Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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No obstante, pasó una hora y no se presentó ningún señor que le dirigiera una mirada que no fuera de asombro al ver a aquel joven con sotana en una cafetería, un hecho extraño en aquella época. Jesús Aguirre se fue deprimiendo a medida que pasaba el tiempo, una vez que prácticamente todos los clientes del establecimiento se habían renovado, incluso el turno de los camareros que atendían a las mesas. «¿Desea usted alguna cosa más? ¿Está esperando a alguien, padre?» Era una ironía que le llamaran padre, precisamente. Muy nervioso, pidió la cuenta y tuvo que abandonar el local para no perder el tren. En el camino a la estación en el taxi, el locutor hablaba del gol que había marcado Kubala a pase de Manchón contra el Sevilla de Campanal en el partido del domingo anterior, según recordaba años más tarde, puesto que aquellos pormenores estaban grabados a fuego en el corazón humillado.

Lo intentó por segunda vez, siendo ya editor, en una fiesta de Taurus en la terraza Martini de Barcelona, después de haber pasado por el sótano de Gil de Biedma, tan negro como su reputación, según contaba el poeta en un verso. Eran los tiempos de la gauche divine. Estaba eufórico y un poco pasado de alcohol. Antes de desembocar en Boccaccio para hacerse el malvado sobre los peluches de terciopelo rojo entre Carlos Barral, José María Castellet, Gil de Biedma, Oriol Bohigas, Teresa Gimpera y Terenci Moix, que actuaba de acarreador de chismes de mesa en mesa, Jesús Aguirre hizo una parada en el bareto Boadas, en una esquina de la Rambla, y excitado por el público que abarrotaba el local marcó el teléfono que se sabía de memoria. El aparato no funcionó. Los teléfonos de Barcelona habían añadido una cifra, pero bastaba con marcar un prefijo determinado para solucionar el problema, según le dijeron después sus amigos en Boccaccio. Esta vez desde el santuario de la gauche divine entre la alegre algarabía de sus amigos, echó otra piedra en el estanque y al otro lado del hilo saltó una voz de mujer muy amable, que permitió ser interrogada. El teniente coronel Prats había sido trasladado a Madrid, a un cuartel de Campamento. Jesús Aguirre tomó nota de la nueva dirección.

Sucedió en la galería de arte de Juana Mordó, en la calle Villanueva, durante una exposición de los pintores de El Paso, en homenaje a Manolo Millares, muerto en agosto de 1972. Juana Mordó había pedido a José Luis Aranguren que diera una pequeña charla en la galería para presentar su libro Erotismo y liberación de la mujery que dijera unas palabras su amigo Jesús Aguirre, aunque el libro estaba editado por Ariel, algo que el propio Aguirre consideró una amable trampa. Iba a intervenir también un cuarteto de cuerda con unas piezas cortas de Boccherini. El acto venía anunciado en la agenda cultural de los periódicos, de forma que la galería se llenó de una fauna muy escogida, con los primeros coleccionistas de arte abstracto, arquitectos, ingenieros y publicitarios, a los que había que añadir artistas e intelectuales contestatarios cuyos nombres eran muy habituales en las firmas a pie de los manifiestos contra el régimen franquista.

