Jesús Aguirre también había dejado Munich muy caliente al volver hecho un cura a España en 1961, porque en los primeros días de ju nio del año siguiente, en el hotel Regina Palace de la capital de Baviera, se celebró el IV Congreso del Movimiento Europeo, al que asistieron invitados 118 políticos españoles de todas las tendencias: monárquicos, liberales, democristianos, socialistas, social-demócratas, nacionalistas, excepto los comunistas, reunidos bajo la autoridad moral de Salvador de Madariaga con el propósito de sentar las bases para recuperar la democracia que le permitiera a España adherirse a Europa. A Fernando Alvarez de Miranda, cabeza de cartel de aquella expedición clandestina, le dijo Aranguren: «Yo no voy, pero hay un cura en la Universitaria llamado Aguirre que ha estudiado en Munich. Sin duda él os podrá ayudar si le pagáis el viaje y la estancia». Jesús Aguirre acompañó a los conspiradores y los paseó por Munich ,les presentó a gente de la radio y de la prensa y les resolvió muchos problemas cómo intérprete de alemán.
La reunión de los opositores españoles en Munich tuvo una repercusión muy sonada. Fue una convulsión política. Para ridiculizar este encuentro que significaba el fin de la guerra y el principio de la reconciliación nacional, la prensa falangista del diario Arriba lo llamó el Contubernio de Munich .
Atacado por una cólera repentina contra estos grupos que hasta entonces sólo habían ejercido una tímida oposición dentro de las fronteras, Franco encarceló, deportó y mandó al exilio a los asistentes a medida que retornaban a España, a Fernando Álvarez de Miranda, Jaime Miralles, Pepín Vidal, Satrústegui, Carlos María Bru Purón, Cavero, José María Gil-Robles, Dionisio Ridruejo. Los buenos oficios de Pío Cabanillas, antiguo compañero del César Carlos y ahora subsecretario de Fraga, sirvieron para que Aguirre no fuera desterrado a Fuerteventura a secar al sol sus jaquecas. El consejo de don Juan de Borbón en Estoril fue disuelto y el conde de Barcelona se dedicó a navegar en su yate Giralda entre dos aguas, pero al pasar frente a Gibraltar le hacía al Peñón un corte de mangas con su antebrazo tatuado con un ancla. «He aquí un gran patriota», exclamó Pemán ante este gesto.
Uno de los represaliados de Munich era el periodista valenciano Vicente Ventura, quien pasó dos años de destierro en la casa de labranza que el canónigo Espasa tenía en Denia. La casa, heredada de sus antepasados huertanos, estaba en la partida de La Pedrera, rodeada de siete hanegadas de almen dros, viñedos, naranjos y olivos, y desde la que se divisaba todo el golfo de Valencia a través dé un espacio esmerilado unas veces por el mistral y otras por las ráfagas violentas del llebeig, que rompían el silencio preternatural cuando Denia era todavía un paraíso. A Ventura le habían prohibido escribir en el periódico, pero no hablar con sus amigos, entre los que me encontraba.
A Denia acudían a veces el escritor Joan Fuster, el cantante Raimon y el escultor Andreu Alfaro. Yo había conocido a Ventura en Valencia durante la carrera de Derecho cuando él ejercía una agitación política en las tertulias del Kansas City y en el otoño de 1962 a veces lo veía en el puerto de pescadores de Denia. Yo quería ser escritor, pero esta obsesión de momento no había dado ningún resultado. Creía que bastaba con que a uno le gustaran las gaviotas. En realidad no se me ocurría nada, ningún argumento cómico o tenebroso, poético o vulgar, ninguna pasión o aventura, ningún personaje. Sólo me excitaba mirar la vida, oír el sonido y el silencio de la naturaleza, esperar el rayo; en cambio, Ventura sólo hablaba de política, estaba obsesionado con derribar a Franco. Venía del Frente de Juventudes con incrustaciones de carlismo, pasó a la socialdemocracia de Ridruejo con un toque de humanismo cristiano y terminó en un nacionalismo contestatario de izquierdas. Pisando las algas podridas vomitadas por el mar después de las tormentas de septiembre, me contaba los pormenores de la reunión de Munich, de una, extraña misa que les celebró un tal Jesús Aguirre, el primer cura al que vio vestido de paisano, con un aire de Capitán Araña porque a la hora de la represión desapareció del mapa. En España la prensa franquista había organizado una contraofensiva contra Europa, que fue motivo para que la solicitud española de entrar en el Mercado Común quedara prácticamente anulada, pero a mí me excitaba más la nube de gaviotas que acompañaba la arribada de las barcas de pesca a media tarde al puerto y los gritos de la subasta del pescado en la lonja.
