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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

Aguirre, el magnífico: краткое содержание, описание и аннотация

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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En las tertulias de los sábados en el bar Parsifal, de la calle Concha Espina, participaba Jesús Aguirre, antes y después de convertirse en un Alba, con el editor y periodista Javier Pradera, con el magistrado Clemente Auger, con los escritores Juan Benet, García Hortelano, José María Guelbenzu y el cineasta Elias Querejeta. Nadie recordaba nunca que Jesús Aguirre hubiera pagado un café. Juan Benet decía que la duquesa le había asignado una exigua cantidad mensual para tabaco, unas dos mil pesetas, y el resto para sus vicios se lo agenciaba él personalmente rebuscando en las perolas de la cocina el producto de algunas sisas y el dinero reservado para las propinas al chico de la tienda que llegaba con el pedido.

Jesús Aguirre siempre andaba pillado de dinero y siendo duque odiaba que en pago de sus conferencias lo despacharan con una placa de recuerdo, con una bandeja o con una pluma estilográfica. Deseaba ser resarcido con dinero, pero ¿no era humillante ofrecerle unos sucios billetes en un sobre a un duque de Alba? Ninguna casa de cultura, universidad, caja de ahorros o centro de estudios osaba pagarle en metálico y él blasfemaba por lo bajo cuando recibía un presente simbólico al final de la charla. Un día lo llamó el librero y galerista de arte Manuel Arce, viejo amigo de juventud, para dar una conferencia en una institución de Santander. «Manolo, querido -le dijo el duque-, nada de plaquitas esta vez, ¿de acuerdo? Quiero dinero, dinero, dinero». Al final de la charla se le acercó el director del evento y le entregó de nuevo un paquete envuelto con papel de regalo. Maldijo su suerte por lo bajo. Otra mierda de placa, pensó, pero al abrir el envoltorio se encontró con un delicioso dibujo de Riancho, cotizado pintor santanderino del siglo XIX. «Oóoh, bellísimo, bellísimo. Lo colgaré en mi gabinete de Liria», exclamó* pero enseguida llamó a Manolo Arce para que lo vendiera en secreto. La galería Sur lo colocó por cuatrocientas cincuenta mil pesetas, que el duque se embolsó, pero no por eso pagó esta vez el café de sus amigos de la tertulia.

Al salir del vestidor, Jesús Aguirre se detuvo ante el cuadro de Goya. Encendió una luz que daba directamente al lienzo y comenzó a explicar con buen vuelo de manos todos los pormenores técnicos de la pintura. Hablaba con la pasión de quien, en verdad, se creía uno de la familia. «Ésta es nuestra famosa María Teresa Cayetana, la de la leyenda. La pintó Goya en 1795. Ella tenía entonces treinta y tres años. Fijaos en la elegancia de esos blancos estampados y en su contraste con los rojos ardientes del fajín. Se la ve triunfante, autoritaria, envuelta en la espesa cabellera negra de la que se sentía tan orgullosa. Con el brazo extendido señala la dedicatoria trazada en el suelo. ¿Es ésta la famosa maja que Goya pintó desnuda? La maja que pintó Goya era una mujer de dieciséis años, y después de analizar las pinturas se comprobó que las fechas no coincidían. Por eso mi suegro sostuvo que la duquesa y la maja no eran la misma persona: ¡nada lo prueba, ni siquiera una carta! Y además, mon Dieu!, una diferencia de cuarenta años o más. El pintor ya tenía setenta cuando la conoció y ella estaba entre los veinte y los treinta. ¡Qué horror! Sin embargo, si ahora se le pregunta a mi mujer por su antepasado más querido, contesta que siente gran simpatía por esta Cayetana.»

Simplemente por cortar su parrafada erudita, que sin duda había aprendido en algún libro de arte, le pregunté cómo se llamaba el perrito con el lazo rojo en una pata trasera que aparece a los pies de la duquesa. «Lo ignoro, querido», contestó Jesús Aguirre no sin undeje de desolación, como pillado en falta. «¿No lo sabes? ¿Ni siquiera de qué raza era? ¿Caniche? ¿Grifón? Entonces olvídate de la Escuela de Francfort, de Adorno, de Walter Benjamín y ponte a ello. Escribe una tesis doctoral sobre este chucho y si descubres cómo se llamaba y las gracias que hacía, ingresarás en la Academia de Bellas Artes», exclamó Hortelano soltando una carcajada, y no había terminado de reír cuando se me ocurrió una idea. «Te propongo un negocio -le dije al duque necesitado-. ¿Por qué no llevas este cuadro al Japón, lo expones en un museo o en el vestíbulo de una empresa, en la Sony o en la Toyota, y cobras la entrada? Se formaría una cola de tres kilómetros de nipones, Conozco a un marchante de Tokio. Yo te gestiono el proyecto, das allí una conferencia para difuminar culturalmente el acto y vamos a medias». El duque quedó sorprendido. «¿Lo dices en serio? Un día hablaremos de eso», exclamó relamiéndose como un gato antes de comerse al canario.

