Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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El año 1956 fue un paralelo que dividió en dos el ambiente universitario. Eran los tiempos de la lucha contra el SEU en medio de un trajín de albergues, bolsas internacionales de trabajo, esquelas mortuorias de Ortega, entierros de Baroja, delegados de curso que leían a Casona, pistoletazos falangistas de febrero en el bulevar de Alberto Aguilera» primeras represiones con caballería armada y cárcel para algunos hijos de papá. Un grupo dé jóvenes inteligentes y dorados, Ramón Tamames, los Bustelo, Nadine Laffon, Mágica, Josito Ruiz Gallardón» Javier Pradera realizaban el juego secreto de un comunismo de panfleto, tirado con ciclostil. Había entre ellos un candor de filtraciones y submarinos con el encanto de un espionaje con teleobjetivo, firmaban manifiestos, predicaban la consigna de la reconciliación nacional, liaban a algunos catedráticos. El grupo recibía visitas del exterior. Unas veces aparecía por Madrid un tal Guridi, llamado el Ciclista, enviado por el PSOE de Toulouse. Otras se dejaba caer Jorge Semprún, apodado Federico Sánchez, de parte de los comunistas de París. A todos estos jóvenes comunistas y socialistas crípticos, en el fondo cristianos evangélicos que iban a la caza del hombre nuevo, según San Marx, los confesaría de sus pocos pecados el cura Jesús Aguirre.

Después de los sucesos de Alberto Aguilera, donde dispararon contra el cráneo de un joven falangista llamado Alvarez, un tiro que salió de su propia carnada, Pradera fue represaliado por el Cuerpo Jurídico del Aire, expulsado de la universidad como profesor de Derecho Constitucional y vetado en el Colegio de Abogados. Gracias a este favor de la Brigada Social tuvo que dedicarse a editar libros de Alianza y a emprender un viaje paralelo que en contra de todas las leyes de la física acabaría encontrándose con el viaje de Jesús Aguirre.

Pero al final de los años cincuenta se produjo en España un Gran Accidente de Tráfico: Franco había sido atropellado en plena calle por un Seat 600» un coche utilitario, que se llevó por delante también un puesto de melones. Este país había pasado del jabón de sosa cáustica al Heno de Pravia; de soplarse los sabañones a untarlos con grasa de tocino; saltó del pollino ala vespa; de la estameña al plexiglás, al nylon, al tergal; del bañador con cordoncillo al meyba; de la braga de esparto a un algodón flexible que permitía alcanzar su objetivo a la mano masculina si trepaba por los muslos de la novia en la última fila de los cines de sesión continua, que olían a zotal mezclado con el perfume gordo de pachulí y una veta de bacalao.

Pese a que en el horizonte se había quedado colgado el guante negro de Gilda, como una bandera pirata, los tiempos seguían siendo de plomo, en los que la fanática conciencia de Arias Salgado, ministro de Información, había convertido España en un miércoles de Ceniza todo el año; el cilicio y el cinturón de castidad eran prendas de alta costura y la espiritualidad ascética estaba unida a los bragueros ortopédicos que se exhibían en los escaparates galdosianos y a las pegatinas con anuncios contra la blenorragia en los urinarios públicos, donde los falangistas meaban ideas imperiales contra la raja espumosa de limón. Este ministro era un obseso sexual reprimido capaz de implantar los guantes de boxeo a todos los adolescentes para que no pudieran masturbarse. Ya que no había guantes de boxeo para todos, la censura cumplía la misión de evitar que el sexto mandamiento fuera el principal abastecedor de carne española para el infierno.

El régimen económico de la autarquía terminó cuando el gobernador del Banco de España abrió un día la caja fuerte y se encontró con que el único tesoro que quedaba era un sello de cincuenta céntimos con la cara de Franco y una gaseosa La Casera. Y tuvo que llegar Ullastres, ministro de Comercio del Opus, a explicarle al Caudillo la ley de la oferta y la demanda. Aunque el Seat 600 había quebrado la médula espinal del régimen franquista que discurría por la raspa de todas las sardinas de bota y ya se adivinaba en el horizonte el sueño de la libertad unida al placer irremediable, en el cuartel Inmemorial. el alto mando le negó al capitán Cuesta la matrícula en el curso para comandante porque presumía en la sala de banderas de haber leído Españainvertebrada de Ortega y Gasset. Algo semejante le iba a suceder al seminarista Jesús Aguirre, quien un día bajó desde Comillas a Madrid con un libro de Ortega bajo el brazo y una pipa en la boca y entró en casa de Juana Mordó muy ufano.