Moviendo el hielo del whisky lentamente con la yema del índice en un piso de soltero de la plaza de María Guerrero, número 2,varios años después de aquello, Jesús Aguirre aún recordaba el momento en que se presentó en la galería aquel caballero pulido y encorbatado, con un diseño exterior que a simple vista no se correspondía con el resto de la concurrencia, adornada con barbas y melenas, vaqueros, chamarras y zapatones. En las palabras de bienvenida Juana Mordó había recordado la sorpresa qué se llevó un día ya muy lejano al saber que Aranguren existía de verdad y que no era un pseudónimo de Eugenio d'Ors y que precisamente en las tertulias de su casa en la calle Rodríguez Sampedro había conocido también a Jesús Aguirre. Después Jesús Aguirre habló de su vieja amistad con el profesor desde sus años de Comillas, de Munich y dé la iglesia de la Universitaria. Al final de la charla, en la que Aranguren había exaltado la figura de la mujer en la sociedad hasta límites orgiásticos, comenzó a sonar Boccherini en medio de un silencio ya tosido, y fue entonces cuando se abrió la puerta y entró aquel hombre en la galería, se colocó de pie en la última fila, cruzó los brazos y fijó la mirada en Jesús Aguirre de forma obsesiva. «Sin conocerlo ni haberlo visto nunca, al primer golpe de vista supe que aquel hombre era mi padre»,confesó. Mientras el cuarteto de cuerda tocaba LaTirannaSpagnola,op.44, Jesús Aguirre no cesó de escrutar con todo pormenor a aquel ser que formaba parte esencial de su subconsciente. «Esto es cosa de Juana Mordó, de Aranguren y de Laín Entralgo, una conspiración entre los tres para que me enfrente de una vez con mi pasado», pensó. En las paredes de la galería estaban colgadas las arpilleras de Millares, sacos rotos y alquitranados con brochazos de sangre; los cristos crucificados de Saura; algunas alambradas y botas militares de Canogar; las cuchilladas de color amarillo de Viola, sacadas de las mangas de los personajes místicos de El Greco. Al final del acto se pasaron unas copas de champán y alguna bandeja con caramelos de fresa y de menta. Entre las cabezas del público apiñado en las dos salas, Jesús Aguirre y aquel hombre se buscaron y después de algún esfuerzo por abrirse paso se encontraron junto a una arpillera de Millares. «¿Me puedes explicar qué significa este cuadro tan horrible?», le preguntó el hombre. «Imagínate que son mis despojos después de haberme atropellado un tren», contestó Jesús Aguirre. «Por si quieres que hablemos, he reservado mesa en el restaurante La Corralada, está aquí al lado, los dueños son de Santander, me han dicho que preparan unas albóndigas extraordinarias», dijo el hombre como toda respuesta. No fue una cena muy agradable, tampoco demasiado ruda. Sentados a la mesa, se produjo entre ellos un silencio muy tenso. «Siempre imaginé que serías más seductor, más guapo», fue lo primero que dijo Jesús. «Un año fui lo suficiente guapo y gracias a eso estás tú aquí en este mundo. Después de todo, no te ha ido tan mal en esta jodida fiesta», respondió el hombre. «Mamá me contó que cuando vino a dar a luz a Madrid a escondidas como una furcia se cruzó en el ascensor del hotel con tu mujer.» El hombre hizo una mueca de indiferencia: «Es posible. Bueno, ¿y qué? Después de tantos años ¿no irás a reñirme ahora?». Jesús insistió: «Y seguiste diciendo que eras soltero y que te ibas a casar». El hombre pinchó una albóndiga con el tenedor: «Nada dé melodramas, por favor. Por lo poco que sé de ti, no creo que sea tu estilo. No vayamos a joderla a estas horas. ¿Quieres mi apellido?». Jesús Aguirre negó con la cabeza: «Prefiero que comamos juntos estas albóndigas en paz. Sólo quería unir tu nombre a un rostro. Con eso me basta». El teniente coronel se quedó con la sonrisa de admiración y después continuaron hablando de otras cosas.

Esta escena la recordaba Jesús Aguirre aquella tarde de 1977 mirando a través de la ventana el último sol que doraba los cipreses y acacias de la plaza de María Guerrero, en la colonia de El Viso de Madrid, cuando recibió la llamada de Pío Cabanillas, ministro de Cultura, su viejo compañero del Colegio Mayor César Carlos, en que de forma ambigua le insinuaba que la reina doña Sofía y el presidente Adolfo Suárez parecía que no pondrían ningún reparo a su decisión de nombrarlo director general de Música. Semejante noticia le hizo saltar de la butaca, pero Aguirre trató de disimular su euforia. No era elegante expresar tanta alegría y se sirvió del ardid de poner una condición, por otra parte anodina. Sólo aceptaría el cargo si lograba que José María Guelbenzu le sucediera como director de Taurus, algo que se consiguió sin ninguna dificultad, dado el talento y la ideología del escritor.

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