La sombra del mayordomo cruzó el salón, se acercó a Jesús Aguirre y le preguntó si no prefería que abriera una de las ventanas que daban a la fachada principal; puesto que, sin duda, el aire olía un poco a cerrado. Se notaba que la duquesa estaba en Las Dueñas, en Sevilla, y desde que se fuera la sala no se había oreado. En efecto, el cúmulo de tapices, óleos, muebles, lámparas y alfombras hacía más pesado el sabor de la riqueza .Junto con el aire fresco de noviembre por la ventana llegó hasta el salón principal del palacio el sonido de ambulancias y de furgones de policía formando una algarabía, que se mezclaba con un clamor de bocinas de coches y ráfagas de himnos patrióticos, marchas militares y arengas que a través de los megáfonos no habían dejado de sonar en aquella tarde de otoño. «Jesús, acaba de entrar en el palacio otra vez el sucio siglo XX con toda su morralla de héroes, que saludan a la romana», dije. Hortelano exclamó: «¿A la romana? Estos héroes comparten el saludo con la forma de preparar la merluza y los calamares». Jesús Aguirre comentó: «No es normal tanto ruido. Parece como si hubiera pasado alguna desgracia ahí fuera». El mayordomo descorrió un cortinaje: «Señor, he oído algo por la radio, pero no he logrado saber… Creo que han matado a alguien. ¿Desea el señor duque que me entere?», preguntó. «No. Cierre la ventana, Ángel», ordenó Jesús Aguirre.

El salón de palacio volvió a tomar un silencio envasado en el siglo XVIII. En el gabinete privado, ante las miradas de Aranguren, de Walter Benjamín y del joven Enrique Ruano, tomamos un té con pastas, que ciertamente estaban un poco rancias, como correspondía a la alta alcurnia de la casa. Para sacarle de su desánimo le dije a Hortelano que ninguna aristocracia es fidedigna si los pasteles con que obsequia a los invitados no saben un poco a moho, pero él trató de salvarse y pidió un gin tonic y si fuera posible, en caso de que las hubiera en palacio, también unas patatas fritas, marca Lolita, pero en Liria no había patatas fritas esa tarde. Matías Cortés, viejo amigo del' duque, decía que siempre que le habían invitado a comer en Liria le habían dado pollo. En uno de esos almuerzos en palacio con Polanco, Pancho Pérez y Pradera, la duquesa dijo a los comensales: «No sé si sabéis que estáis comiendo con el hombre más inteligente de España». Matías Cortés contestó: «Sí, pero este vino está oxidado». Yo pensaba que en eso consistía la verdadera nobleza. Por mi parte echaba de menos que en Liria no hubiera goteras. Un palacio que se precie debe tener goteras. Cuantas más palanganas en los salones, más grandezas de España. Tantos baldes, tantos blasones.

Luego las palabras se fueron dilatando hacia territorios de la memoria. Jesús Aguirre trató primero de desviar la conversación cuando le hablé de aquella ocasión en que en la iglesia de la Universitaria cambió el dominus vobiscum por el bonjour tristesse . «¿Podemos saber de una vez quién era ese chico?» El duque de Alba no quería hablar del asunto, pero de pronto se levantó de la cama turca, se acercó a la biblioteca, cogió el retrato de Enrique Ruano y pasó la yema del dedo índice delicadamente por el marco de plata y luego la demoró sobre la frente bajo el flequillo de su joven amigo. «Buenos días, tristeza -exclamó el duque y añadió-: Fui su confesor y director espiritual, pese a que ya en ese tiempo me había decidido a dejar el ministerio eclesiástico y el padre Martín Patino me estaba arreglando los papeles con el Vaticano para volver al laicado. Enrique murió cinco días después de hacerse esta foto que le pedían para el servicio militar obligatorio. Tenía veintiún años. Un chico idealista, un dandi, muy atractivo, como veis. Algunos envidiosos decían que era un exhibicionista. No es así. Enrique estudiaba Derecho y pertenecía al Frente de Liberación Nacional, en el que también yo participé. Tres policías de la Brigada Social lo arrojaron por la ventana de un séptimo piso de la calle General Mola, el 20 de enero de 1969. Fue un asesinato. Tres días antes de su muerte, la tarde en que lo apresaron en la plaza de Castilla, había estado conmigo: acababa de salir del piso de soltero que yo tenía en la plaza de María Guerrero, en El Viso. Lo detuvieron junto con su novia Lola, una chica estupenda que después se casó con Javier Sauquillo, al que asesinaron en el despacho de abogados en Atocha y a ella le dieron un balazo en la mandíbula». El duque dio una honda calada de Winston, que le llegó más abajo del diafragma, y luego quedó callado con el retrato en las manos.

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