Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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La vida de Jesús Aguirre comenzó a tomar otra dimensión a partir de ese día. No es que la Dirección General de Música fuera un puesto muy relevante, sólo que le permitía entrar en política y sobre todo conquistar el palco del Real y los proscenios del teatro de la Zarzuela, espacios donde solían posarse cisnes muy blancos, incluso alguno negro. Un jueves, después del Consejo de Ministros, el telediario de la noche iba a dar la noticia y para ese minuto de gloria en que su nombre saltaría a las esferas celestes preparó una pequeña fiesta en casa. Su amigo Pedrusco Diez cocinó una inmensa tortilla de patatas y de ella dieron buena cuenta Javier Pradera, Andrés Pérez-Sierra y Alfredo Deaño. Llegado el momento, Jesús Aguirre arrastró el televisor desde detrás de la cómoda de barco hasta la embocadura de la biblioteca y con un pincho de tortilla en el aire oyó que el locutor proclamaba su nombre. A continuación alguien puso un disco de cuarenta y cinco revoluciones de Las Madres del Cordero, en el que se canta el cuplé Soy director general y enseguida comenzó a sonar el teléfono. El padre Sopeña, su antigua jefe en Santo Tomás de la Universitaria, en esta época director de la Academia de Roma en San Pedro in Montorio, junto al templete de Bramante, le llamó para felicitarlo. Su jefe ahora sería Aguirre. También le dio la enhorabuena seca e irónica su madre. En la terraza Jesús Aguirre bailó y cantó un número de Celia Gámez, en Yola,que dice: «Un millón, sensación, da lo mismo de suspiros que de tiros, un millón es un millón»-. Y así hasta que al clarear el alba comenzaron a piar también los pájaros en la plaza de María Guerrero.

En medio de la pequeña orgía de aquella noche, Jesús Aguirre pronunció con mucha decisión estas palabras: «Voy a conquistar el poder», una frase que repitió tres veces mirando a las estrellas. Javier Pradera no pudo evitarla ironía. Le propuso instalar un trampolín en la terraza, no para arrojarse al vacío sino para impulsarse hacia la Moncloa o al palacio de la Zarzuela, y a cambio de esta idea le pidió bolígrafos, calendarios y gomas de borrar de su negociado como única contrapartida. A altas horas de la noche sonó de nuevo el teléfono. El teniente coronel Ángel Prats le preguntó: «¿Quieres o no quieres mi apellido?». Jesús contestó a su padre, muy alto y enorme: «Me llamo Aguirre y Ortiz de Zarate, con siete apellidos más, alaveses y bilbaínos, y a partir de hoy vas a oír hablar mucho de mí». No sería la primera vez que se iba a conquistar el poder desde una tortilla de patatas: también lo haría, uri grupo de amigos socialistas en Sevilla. Aguirre recordó que Churchill tenía sobre la mesa del despacho un pequeño cartel con esta consigna: «Acción ahora mismo».

Ese año de 1977 había comenzado con una manifestación por la amnistía en que al grito de «¡Viva Cristo Rey!» había sido baleado y muerto el estudiante Arturo Ruiz. Sucedió el 23 de enero y no más de veinticuatro horas después fueron asesinados en un despacho de la calle Atocha los abogados laboralistas. Los sicarios fascistas Cerra, Lerdo de Tejada y García Julia habían vaciado a mansalva el cargador de sus pistolas Super-Star largas de 9 mm sobre los allí reunidos y dejaron amontonados cinco cadáveres y cuatro heridos. Lola González se había librado de la muerte con un balazo en la cara puesto que se había desplomado un segundo antes bajo el montón de cadáveres. Aquella mujer extraordinaria estaba muy metida en el corazón de Jesús Aguirre desde los tiempos en que fue novia de Enrique Ruano. Tal vez por eso en el entierro de los abogados, que fue la puesta en escena en la calle del Partido Comunista, aparece Jesús Aguirre llorando entre la multitud en torno al palacio de Justicia. Después de este entierro, la legalización del Partido Comunista sólo era cuestión de poco tiempo y de muchas agallas, cosa que sucedió en Sábado Santo, antiguamente llamado de Gloria. A medianoche, en la hora en que se supone que Cristo saltó de la tumba del Gólgota como un tapón de champán para inaugurar una era de nuestra historia, comenzaron a flamear banderas rojas junto a la sede en la calle Virgen de los Peligros de Madrid, ante el pánico de los burgueses que salían del teatro Alcázar y del Reina Victoria.

