Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Al parecer Franco se había dado cuenta de que su reacción ante el Congreso de Munich había sido un grave error. Unas semanas después, el 10 de julio de 1962, liquidó al ministro Arias-Salgado, que ocupaba el cargo desde 1951 y al que Franco hacía responsable de la histeria de la prensa sobre Munich. El ministro sólo sobreviviría unos días a su destitución. Herido en el alma al perder el favor de su Caudillo, murió de melancolía, como en las viejas crónicas, en la escalera de su casa en la calle de Hermosilla. La noticia llegó mientras tomaba uno de aquellos aperitivos con Ventura en un bar del puerto de Denia: «Los españoles ya no tenemos la obligación de ir al cielo a patadas. Podemos elegir con toda tranquilidad el infierno que más nos guste», dijo Ventura elevando como brindis una pata de pulpo seco. «Quiero ir a un infierno donde haya palmeras», contesté con otra para de pulpo en la mano.

A Gabriel Arias-Salgado le sustituyó Manuel Fraga en el Ministerio de Información y Turismo. Su principal misión consistía en mejorar la imagen internacional del franquismo. Todo quedó muy claro en su discurso de toma de posesión: «Llevamos veinticinco años en los que, con un nuevo estilo y un jefe inigualable, se ha realizado una obra que vamos a continuar para llenar esa importante página de la historia que ya está escribiendo el Generalísimo Franco. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!». Para empezar, fue recibido por una huelga de mineros en Asturias, silenciada completamente por la prensa. En todo el país se desató una gran campaña de solidaridad. Muchos huelguistas fueron detenidos, torturados y encarcelados, a algunas de sus mujeres combativas se les rapó el pelo al cero. Ramón Pérez de Ayala, Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, Fernando Fernán Gómez, Aranguren y hasta cien artistas e intelectuales publicaron una carta exigiendo información sobre los sucesos de Asturias. Fueron represaliados. Mientras tanto, Fraga inauguraba paradores, bautizaba costas, levantaba muros de cemento en los litorales, a medias entre el fascismo y la especulación, ambas pasiones ponderadas por el mal gusto a cargo de promotores de cuello gordo, analfabetos y con mucha barriga. La Guardia Civil aún se paseaba por la arena de las playas con mosquetón al hombro y la testa charolada y apuntaba sólo con el dedo el esternón de las chicas en biquini, que quedaban paralizadas de espanto. Las actrices de cine salían de la bañera siempre envueltas con una toalla y Fraga comía nécoras con cuchara, se bañaba en Palomares con calzones antinucleares, que resistían a las bombas de hidrógeno, pegaba escopetazos de perdigones en el culo de la hija de Franco en las cacerías y cortaba el hilo del teléfono de un tijeretazo si el interlocutor se ponía pesado. En caso de tener una amante, habría sido de esos que suben a su apartamento, dejan el taxi esperando en la calle, arriman a la mujer de pie contra un armario y con los pantalones en los tobillos, sin quitarse los zapatos, se satisfacen y luego bajan disparados, se largan al primer bar y piden también a toda prisa una de calamares y se ponen a jugar a los chinos. Eran los tiempos en que Adolfo Suárez todavía bajaba a comprarle tabaco a Herrero Tejedor, ministro del Movimiento.

A cada cambio de gobierno seguía una condena a muerte. Franco se aseguraba así la firma solidaria de la sentencia capital de los nuevos ministros para tenerlos trincados hasta el fondo de la conciencia. Poco después de llegar Fraga al ministerio, se produjo la captura, juicio sumarísimo y ejecución del militante comunista Julián Grimau. Fraga también se tragó con gusto el anzuelo.

1965

Julián Grimau recibe el último plomo de la guerra civil y el padre Aguirre se convierte en una estrella, cazador de mariposas

