Ridruejo tenía un bodegón de Zabaleta, con una jarra, unos panes y un florero. Concertamos el precio, según mis conocimientos del mercado del arte. Luego hablamos de política. De cualquier cosa. Realmente de aquel hombre enteco, que a simple vista no tenía salud, emanaba una elegancia moral y fortaleza interior absolutas. Estaba creando el partido socialdemócrata, cuyos militantes cabían en un taxi, entre ellos Juan Benet, con todas las bendiciones del padre Aguirre. La operación de arte fue rápida y correcta con ayuda de Juana Mordó.
El éxito me llevó a recibir otra llamada. Esta vez al otro lado del teléfono estaba la mujer de Laín Entralgo. También quería vender un Zabaleta. Acudí a su casa, un piso muy profesoral situado en el ático de un pabellón universitario de la Moncloa. Primero hablamos de literatura. Iba a publicar un libro en Taurus con el padre Aguirre. Laín conservaba la serenidad y nobleza en el porte que me recordó a la descripción que hizo de él Juana Mordó cuando lo vio en el Ateneo en los años cuarenta dando una conferencia y quedó admirada por su diseño varonil orlado por dos donceles falangistas con estandarte. El Zabaleta de Laín también era un bodegón. El pintor pudo haber regalado a sus amigos un cuadro de pastores, que era lo más cotizado; pensé. Si fue lanzado al mercado con las bendiciones de estos intelectuales, me parecía un acto más de su famosa cicatería. A Laín también lo despachó con otra jarra, unos panes y un florero. La operación fue rápida y correcta. Tanto Ridruejo como Laín recibieron el dinero, como un don llovido del cielo y a la vez como una materia vulgar que manchaba las manos.
El segundo éxito provocó la tercera llamada. Luis Rosales tenía otro Zabaleta, otro bodegón, éste de mejor calidad, puesto que tenía un paisaje al fondo y estaba pintado con una paleta más alegre. Estaba citado a las diez de la mañana en su casa de la calle Altamirano y era cerca de Navidad. Un altavoz derramaba villancicos sobre los puestos del mercado de enfrente. Mientras los pastores iban a Belén a ver al Niño en la cuna, de pronto un tipo que vendía pollos salió de una tienda diciendo que habían matado a Carrero Blanco. A esa hora ya se sabía que no había sido una explosión de gas y en los corrillos de la acera se contaban algunos pormenores del atentado. Había sido ETA. Había volado por los aires. Su coche había caído en una terraza interior de un patio del colegio de los jesuitas. La operación del tercer Zabaleta fue correcta, pero no tan rápida porque una sombra muy negra cayó sobre Madrid, aunque muy pronto se puso de moda ir por la noche con una botella de champán a celebrarlo junto al enorme socavón de la calle Claudio Coello. Por fin el dinosaurio un millón de años hibernado comenzó a mover el rabo.
Muertoelperroempezólarabiaybajo unanubedegaseslacrimógenosaparecieron lasdistintasfigurasdelteatro.
Puesto que Franco había gobernado España durante treinta y nueve años como un cuartel, llegado el momento su muerte consistió en entregar su cuchara del rancho al sargento, que en este caso era el propio Satanás. El dictador se despidió de este mundo con cinco penas de muerte, que fueron ejecutadas en Hoyo de Manzanares al alba un septiembre negro en la noche más larga, mientras en la radio sonaba Con un sorbito de champán, de Los Brincos, y todo el mundo empezaba a creer que llegaban nuevos tiempos a España. Flanqueado por el brazo incorrupto de Santa Teresa, por el manto de la Virgen del Pilar y por toda suerte de reliquias, incluida la sangre sólida de San Pantaleón, su cuerpo formaba la parte menos interesante de un circuito de cables adherido aun monitor cibernético. La habitación de la clínica era a medias un cuadro de la España negra de Solana y un puesto de control aeroespacial) preparado para un despegue inmediato. Puertas y rampas.
