Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Toda la clandestinidad comenzó a movilizarse. A Julián Grimau se le iba a juzgar por supuestos crímenes cometidos durante la guerra civil, que hacía más de veinte años que había terminado. No había modo de sacudirse aquel cuervo de la conciencia colectiva. Se puso en marcha la recogida de firmas de un manifiesto para salvar a Grimau de la pena de muerte anunciada. A Javier Pradera, miembro del Partido Comunista, le correspondió recabarlas en el Colegio Mayor César Carlos y allí se encontró por primera vez con el capellán Jesús Aguirre, quien muy suelto de ideas y maneras le ayudó a vencer la resistencia de algunos residentes timoratos o dubitativos. Esta circunstancia trágica fue el inicio de una amistad que ya no se extinguiría. No se sabe quién de los dos ejerció en este caso de Capitán Araña. De hecho Jesús Aguirre tuvo la sensación de que Adorno y Wafcer Benjamín estaban de más en esos días de plomo y tampoco servían para este caso las voladuras cósmicas de la teología impoluta de Teilhard de Chardin. En el extranjero hubo conatos de incendiar algunas embajadas españolas y en el bulevar de Saint-Germain de París se realizó una gran manifestación de protesta contra el juicio de Grimau, que había comenzado a celebrarse en los juzgados militares del barrio de Campamento el 18 de abril de 1963, y entre la multitud aparecía tres filas detrás de la pancarta la pipa de Jean-Paul Sartre y no muy lejos de este intelectual comprometido iba una joven brasileña que se llamaba Solange, según vi después en un recorte del periódico LeFígaro, que ella trajo a Madrid en el bolso.

Mientras se celebraba el juicio contra Julián Grimau ardía la Feria de Abril en Sevilla y Jesús Aguirre, que estaba muy lejos todavía de imaginar que un día sería un personaje ducal en la barrera de la Maestranza con un nardo en la solapa, ahora se veía obligado a apearse de las esferas celestes y ensuciarse las manos con la realidad. ¿El famoso compromiso del marxismo podía remediarse con una misa? Después del juicio sumario por supuestos crímenes cometidos ya prescritos sólo cabía esperar que Franco conmutara la pena de «muerte a la que había sido condenado el reo sin deliberación del tribunal. «Que pase la viuda del acusado», se decía en estos casos.

Al mismo tiempo que sucedía esta tragedia política Berlanga estaba rodando la película Elverdugo, con guión de Rafael Azcona. En este alegato contraía pena de muerte el encargado de ejecutar la sentencia tiene que ser arrastrado a la fuerza hasta los palitroques del garrote por los funcionarios de prisiones al negarse a cumplir con su oficio. Guando se estrenó esta película Julián Grimau acababa de ser ejecutado y también en su caso, como una premonición de arte, hubo una resistencia por parte del pelotón de fusilamiento. En teoría le correspondía a la Guardia Civil apretar el gatillo, pero su director alegó que sólo tenía la responsabilidad de custodiar al reo. Por su parte, el capitán general se negó a que fuera ejecutado por militares de carrera. Fue el propio dictador quien dio la orden de que a Julián Grimau lo fusilara un pelotón de soldados de reemplazo que, sin experiencia, al parecer, según los testigos, tuvieron que disparar hasta veintisiete balas sin acertar mortalmente con ninguna y hubo de ser el teniente el que rematara al reo con un tiro de gracia en la nuca. Este militar acabó años más tarde en un psiquiátrico al no lograr disolver este crimen en su conciencia.

Mientras el futuro ajusticiado estaba en capilla, Jesús Aguirre convocó a sus fieles más próximos y comprometidos a una misa casi clandestina en la Universitaria por la suerte del alma de Julián Grimau y para la ocasión lució una casulla negra con grecas de plata, y previendo que a esa hora ya estaría muerto oró un responso con hisopo cuya agua bendita lanzó al vacío, y para eso se invistió con una capa pluvial también tan negra como la España que trataba de exorcizar. Este acto litúrgico fue considerado como una proeza por lo que pronunció en la plática. La Iglesia fue fundada por un inocente condenado a muerte y sigue siendo un escándalo que, pese a tener a un crucificado inocente como símbolo, sea partidaria de la pena de muerte y haya callado una vez más en este caso. ¿Dónde están nuestros obispos? ¿Por qué es de plomo también su silencio?

