Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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El vástago Ramón estudió el bachillerato en el Liceo Francés, creció ancho de espaldas delante de Dios y de los hombres, logró las mejores notas con un talante de apisonadora. Un entusiasmo febril le impulsaba a ser el primero en todo, incluso en el amor a Cristo o en las carreras de cien metros lisos. Por ley natural, terminó la carrera de Derecho con un saco lleno de matrículas de honor, y se doctoró, ¿es necesario decirlo?, con premio extraordinario; estudió Ciencias Económicas, y repitió en ella el paseo por las cimas después de arrodillarse ante el padre Aguirre en el confesonario de la iglesia de la Universitaria. «¿Cuántas veces, hijo mío?», le preguntaba el padre Aguirre previo pescozón en la mejilla. «Muchas, muchas, más que nadie, padre», contestaba el también aguerrido y plusmarquista pecador.

Un toque de London School of Economics, un baño de Mercado Común en Bruselas, un último barniz de Ginebra como reflejo de Naciones Unidas y el producto ya estaba listo para consumir. Ramón Tamames se hizo técnico comercial del Estado. Dio clases en una academia, y con aquellas lecciones fabricó el libro Estructura económica de España; entró de profesor ayudante en la facultad, consiguió llegar a catedrático e iba con el maletín soltando conferencias por doquier a cien por hora con aires de galán intelectual.

A este vástago de famosos cirujanos taurinos le dio por la política y llevó a ella el mismo empuje de leñador con una visión apoteósica de las cosas. En el Congreso de Roma en 1976 fue elevado por Carrillo a un puesto en el comité ejecutivo, y ya que la política entonces era cosa de gente joven y guapa, todos le aclamaron como a un delfín en competencia con Felipe González, quien gustaba a las amas de casa por su atractivo físico y a los hombres por su labia. Tamames miró alrededor y se vio rodeado con espanto de fresadores, jornaleros y peones de albañil, pero seguía subiendo cimas y se escalaba a sí mismo por la pared norte todos los días con grandes golpes de tacón, basculando el tronco a contramano del péndulo de la corbata. Tenía una mujer de una belleza espléndida, hija del catedrático Prieto-Castro, y con ella se iba a bailar a la discoteca Mau Mau, mientras Carrillo iba emboscado por Madrid y un día aterido de diciembre de 1976 se apareció a los suyos sin peluca detrás de una cortina.

Guando llegó la democracia, en los altos despachos algunos caballeros del régimen y otra gente biempensante de la sociedad madrileña se hacían cruces al enterarse de que ese muchacho fuera un rojo siendo tan guapo y de buena familia. Nadie se explicaba que un comunista no llevara barba. Creían que estaría cabreado por algo que no se sabía. En cambio, los de la base se sentían orgullosos de él. Era un rojo homologable a escala europea, con un diseño tipo Berlinguer, rico, infatigable y con un guiño de modernidad, lo que se dice un rey de simposio. Tamames también creía que el comunismo español iba a ser como el italiano, algo no reñido con el aperitivo de Campari en las terrazas de moda, una fuerza social mayoritaria muy ciudadana, poco campesina, elaborada por intelectuales con melena, gafas de gordos barrotes y trenca con capucha, un caldo de política casi erótica donde podría nadar estilo mariposa y llegar, como siempre, el primero a la meta.

Paco Fernández Ordóñez me contó un día ante unos huevos estrellados de Casa Lucio que en un Consejo de Ministros del gobierno de Adolfo Suárez, en medio de una crisis, alguien propuso como ministro de Economía a Ramón Tamames. Ordóñez advirtió: «Por mi parte estaría encantado, pero ¿cómo vamos a justificar la presencia ¡de un comunista en el gobierno de UCD?». Simplemente a Ramón Tamames, en el subconsciente, sólo se le consideraba un chico listo de una buena familia de derechas con apellido muy sonoro.