En Valencia le habían montado a Franco una manifestación de desagravio. Miles de personas concentradas en la plaza del Caudillo vociferaban insultos y amenazas de muerte en el paredón contra los conspiradores de Munich, y Ventura, unas veces pinchando berberechos con un palillo y otras sonriendo sin quitarse la pipa de la boca, oía en la radio estas bocanadas de odio que desde La Pedrera se expandían hasta el mar. Luego, en aguas de Denia, Franco se pavoneó unos días en el yate Azor y desde La Pedrera se le veía arar la mar entre el cabo de la Nao y Cullera protegido por un destructor de la marina de guerra con varios cañones por banda apuntando al Montgo. A veces fondeaba frente a Las Rotas y desde el yate mandaban una falúa al restaurante El Pegolí, donde le tenían preparada una paella de pollo y conejo con un «Viva Franco» y un «Arriba España» dibujados con aras de pimiento rojo sobre la extensión del arroz. En algunos bares de la calle Marqués de Campo, al comentar este alarde alguien preguntó: «¿Esverdad que se han atrevido a escribir el nombre de Franco con pimiento rojo? Se necesita valor. Los hay que los tienen bien puestos». Frente a estos hechos, Ventura me consideraba un frívolo porque sólo me interesaba la bajamar extasiada que hacía aflorar los erizos en los fondos de roca cerca de las calas, la luz inmóvil del mediodía que condensaba el aroma de brea en el muelle, donde los gatos dormían sobre las redes tendidas. Tal vez ser escritor consistía en saber expresar con las palabras exactas la sensualidad de la bruma dorada que se levantaba y se abría hasta dejar un sol blanco suspendido en la mente. Esa era mi filosofía. Pero Ventura me dijo: «¿Sabes qué es la filosofía? Según Joan Fuster, la filosofía consiste en agarrar a una vaca por los huevos». Ningún contubernio, ninguna política por muy honesta que fuera me conmovía, sino el resplandor en los párpados cerrados como una verdad cierta e indemostrable, eso era lo que me gustaba… Por otra parte, mi fe en Dios ya se había balanceado en el firmamento en las noches de verano bajo las vagas estrellas de la Osa. Cada verano yo hacía firmar al propio Dios en el libro de visitantes ilustres de Denia y mi idea era que debía comportarse como un buen turista alemán aunque fuera teólogo, y aceptar las reglas de este paraíso: no molestar, no alterarla siesta de nadie, no tener ninguna iniciativa, dejar que la cadencia de las horas dulces se posara en el corazón y no tomar nunca represalias contra ninguna clase de placer. Ésa era mi teología. Yo entonces aún creía en un Dios sonriente y hablaba de esto con Ventura mientras tomábamos una cerveza en las terrazas del puerto a la sombra de los plátanos siguiendo con los ojos a las primeras chicas de piernas largas y sandalias grecolatinas. El talante consistía en estar delgado, en saber alemán, en ser un poco cínico, malvado y despectivo contra toda la caspa franquista y los emblemas de la España negra. El placer de la cultura entre los exquisitos ya no podía separarse del goce de los sentidos. El marxismo se había convertido en un método de trabajo, pero lo elegante consistía en ir un poco más allá, donde estaban los dioses inmorales que le hacían a uno feliz por cuenta propia y comprometido sólo consigo mismo sin tener que responder ante el elemento de la célula encargado de la ortodoxia.
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