Un día le pregunté al duque de Alba por el primer recuerdo que guardaba de su llegada a este mundo. «Antes que nada -me dijo- fueron las palabras de un soldado que hablaba del general López Ochoa y luego el sonido de las sirenas, las carreras hasta el refugio antiaéreo. En un pueblo de Entrambasaguas en el que me crié de niño durante la guerra una madrugada se estropeo un camión de aprovisionamiento del Ejército de la República. Los milicianos lo intentaban arreglar, pero ante la proximidad del enemigo optaron por huir y abandonaron el vehículo delante de nuestra casa cargado con botes de leche, carnes enlatadas, sardinas, sacos de pan, todo un festín para gente hambrienta. Comenzó el desguace, ayudados por una monja esperpéntica, que solía repetir en la iglesia mientras sacaba brillo al sagrario: "No pasarán no pasarán". Del camión sólo quedó el esqueleto. Aquella pobre gente famélica se abatía sobre las viandas con la misma furia con que ahora los ejecutivos, los banqueros y los burgueses se precipitan como gallinas sobre el bufet en cualquier fiesta elegante de Marbella. Poco después oí contar que en Madrid el general López Ochoa fue capturado por unos milicianos en un hospital-de Madrid donde se había refugiado. Lo montaron en un camión hacia las afueras de Carabanchel para fusilarlo en un desmonte, pero durante el camino alguno de sus captores tuvo prisa y se precipitó sobre su cuello con un sable y le separó la cabeza del cuerpo de un tajo y luego fue exhibida clavada en lo alto de una pica». Terminada la guerra, Carmen Aguirre, por influencia de su hermano Jesús, ascendido a general de división, se empleó en las oficinas de la papelera Sniace de Torrelavega como secretaria del director de la empresa, Eugenio Calderón, amigo de Franco, quien en adelante protegería al niño y le pagaría sucesivas becas de estudio. La madre se quedó a vivir en Torrelavega, en un piso adornado como un boudoir de madama, y dejó a su hijo en Santander al cuidado de los abuelos. El futuro duque de Alba creció jugando con sus primos a las canicas y a las chapas en cualquier plazoleta cerca de la casa de la calle Bonifaz, 5, mientras se preparaba para tomar la primera comunión embutiéndose de memoria todos los dogmas del catecismo. Eran tiempos de desolación, de hambre canina remediada con boniatos y pan de serrín, de terror por las delaciones y represalias, de venganzas privadas, de fusilamientos metódicos de rojos en las tapias de los cementerios. A éste horror se sumó también un estrago de la naturaleza. En la madrugada del 16 de febrero de 1941, cuando Jesús iba a cumplir siete u once años, nadie sabe, ¿por qué hablar de los seres divinos?, la mente del niño fue iluminada por un cúmulo de potentísimas y devastadoras llamas. Su inconsciente ya no pudo evadirse de aquel resplandor del infierno. Favorecido por un viento sur de 140 kilómetros por hora, un cortocircuito, que se produjo en el número 5 de la calle Cádiz, convirtió en cenizas el antiguo casco amurallado de la ciudad de Santander. Jesús Aguirre conservó siempre en su memoria la imagen fantasmagórica de la catedral castigada por el fuego como una forma de la ira después el duque de Alba cuando recorría los salones dé palacio con la memoria perdida.
Jesús Aguirre fue bien recibido esta vez en el colegio Lasalle, el de los hermanos del babero, para estudiar el bachillerato. Aprobado el ingreso con el aplauso de familias y superiores, la abuela Jesusa, que ya comenzaba a sentirse orgullosa de las réplicas inteligentes de su nieto, comenzó a bordar las iniciales del niño en el bolsillo de la tetilla izquierda de los guardapolvos a rayas con cuello y cinturón azul. Bordaba con seda roja la P del primer apellido en toda la ropa del niño bajo el ruego imperioso de su hija, pero la señora ya hacía tiempo que había dejado de creer que el adulterio sería reparado para que ella pudiera pasearse por Santander con la cabeza bien alta. En todas las listas del colegio se le nombraba Aguirre y ése fue el motivo de las primeras bromas crueles en el recreo.
