Ahora merodeaba ya por los vericuetos más próximos a la monarquía musical. Le bastaba con una sola boutade volteriana para dejar admirados a todos los comensales si eran aristócratas poco leídos, y esa capacidad de encantador de serpientes le daba la sensación de que él mismo podía enroscarse por el tronco del árbol del Paraíso para morder la fruta prohibida. Todo era fácil, todo le parecía posible. Podía ser la princesa Irene de Grecia la Eva de turnos Jesús Aguirre intentó invadir ese jardín vedado. ¿Por qué no enamorar con un verso de Hólderlin a éste corza huidiza en el verde soto de palacio? Un día el monarca le dijo: «Jesús, por ahí, no. Pon tu fe en otra caza». Jesús contestó: «Majestad, la fe es la salvación, pero no un consuelo». La princesa Irene de Grecia pasó a ser una de las manzanas del Paraíso, que quedó intacta en el árbol de la ciencia del bien y del mal, y entonces Jesús Aguirre, que se movía a sus anchas por los salones de la aristocracia cañí, gracias a su amistad con la duquesa de Arión, se consoló jugando a seducir a la duquesa de Alba.
«Lo mío con Jesús -dijo un día Cayetana -fue un flechazo en toda regla. Yo, que presidía la Asociación de Amigos de la Opera, fui a hablar con él al Ministerio de Cultura. Ya habíamos acabado, y él me dijo: "Espera un poco, que te quiere conocer el ministro". Yo creo que el ministro, que era Pío Cabanillas, no me quería conocer para nada, y que fue un truco de Jesús para alargar la conversación, así que nos quedamos charlando. Cuando estaba a punto de marcharme, Jesús me preguntó si me podía llamar. Le dije que sí. A los dos días fuimos a almorzar, y luego vino otra cita, y luego otra».
Sucedió en el teatro de la Zarzuela durante la representación de Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach. Jesús Aguirre y la duquesa ocupaban el palco principal unidos sólo por el protocolo, pero cuando sonó la barcarola él la tomó de la mano, la miró a los ojos de forma sostenida, sin palabras, y la música de aquel vals lento hizo lo demás. A partir de ese momento se veían discretamente en Liria y en el castillo de Malpica de los duques de Arión, en tierras de Toledo. El le hacía la escena del sofá en tresillos isabelinos, pero desde los ripios del Tenorio era capaz de elevarse a las alturas románticas inmarcesibles de John Keats: coloca tu mano sobre la blancura donde el corazón late. Una de aquellas tardes de otoño, después de una cita secreta en Malpica, de regreso a Madrid entre chopos de hojas amarillas, con las nubes color sangre sobre la sierra del Guadarrama al fondo y encendidos ya los collares de luz que rodean la gran ciudad» «n el asiento trasero del Mercedes k duquesa se puso blanda, le cogió la mano, la depositó sobre el corazón, acercó los labios hasta el oído de Jesús y le susurró muy ardiente: «Jesús, liémonos». Y Jesús respondió: «No es suficiente, no me basta», Pronunció estas palabras con helada autoridad como si diera una orden perentoria al compromiso del sacramento más allá del deseo de la carne.
Después de los encuentros amorosos en Malpica, viendo que las relaciones iban a un ritmo desbarrancado la madre del duque de Arión, Hilda Larios, le dijo a Cayetana: «Asegúrate bien, hija, asegúrate de que todo va a funcionar. Y cuando digo todo, ya sabes a qué me refiero». Algunos vecinos de la plaza de María Guerrero habían visto corretear a Jesús Aguirre a través de las cuatro ventanas de su piso de soltero persiguiendo a algún jovenzuelo, una escena de caza casi pastoril, en la que tal vez se recitaba a Garcilaso. Las juergas griegas que se celebraban en aquel piso de soltero habían dado que hablar entre sus antiguas feligresas, señoras de familias conocidas. De hecho, su casero José Luis Cifuentes quería echarlo, sobre todo un día en que Jesús Aguirre cayó desmayado en la escalera y Georgina Satrústegui, por mediación de la cual había alquilado el piso, tuvo que pedir ayuda a Mabel Pérez Serrano para llevarlo a urgencias del hospital de La Paz. Después de esta caída Aguirre desapareció de Madrid» dijo que no le llamara nadie, se fue a meditar a una playa desierta y al cabo de unos meses regresó ya totalmente desinhibido y dispuesto a vivir libremente. A Mabel Pérez Serrano le dijo: «He reflexionado, he estado solo este tiempo y reconozco que tengo una tendencia sexual distinta».