1952

De Comillas a la eternidad, las amistades particulares y el demonio se disfraza de Ortega

En aquel caserón lujoso del seminario pontificio de Comillas iba a pasar Jesús Aguirre las últimas pulsiones de la pubertad y los primeros sueños de juventud. Llegó redicho, pedantuelo, muy leído y sobrado. Desde el principio dio señales de una inteligencia rápida que no se distinguía de las réplicas mordaces con las que se protegía del complejo de haber llegado a este mundo de una forma oscura, pero en el fondo el seminarista se sentía redimido pensando que todos somos hijos de Dios. Sobrevolando el griego y el latín durante un curso, se incorporó con facilidad a los rezos, al silencio del refectorio, a los juegos en el patio, al coro de la escolanía, al rumor del gregoriano, a los paseos de los domingos en fila de a dos por las verdes colinas, a los ejercicios espirituales. El fuego del infierno estaba al alcance inmediato de su mente. La agonía de la muerte seguida de putrefacción de la carne y los gusanos de la tumba era un plato que se consumía con el hervido de judías verdes con patatas de cada cena. Pero mas allá de las postrimerías también había ángeles con bucles dorados y vírgenes azules. Una de las obsesiones de cualquier colegio regentado por los jesuitas era evitar que los alumnos tuvieran amistades particulares. La reclusión forzada de tantos muchachos en medio de la revolución de hormonas que se establecía entre aquellos severos paredones hacía que el peligro de la homosexualidad se extendiera fácilmente. Muy pronto el sexo se levantó como una barrera negra en el horizonte, una obsesión lúbrica que acompañaba al seminarista día y noche unida a la tibieza de la cera del altar, al olor de incienso, a la humedad pegada a la tela del pijama.

Reclinado en una cama turca en el palacio de Liria, me contó Aguirre, como sintiéndose ya a salvo de todo aquello: «Lo que para los padres de la compañía eran amistades particulares para Goethe eran afinidades electivas y yo que había leído a Goethe así lo creía. Un día me llamó el director espiritual a su despacho, un jesuíta que era famoso por la voz de barítono y porque llevaba siempre un tomate en los calcetines, como el que describe Pérez de Ayala en A.M.D. G. Fui acogido por su sonrisa meliflua, que no borraba el rigor del entrecejo. Me hizo sentar a su lado muy cerca, me puso la mano en el hombro y luego me dio un suave pescozón en una mejilla. A continuación comenzó el interrogatorio».

Los superiores habían observado que Jesús Aguirre tenía predilección por un compañero con el que siempre se le veía departiendo a solas durante el recreo en un rincón del patio. Un día el padre prefecto le vio muy pálido, le cogió de la oreja en un corredor y lo llevó a su habitación. El prefecto pronunció el nombre de un chico de Laredo llamado Antonio de aspecto curtido, de ojos negros, cejas prietas y mejillas muy carnosas. Jesús puso cara de sorpresa. Ante las preguntas cada vez más directas e inquisitivas, con las orejas enrojecidas por el rubor, negó que entre ellos pasara nada más allá de compartir la misma afición por la lectura. No se masturbaban, no sé intercambiaban ninguna caricia ni siquiera se tocaban. Sólo leían a escondidas a Ortega y Gasset. No se sabe qué era peor. Ante la rociada de amenazas y consejos, Jesús prometió que en adelante se dedicaría sólo a jugar al balón. El prefecto, antes de despedirlo del despacho, mientras no dejaba de sobarle las mejillas, le hizo esta confidencia: «Anoche, después dé apagar la luz, me paseé como todas las noches por el dormitorio vigilando vuestro sueño. Guando ya estabais todos dormidos me fijé en ti. Estabas destapado y tenías las dos manos entre las piernas dentro del pantalón del pijama. Eso es gravísimo. ¿Lo sabes? Te doy dos días para que te quites esas ojeras. Y si tienes que dormir con las manos atadas, hazlo como penitencia».

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