Pero en la televisión la escueta noticia del cumplimiento de la sentencia capital de Grimau en la madrugada del 20 de abril de 1963 fue acompañada de imágenes de Ava Gardner y de Orson Welles en la Feria de Sevilla, de anuncios de Soberano, de lavadoras Balay, de la tortilla de patatas familiar los domingos entre los pinares de la sierra, del horizonte de Marbella donde se decía que había fiestas paganas junto a piscinas en forma de riñón.

«¿Tú eres partidaria de la pena de muerte?», le pregunté a la explosiva Solange. «No soy partidaria de la pena de muerte por la simple razón de que un día me la podrían aplicar a mí», me contestó. En Madrid una de mis hazañas en ese tiempo había consistido en beberme a medias con Solange una botella de ron que le había regalado Sartre en París, al cual a su vez se la había regalado Fidel Castro durante su visita con Simone de Beauvoir a La Habana. A la tercera copa le formulé la pregunta existencialista de rigor: «¿Te acostaste con Sartre?». Me contó algunos pormenores de la conquista. Su primera cita fue en el café de Flore, con la pipa interpuesta y los requiebros sinuosos a través del humo con sabor a chocolate. Dado el cuerpo explosivo de la chica y la admiración que sentía por el filósofo, apenas hubo preámbulos. Sólo una palmada en el trasero almendrado en la escalera de su apartamento en la Rué Bonaparte. «Fue en un sofá en la biblioteca, que parecía preparado como un altar del sacrificio. Nada que merezca la pena recordar, nada que se saliera de las palabras rituales, de las pautas previstas de un conquistador profesional. "Je t'aime, ma petite mignone", ronroneaba en mi cuello, a mí, que le doblaba en envergadura; él, que era un pichoncito desplumado en mis brazos. Y yo le decía: "O, meu pobrinho!". Quiero ahorrarte detalles. En fin, una aventura para contarla el día de mañana a mis nietos. Alrededor de Sartre pululaban una docena de joven-citas que apacentaba la Beauvoir. Yo era demasiada mujer para un filósofo que en el último momento sólo estaba pendiente de quedar bien como galán maduro», me dijo Solange. «¿Y no se te pasó por la imaginación rechazar su oferta?», le pregunté. «Imposible. Sartre era mi ídolo y yo me habría considerado una infiel si no le hubiera rendido tributo.» Beber un ron de Fidel Castro, el libertador, pasado por el existencialismo de Sartre, compartido con una chica de singular belleza que llevaba dentro un caballo de fuego, me pareció una cumbre. Sucedió en un hostal del barrio de Argüelles, cerca de la casa de las Flores, donde en tiempos de la República Neruda y García Lorca se disfrazaban de sultanas. Fue la primera vez que oía una bosanova con el título LachicadeIpanema.

Una vez cumplidas las prácticas de alférez en el Inmemorial, sin oficio ni beneficio, seguí obedeciendo el destino de mis zapatos por Madrid. Ellos me llevaban al café Gijón, a las Cuevas de Sésamo, a tomar patatas bravas en la plaza de Santa Ana, al bar de Cultura Hispánica donde acudían muchas chicas latinoamericanas, a los bailes de la Gasa do Brasil, hasta que un día sin horizonte alguno me encontré en la cafetería Yago, de la calle Princesa, con un cuaderno y un bolígrafo escribiendo la forma absurda en que se mató en la vespa mi amigo Vicentico Bola, que pesaba más de ciento cuarenta kilos.

Mientras esto sucedía, Jesús Aguirre comenzaba a triunfar en la iglesia de la Universitaria y en ciertos ambientes intelectuales se decía que había un curita con el pico de oro que impulsaba por los aires a un tal Teilhard de Chardin, le disparaba con un dardo encendido y lo hacía caer desde las galaxias a los pies del altar abatido como una perdiz roja. Pancho Pérez González, fundador y propietario de Taurus en Santander, vendió la editorial al Banco Ibérico y Jesús Aguirre comenzó a dirigir las publicaciones religiosas gracias a la admiración que le tenía la mujer del banquero Fierro, su nuevo propietario, a la que había confesado y absuelto de sus pecados, sin duda todos veniales.

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