Tamames se equivocó. Felipe González le había ganado la partida. Lo que se esperaba de los comunistas lo hicieron los socialistas. Unos años después, sus amigos de facultad estarían en el poder; unos, sentados en el Gobierno; otros, de pie en la sala de espera, y todos eran demócratas finos y reían con el esplendor de dientes de quien ha conseguido meter sus sueños por el ojo de una aguja, como los famosos camellos de la parábola. Desde la oposición anfibia, Ramón Tamames le pidió a Santiago Carrillo una oportunidad. «Bueno, tú serás concejal.» Había logrado todos los premios, había escrito gruesos volúmenes, había dado conferencias y mítines con mucha garra popular, estaba en la sede del partido la noche de Sábado Santo cuando lo legalizaron y allí recibía a los camaradas con los brazos abiertos, se había descamisado en las fiestas de la Casa de Campo, se había puesto gorritos de verbena y había bebido botas de vino común con sonrientes braceros sólo para llegar a teniente de alcalde y encargarse de la grúa municipal, mientras los socialistas se habían limitado a aprovecharse de la ola de surf para subir a la cresta del Gobierno. A partir de ese lance llegó el resentimiento.

Jesús Aguirre comenzó a escribir artículos en ElPaís. García Hortelano decía que, una vez escritos, Aguirre llamaba a un secretario y le mandaba que echara las comas como la sal de un salero. Eran el resultado de un pensamiento culto y enmascarado atacado por un exagerado perfeccionismo. Poco después entró a formar parte del consejo de ElPaís junto con Tamames. Era un cruce de caminos en el que uno iba a despeñarse ideológicamente en el internacionalismo herbolario, con sus derivados pacifistas, para convertirse en un ser antisistema que se encadenaba ante las centrales atómicas, y el otro emprendería la ascensión hasta el último peldaño de la escala social sin dejar la chaqueta a cuadros, el morral de Yves Saint Laurent y el chal color fucsia, nuevos ornamentos con que se paseaba cada año por la Feria de Francfort. Uno a través del comunismo descubrió el evangelio de las lechugas; a otro, las hechicerías teológicas que aprendió en Munich le sirvieron para aposentarse en el corazón del ducado de Alba.

Uno de aquellos días en que brillaba sobre su cabeza toda la gloria de Francfort, encontré a Jesús Aguirre en la estación de Nuevos Ministerios plantado junto a la cabina del fotomatón como sí estuviera esperando a alguien. Tenía mala conciencia y traté de que no me viera. Otra tarde desolada de domingo, con la estación casi deshabitada, lo volví a encontrar en el mismo lugar. Simulaba leer un periódico. Me produjo una sensación inquietante, cómo un tipo tan esteta podía estar allí, pensé, aunque yo desconocía cualquier tiniebla del personaje. Alrededor había mozalbetes con una pinta extraña. Esta vez cruzamos las miradas. Mientras me acercaba a hablarle, Aguirre parecía estar buscando una excusa para justificarse. «En Madrid, en domingo, no hay forma de hallar un sitio donde te vendan un sello», me dijo.

1977

Comienza a sonar música sinfónica para dorar los recuerdos. La barcarola de Los cuentos de Hoffmann será la contraseña del asalto al poder