Jesús Aguirre quería dejar atrás los traumas familiares y provincianos de Santander. Amparado por monseñor Federico Sopeña, obtuvo un empleo de vicario en la iglesia de la Universitaria y allí se convirtió en una estrella. En 1963 también ejercía de capellán en el Colegio Mayor César Carlos, donde se hospedaban posgraduados que preparaban oposiciones a cátedra universitaria, a diplomacia y a altos cuerpos de la administración del Estado. Era un colegio de élite, ubicado en un elegante chalé de la colonia Metropolitano, con perfume de buenas maderas, escaleras alfombradas, vitrales emplomados y lámparas de mil lágrimas, todas de felicidad para no más de treinta escogidos residentes. Comenzó como un reducto falangista, fundado por un Rodríguez de Valcárcel, para terminar siendo un foco de rebeldía liberal. Allí Jesús Aguirre zascandileaba, tal vez bendecía la mesa y conspiraba consigo mismo. Iturriaga, un alumno que luego fue embajador, se lo quitaba de encima: «Anda, Jesús, vete a merendar y no me des el coñazo». Allí conoció a Raúl Morodo, a Elias Díaz, a García Añoveros, a Pío Cabanillas, quien llegado el momento lo nombraría director general de Música, y a Matías Cortés, que un día le presentaría en Marbella a los duques de Arión y a través de ellos a la duquesa de Alba, una bifurcación esencial de su vida.

Aguirre nunca tuvo buenas relaciones con las autoridades eclesiásticas oficiales: ni con el arzobispo Morcillo, un antediluviano que por vergüenza había hecho cambiar el nombre de su pueblo Chozas de la Sierra por el de Soto del Real, ni con el obispo Eijo y Garay, que iba al trinquete de Recoletos en compañía de una amiga coja. En cambio, se llevaba muy bien con monseñor Benelli, brazo derecho del nuncio que luego sería papable. Paradójicamente, Tierno Galván y Nicolás Sartorius, ambos ateos formales, le introdujeron en la nunciatura y, dejado a su aire, al poco tiempo, Jesús Aguirre ya tomaba por las tardes un té con pastas con el representante del Vaticano charlando de fiorituras teologales.

En 1963 Jesús Aguirre trataba de hacer compatible la musicología de Adorno con el apostolado sociológico entre las élites progresistas de Madrid, quería disolver la teología de Romano Guardini con la estética idealista y el neomarxismo crítico de Walter Benjamín con una misma pulsión de amor a Cristo y al martín seco, formando con ello una sola mística. Así comenzó a flotar entre la minoría selecta del Colegio Mayor César Carlos, cuando en las sobremesas les hablaba a sus amigos de la unidad precristiana de Plotino bajo el tintineo de cucharillas y tenedores de alpaca.

Era un tiempo en que los televisores en blanco y negro de veinte pulgadas con cortinilla y coronados con flores de plástico lanzaban los primeros frigoríficos al aire de una España de clase media envuelta en espuma de jabón Lux. A las amas de casa desde la pantalla se les aconsejaba que fregaran los platos con un determinado detergente que dejaba las manos suaves para la caricia nocturna. Al Seat 600 lo acababa de adelantar por la derecha el Renault Dauphine en su escapada a Benidorm cuando en los cines de Italia se exhibía la película Il sorpasso de Vittorio Gassman con una musiquilla del claxon, el himno de la modernidad desenfadada que pronto traería a España un sueño de descapotables.

La gente entreveía ya el primer placer del consumo de pollos al ast entre boleros de Los Cinco Latinos y bailes muy pegados de sudor perfumado en Micheleta con aquellas chicas de faldas tubulares, cuando un día a la superficie de una sociedad dispuesta a olvidar la aciaga desdicha del pasado, afloró de pronto el nombre de un clandestino desde el fondo negro del franquismo. La noticia consistía en que un comunista llamado Julián Grimau, hombre al parecer muy importante y peligroso, se había arrojado al vacío por una ventana en la trasera de la Dirección General de Seguridad. Ese nombre acaparó la conversación en las redacciones de los periódicos y los claustros de la universidad hasta terminar por apoderarse de las sobremesas familiares. Poco a poco se iban sabiendo cosas, Julián Grimau pertenecía al comité central del Partido Comunista y había sido enviado a Madrid por la dirección desde París. Fue delatado y en noviembre de 1962 la policía lo detuvo en un autobús cerca de la plaza de las Ventas, como no podía ser de otra parte dado que se trataba de una misma forma de lidia ibérica. Durante los interrogatorios en la Puerta del Sol se dijo oficialmente por medio del ministro Fraga que el convicto había tenido un trato exquisito, pero que en un momento de descuido se había subido a una silla y, aunque iba maniatado con formidables esposas de gran calidad, pudo abrir una ventana y de forma inexplicable había logrado saltar a la calle desde un despacho del tercer piso hasta el asfalto de un callejón, donde cayó como un guiñapo entre unos furgones de policía allí aparcados. Junto a aquellos furgones había uno preparado por la funeraria, según contaron algunos testigos, pero había sobrevivido de milagro con graves heridas en el cráneo.

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