Antes de ser trasladado al hospital de La Paz, los progres acudían a El Pardo en peregrinación nocturna a enterarse de la cuenta atrás, y el próximo fin del dictador era celebrado con solomillos de choto, de venado, conejos con tomate, platos típicos de los mesones de El Pardo. «¿Cómo está?», preguntaba el recién llegado a la mesa del restaurante. «Cómo está quién, ¿Franco o el conejo?», contestaba algún comensal. Franco desarrollaba heces en forma de melena y una noche fue operado de fortuna iluminado con faros de camión en las cocheras del propio palacio. Por un artículo en Hermano Lobo en que comentaba este detalle fui llevado a declarar ante el juez Chaparro, el mismo que poco después me encausó por desacato por otro artículo titulado « Paracuellos, mon amour », un delito común que no mereció ser contemplado por la ley de amnistía, aunque el fiscal Jesús Chamorro me rescató en el último minuto cuando ya estaba preparado el estoque.
Los españoles habían dejado morir a Franco en la cama. Algunos piensan que si no se hubiera retirado su capilla ardiente instalada en el Palacio Real, todavía hoy seguiría allí la cola petrificada de patriotas y curiosos que no estaban dispuestos a perderse la última visión del magnífico fiambre, unos para rendirle homenaje brazo en alto, otros para cerciorarse de que estaba realmente muerto. Tal vez sobre esa cola inmóvil habrían caído nevadas, vientos y soles, año tras año, pero por puro azar de la historia bajo una losa de mil kilos fue enterrado el dictador en Cuelgamuros, y desde sus propios genitales brotó una enorme cruz de granito de ciento cincuenta metros de altura llena de ángeles y evangelistas, prueba evidente de su complejo de castración. Era un rumor consolidado que a Franco en la guerra de Marruecos, con el tiro que le dieron en la barriga le habían volado también la bolsa con ambos atributos. Según los médicos se salvó de la septicemia porque antes de salir del cuartel cargado de hierros a matar moros por las trochas de Tetuán, esa mañana sólo había tomado un vaso de leche, como era su costumbre. El efecto mariposa de ese vaso de leche causó en España la tragedia de una guerra civil, seguida de una férrea dictadura de cuarenta años, que produjo después de la paz mas de cien mil inocentes fusilados y enterrados en barrancos y cunetas.
Que los muerdos entierren a los muertos, dijo el Señor en mala hora. Con los primeros pistoletazos fascistas de la Transición en el asfalto, Alfonso Fierro, cansado de un negocio que no entendía, revendió Taurus a su antiguo propietario y fundador Pancho Pérez González, personaje mítico de este sector. Las oficinas de la editorial se trasladaron a la calle Velázquez, 76, y el palacete de la plaza del Marqués de Salamanca pasó a la mitología con sus sombras de fiestas en el esfumado jardín. Al cambiar de lugar, la editorial también cambió de perro. El dálmata de Jaime Fierro que paseaba en el palacete entre libros se transformó en un enorme mastín blanco que entraba y salía de las oficinas de Taurus en la calle Velázquez, llevado con correa de lujo por Pedrusco, un joven y fornido anticuario, nuevo amigo de Aguirre.
Eran tiempos de gases lacrimógenos y de balas de goma, de saltos en la calle, de pancartas, gritos, pareados políticos y estampidas. Santiago Carrillo iba por Madrid emboscado bajo una peluca color tapa de piano. Comía con su millonario protector Lagunero en restaurantes de lujo para disimular su identidad amparado por una docena de ostras y era refugiado por los camaradas de casa en casa. El poeta maldito Carlos Oroza se había ligado a una francesa en el café Gijón. Ella le pagó la habitación en el hotel Nacional, frente a la plaza de Atocha, para ejercer una siesta del fauno. A media tarde comenzaron a oírse bocinazos y sirenas de la policía y hasta la cama llegaban los gritos de una manifestación de los obreros de la Pegaso. La chica preguntó muy alarmada: «¿Qué pasa ahí abajo, amor?». El poeta se levantó, fue hacia la ventana, apartó un visillo, miró la calle y se volvió a la cama. «Tranquila, sólo es una cosa de pobres», dijo muy seductor.
Читать дальше