El año de la ascensión de Jesús Aguirre a los palcos del Teatro Real, el país estaba envuelto en una violencia extrema. Algunos militares levantiscos zarandeaban públicamente al ministro de Defensa Gutiérrez Mellado y otros le negaban la mano al presidente Suárez durante una revista a la tropa. ETA asesinaba a un ciudadano cada tres días y los GRAPO redondeaban la cuenta. Ya sin peluca, Carrillo había entrado y salido de la cárcel; había aceptado la bandera española, y después de las elecciones de junio entraron en el palacio de las Cortes los rojos. En el salón de los pasos perdidos hacia la cafetería del Congreso se cruzaban Fraga con Dolores Ibárruri, Calvo Sotelo con Rafael Alberti, Ramón Tamames con Felipe González y todos pedían un café cortado con leche en taza mediana, único propósito en que entonces estaban de acuerdo. |

Dolores Ibárruri, apenas aterrizada un jueves en Madrid, ese mes de mayo se presentó el domingo en Villa Valeria, en la colonia de Camorritos, en los altos del Guadarrama, al pie de Siete Picos, y un grupo de progres le hicimos una paella de pollo y conejo en la que intervine en el momento solemne de echar el arroz mientras ella, sentada en un sillón de mimbre descalabrado, cantaba un zorcico con voz muy modulada. En un paredón de la estación de Cercedilla estaba escrito con grandes letras rojas «¡Muera la Pasionaria!». Y junto a ese grito de muerte pasaban los primeros adolescentes de la nueva generación, que pronto olvidarían el pasado tenebroso de España, cargados con mochilas de colores para escalar las breñas más altas.

Antes de ser nombrado director general de Música, Jesús Aguirre hacía los agostos en Madrid, pero se tomaba unas vacaciones en julio, ese verano en casa de Matías Cortés y Mai, su mujer, en Marbella. Una tarde su amigo dio una copa y por allí, de forma esporádica, cayeron los duques de Arión acompañados por Cayetana de Alba. Aguirre lucía un pareo, barba negra y gafas de espejo como de motorista. Le fueron presentados estos aristócratas y, después de unas intelectualidades, monerías y los chismes marbelleros de rigor, al final, cuando se largaron los invitados y quedaron solos, Jesús dijo a Matías: «Esta tal Cayetana me ha caído de la patada». Camino de casa en su coche, la tal Cayetana dijo a su amiga la duquesa de Arión: «A mí este hombre me ha parecido un fatuo, un impertinente». Matías Cortés no podía imaginar en ese momento el sortilegio que produciría poco después la barcarola de Los cuentos de Hoffmann.

1978

Tomarelpodercomoquienbailaunvalslento, mientraslamanoseelevahacialablancura dondelateelcorazón

En los periódicos comenzó a aparecer la imagen de Jesús Aguirre sentado junto a la reina doña Sofía en el palco del Teatro Real. Su cargo de director general estaba hilado con sonatas, sinfonías, óperas ycantatas, todo eran violines o timbales en medio de pequeños odios, conspiraciones yzancadillas, ya que la música amansa a las fieras pero no a los propios músicos. Con un baile de corcheas, fusas ysemifusas Jesús Aguirre desarrollaba su propia ambición, como un pentagrama, en recepciones, conciertos, cócteles ybesamanos. En ese ambiente nadie como él sabía emitir una sonrisa encantadora acompañada de la frase exacta, inteligente unas veces, otras erudita, irónica o malvada, según le convenía!, pero sabía detenerse antes de parecer impertinente si el que tenía enfrente, aunque lo considerara un idiota, podía servir a sus planes. Era muy agrio con los inferiores, trataba mal a las criados, yde pronto en cualquier restaurante decidía odiar a un señor desconocido sentado a otra mesa. No se sabe si ese carácter era el más indicado para tomar el poder como se había prometido a sí mismo ante un coro de amigos, todos con un gin tonic en la mano, pero en el último momento solucionaba la caída doblando gentilmente la bisagra. Aguirre solía cambiar mucho de ricos ysi iba a una de sus piscinas a bañarse, después venía contando cómo eran las toallas.

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