Una tarde de 1977, en su piso de soltero, abigarrado de objetos, las paredes enteladas con colores calientes* con pañuelos de Hermés enmarcados, regalo de Jaime Fierro, removiendo con su índice los hielos del whisky lentamente según las enseñanzas que la gauche divine impartía en Boccaccio, Aguirre confesó que a lo largo de su vida había tomado varias veces la determinación de viajar a Barcelona con el único propósito de conocer a su padre. En un anaquel de su biblioteca, diseñada con madera de sicómoro por Jesús de la Sota, estaban los retratos de Aranguren, de Walter Benjamín y de Enrique Ruano, tres figuras ligadas a su intimidad afectiva e intelectual, que después trasladaría como iconos a su gabinete de duque de Alba en Liria. En aquella especie de boudoir, que era a medias gabinete de trabajo de Sherlock Holmes y laboratorio de distintos placeres a lo Georges Bataille, se hubiera movido con gusto Luchino Visconti. En la estantería tenía también una fotografía de su madre, pero ésta quedó aprisionada dentro de un volumen del teólogo Karl Rahner y no viajaría a palacio sino en un baúl de pertenencias, donde permaneció hasta el fin de sus días. Hubo un tiempo en que había soñado con poder unir a ella la imagen de su desconocido progenitor, de quien en familia se insinuaba y él estaba dispuesto a creer y fomentar que había sido marqués, gobernador militar o capitán general o un alto funcionario del Estado. Esa mitología servía para dorar su biografía con una estética de sonatas de Valle-Inclán. Por estas fechas Jesús Aguirre aún era sólo un editor que apacentaba los libros de Taurus con extrema soltura, aunque no todos se dejaban deslumbrar por su labia. Tenía también enemigos irreconciliables, por ejemplo Rafael Gutiérrez Girardot, cofundador de la editorial y primer socio de Pancho, profesor en Alemania, quien afirmaba que Aguirre confundía la Escuela de Francfort con la de Innsbruck, donde impartía Teología Karl Rahner, y sólo había leído a Adorno en las solapas de los libros que ya había traducido la editorial Losada en Argentina. La primera vez que sintió la necesidad de conocer a su padre fue el mismo día en que recibió también la llamada de Dios y decidió entregar su vida a la Iglesia. Antes de ingresar en el seminario pontificio de Comillas pensó que debía hacer de su parte todo lo necesario por desvelar esa zona oscura de su memoria. Su madre le hizo desistir, todavía resentida, aunque le dio un número de teléfono y algunos datos, que su hijo conservó muchos años en la cartera. Siendo ya un diácono tonsurado, durante unas vacaciones de verano en que desde Munich tuvo que pasar varias horas en Barcelona antes de tomar el tren, después de dejar su equipaje en consigna, sentado en un taburete de la cafetería Moka en la Rambla de Canaletas, pidió una ficha de teléfono y el camarero extrañamente no se la dio mojada, como solía ocurrir en Madrid, según decía Juan Marsé. Algunos clientes no evitaron un gesto de sorpresa al ver a un joven clérigo bebiendo un refresco rojo, tal vez un Viteri Cizaño, con semejante desparpajo mientras marcaba un número en un extremo de la barra junto a la caja registradora. Sonó la llamada al otro lado. Descolgó el aparato una voz adolescente con acento catalán. Jesús Aguirre preguntó sin más por el señor de la casa y, como quien echa al albur una piedra en un estanque, a continuación se produjeron varias ondas de silencio en que el corazón del diácono estuvo a punto de saltar como un caballo entre la botonadura de la sotana. Una voz muy varonil y decidida preguntó quién llamaba. «Soy Jesús Aguirre, de Santander, el hijo de Carmen. Estoy de paso en Barcelona y quisiera verle», dijo balbuciendo. «¿Dónde está usted?», respondió de forma expedita la voz del otro lado. «En la cafetería Moka. Me reconocerá enseguida porque soy el único cliente del establecimiento que lleva sotana.» El interlocutor se mostró de acuerdo. Le dijo que estaría allí en media hora, un tiempo que Jesús Aguirre utilizó para bajarse del taburete de la barra, ir al lavabo, sentarse a la primera mesa de la entrada» fumarse varios cigarrillos, tomarse otro biter Cinzano y simular que estaba leyendo muy interesado el diario La VanguardiaEspañola. Miraba a cada rato el reloj y cuando se hizo más o menos la hora comenzó a observar, a escrutar, a analizar el aspecto de los señores que entraban en la cafetería. Sobre cada uno realizaba un juicio sumarísimo. A unos por gordos, a otros por jóvenes, a otros por viejos, a todos por anodinos dentro de la masa gris de la humanidad, los iba repudiando como hijo. Deseaba que en el vano luminoso de la puerta de cristal se dibujara la silueta de un hombre fuerte, atractivo, jovial, de no más de cincuenta años, con el pelo ligeramente plateado y el rostro bruñido de soles mediterráneos. Sólo así podía ser un padre imaginable, según el retrato de familia, un galán con el diseño del actor italiano Rossano Brazzi.

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