De momento la duquesa veía en él a un tipo cortés, divertido, brillante, que sabía de todo, que para cualquier pregunta tenia una respuesta erudita o mordaz. Mientras Jesús Aguirre y la duquesa dé Alba se empataban y encarnaban sus sentimientos en gabinetes secretos de algunos palacios y paseaban entre álamos y riachuelos en cortijos, castillos y casas solariegas de amigos que les preparaban y guarecían su nido de amor, en España por un lado se estaba elaborand0 una constitución democrática en el Congreso y por otro se gestaba el huevo de la serpiente en las salas de banderas en medio de la violencia de un parto a contradiós. Por todas partes se oían voces de golpes de Estado. El presidente del Consejo de Estado, Oriol y Urquijo, y el teniente general Villaescusa habían sido secuestrados por los GRAPO, pero Jesús Aguirre juraba a sus amigos de la tertulia de Parsifal que los había visto comiendo paella en La Pérgola de la Cuesta de las Perdices, propiedad de Camorra. El bar Parsifal estaba en una esquina de Concha Espina y paseo de la Habana, frente al estadio Bernabéu. La tertulia de escritores e intelectuales amigos se reunía los sábados por la mañana y uno de aquellos días, de pronto, García Hortelano dijo: «Ya es la tercera vez que veo pasar a la duquesa de Alba por la acera. Se para y mira hacia acá como si estuviera espiando a alguien. El sábado pasado sucedió lo mismo. ¿Qué estará buscando por aquí dentro esa señora?». Jesús Aguirre no se dio por enterado. Mientras este amor clandestino discurría a la sombra de tapices gobelinos y óleos de próceres todavía para él desconocidos, fuera de ese nido de oro el terrorismo producía más de cien asesinados con bombas lapa, coches bomba, tiros en la nuca y en la calle todo eran gritos y pancartas por la amnistía.
Jesús Aguirre estaba en pleno proceso de secularización el mismo año en que el Vaticano también produjo la cosecha de dos papas muertos. Pablo VI había entregado su alma a Dios y la paloma se había posado sobre la cabeza del cardenal Luciani, quien bajo el nombre de Juan Pablo I tardó sólo un par de meses en volar también al cielo. Un día salió al balcón de la plaza de San Pedro, abrazado por la columnata de Bernini, y ante una multitud llena de fervor proclamó que Dios era una Madre, no un Padre, una afirmación que pese a ser muy cierta produjo una conmoción entre los cardenales de la curia romana. A renglón seguido el Papa pidió las cuentas de la empresa y comprobó que el banco del Vaticano invertía gran parte del dinero de las indulgencias en armas y condones. Estaba dispuesto a cortar por lo sano y a impedir este propósito fue ayudado mediante un té bien cargado. Viejos amigos de Jesús Aguirre desde los tiempos en que estudiaba brujerías en Munich, los teólogos Hans Küng y Joseph Ratzinger ahora andaban tirándose silogismos a la cabeza en una gresca escolástica a cara de perro. A todo esto Vicente Aleixandre había ganado el Nobel de Literatura sin haberse levantado de la butaca durante treinta años en su casa de la calle Velintonia, que era la meca de los poetas venecianos, de la experiencia, viejos y novísimos. En los tresillos isabelinos del Congreso algunos diputados socialistas liaban canutos de marihuana mientras se hablaba de los pactos de la Moncloa y en el aeropuerto de Barajas pillaban a Carmen, la hija de Franco, sacando de contrabando las insignias y las medallas conmemorativas de oro que le habían regalado a su padre, gracias a que se había instalado por primera vez un detector de metales y ella lo ignoraba.
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