Entre las gracias de Jesús, la mas notable fue su voz de contralto bien educada, un don que le permitió formar parte de la escolanía. Se enganchó a la música. Se sumó a las lecciones de piano que una profesora particular le daba en casa a un condiscípulo. Su madre quería educarlo en el refinamiento. «Sólo puedo decir que todo lo que aprendí de sensibilidad, de literatura, de música, lo aprendí en mi casa, fundamentalmente de mi madre.» Sacaba las mejores notas del curso y era el primero de la clase, pero un día aciago en el patio del colegio, siendo ya un chaval con la primera pelusilla en el bigote, un compañero rufián lo llamó hijo de puta. Ese insulto solía estar desprovisto de malicia, a veces era incluso un elogio, y se decía contra cualquiera en un momento de ira o de camaradería, pero esta vez, más que el insulto le hirió el coro de risas malvadas qué lo acompañó.
Comenzó a sentirse distinto y como reacción se refugió en sí mismo con largos periodos de enclaustramiento. Mucha lectura en la mesa camilla bajo el flexo y, de cena, siempre verduras, ésa era la receta de nuestro héroe. Mientras los demás alumnos jugaban, gritaban, daban patadas al balón, saltaban, se perseguían y terminaban la media hora de asueto completamente sudados jadeando, él cuchicheaba en un rincón del patio con un compañero de clase que le fuera propicio como si compartieran un secreto prolongado después con sospechosas miradas y risitas cuando formaban filas para volver al estudio. Esas amistades particulares estaban muy mal vistas por los superiores del colegio y fue advertido por el prefecto. Era la primera vez.
Este afán por ser aceptado y querido lo unió al deseo de escapar. Leía alguna que otra novela de aventuras, que desataba la parte más noble de la imaginación. Julio Verne, Salgari , Loscuentosdeoro, Simbadelmarino, eran sus lecturas preferidas, que se prolongaron durante las vacaciones de verano con Jeromín, del padre Coloma; Lapimpinelaescarlata, de la baronesa Orczy; QuoVadis, del polaco Sienkiewicz; Energíaypureza, de monseñor Tihamer Toth; Fabiola, del cardenal Wiseman; Cuerposyalmas, de Maxence van der Meersch ; HistoriadeCristo, de Papini. Un día, en la biblioteca abandonada de un tío suyo exiliado descubrió un libro de aforismos de Goethe, editado por la Residencia de Estudiantes. Al abrirlo tuvo por primera vez la sensación morbosa de lo prohibido, que le excitaba la inteligencia, y ya nunca abandonó esa inclinación. Alguien le llamó pedante porque había adoptado a ese autor como su guía en las conversaciones de sobremesa. Ese insulto lo siguió llevando a cuestas el resto de su vida.
Por ese tiempo, mientras descubría el primer placer de la mente, Jesús Aguirre vio que en su ropa marcada había desaparecido la P misteriosa. Sus preguntas no fueron respondidas, pero el muchacho era bastante despierto como para saber en qué consistía el secreto acerca de su llegada a este mundo. Su madre acabó por aceptar que su amante no cumpliría nunca la promesa de regularizar su matrimonio. La sospecha se había confirmado. El militar Prats que se había hecho pasar por soltero para enamorar a Carmen era, en realidad un hombre casado con tres o cuatro hijos. Al ser descubierto prometió reconocer a su hijo, pero en aquellos años esto era prácticamente imposible. Jesús Aguirre era un hijo natural, sólo eso y nada más, ante la Iglesia y el registro civil.
La lectura de dos novelas en plena pubertad le ayudó a disolver el trauma en el inconsciente. Jeromín, hijo bastardo del emperador Carlos V, educado durante la infancia por una familia en el poblachón de Leganés, cumplirá su alto destino por la persona que es y no por su origen. El emperador lo reclamó cuando al final de su vida estaba recluido en el monasterio de Yuste y Jeromín se abrió paso por su inteligencia, sagacidad y elegancia en medio de la azarosa corte de su hermano Felipe II hasta ser reconocido como don Juan de Austria y nombrado capitán de la Armada contra los turcos en la batalla de Lepanto.
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