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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Un domingo de mayo asistí a una de las misas del padre Aguirre para oír la famosa plática. La iglesia, situada en una loma cerca del arco de triunfo de la Moncloa, estaba muy cerca del cuartel Inmemorial, del paseo de Moret, donde yo realizaba las prácticas de alférez de milicias. En el regimiento había un comandante muy caballista con bigote de espadachín, que tenía una novia alemana muy rubia y una yegua que atendía al nombre de Salina. En el comedor del cuartel, recién llegado del picadero, oliendo a establo todavía, este comandante solía repetir que a este mundo se había venido sólo a creer en Dios y a montar a caballo. De hecho, algunos domingos iba a la misa del padre Aguirre montado en su yegua, que dejaba atada a un chopo como los vaqueros del Oeste lo hacen antes de entrar en la cantina. Siempre me animaba a acompañarle. «Iré si me lleva usted en la grupa, mi comandante», le dije bromeando. «Eso está hecho, alférez. Y si no me acompaña usted, le mando al calabozo.» No obstante, el comandante y su novia aquel domingo fueron a misa cabalgando a través del parque del Oeste cada uno en su jaca respectiva y yo fui caminando entre las dos yeguas con la estrella de oficial del Ejército español en la frente.

Allí estaba con la iglesia repleta Jesús Aguirre, revestido con alba, estola y casulla verde bordada con grecas de plata, envuelto en latín, de espaldas a los fieles, muchos de ellos de pie desbordando la entrada. No recuerdo de qué habló en la plática. Me pareció conceptuoso. Daba la sensación de que en medio de la oscuridad de su predicación tocaba alguna materia inflamable que yo no percibía. Puede que fuera peligrosa porque era recibida por el ceño fruncido de algunos fieles, por la sonrisa maliciosa de otros y ciertos murmullos de aprobación al término de alguna frase redonda. A mi lado, un señor de bigote espeso, con calva apostólica perlada de sudor, murmuró: «Este curita se la está jugando, el muy jodido». Imaginé que sería un tipo de la Secreta.

Tiempo después, cuando esa misa era un suceso místico y social donde se daban cita seres muy evanescentes, sucedió un percance que alcanzó la cota máxima de la estética. Al parecer uno de sus amigos predilectos, con quien el cura había establecido una relación particular, lo había abandonado. El neófito había perdido la fe, había dejado la práctica religiosa y había desaparecido de su vida. Hacía casi un año que no se veían y se condolía de su ausencia. Jesús Aguirre ignoraba su paradero, le dijeron que se había ido a París, pero un domingo de primavera en que el cura lo daba por perdido y rememoraba aquel platonismo griego como una amarga dulzura del corazón, el amigo tornó al redil y acudió a misa. Cuando Jesús Aguirre se volvió hacia los fieles para decir dominus vobiscum , de pronto, con los brazos abiertos, vio muy sorprendido a su amigo, que sonreía sentado en la cabecera del primer banco. El cura también le sonrió y, en lugar de decir dominus vobiscum, realizó un silencio muy medido, cinco segundos de eternidad, y después, con los ojos fijos en su amigo recuperado, exclamó: « Bonjour, tristesse ». Quién era ese amigo no lo supe hasta unos años más tarde.

1980

UngabinetedelsigloXVIIIasalvodelosgritos histéricosylamagiadeun retratoenel palaciodeLiria

Un domingo de otoño de 1980, cuando a media tarde me dirigía al palacio de Liria, pasaban coches por la calle de la Princesa de Madrid con banderas españolas enarboladas por las ventanillas, bajo el clamor de los megáfonos que expandían consignas patrióticas en el aire. Grupos de neonazis armados con cadenas campaban a sus anchas por la plaza de los Cubos; irrumpían en las cafeterías y ponían algunas mesas patas arriba con todas las meriendas, tazas de cafés con leche, platos con medias tostadas y cruasanes, botellas y cucharillas por el solo placer de sembrar el terror entre los clientes, en su mayoría parejas apacibles de mediana edad. Otra fracción de estos cachorros engominados también se fajaba con las primeras tribus de la movida, que ya lucían k cabeza con crestas de gallo pintadas de verde o rojo, en la cola de los minicines Alphaville, donde se exhibía la película de Almodóvar Pepi, Lucí, Bom y otras chicas del montón. Ante mis propios ojos sucedió un hecho brutal. Un yonqui que pedía con voz gangosa cien pesetas para un bocadillo en la puerta del Vips fue apaleado a fondo con bates de béisbol, arrastrado luego por los pies y depositado dentro de un gran tambor de basura del McDonald's junto con los restos de hamburguesas, crocantis, botes de cocacolas y la nueva bollería industrial, dobos, dónuts, conguitos, en cuyos envases se notaba, más que en las ideas, la modernidad recién llegada a este país. Después de la concentración celebrada por la mañana en la plaza de Oriente para conmemorar el quinto aniversario de la muerte de Franco, los patriotas excitados se habían diseminado por la ciudad para reconquistar el nuevo terror y la antigua gloria, que la historia les estaba arrebatando de las manos.

En un piso de la plaza de los Cubos vivía el poeta Rafael Alberti, que en ese tiempo de zozobra andaba siempre con un pequeño transistor abierto en el bolsillo de la solapa, conectado día y noche con la Cadena Ser, por si tenía que huir de nuevo al exilio en caso de que se levantaran los militares, según el rumor cada día más espeso. Conociendo su natural cobardía, pensé en el espanto que sentiría el poeta si llegaban hasta su apartamento las violentas ráfagas de los altavoces, A unos pasos, en la Torre de Madrid, vivía también Luis Buñuel, pero este cineasta era sordo y lo lógico era que no oyera nada.

A salvo ya de los gritos histéricos, llamé al timbre del palacio de Liria y una voz a través del portero automático preguntó quién era yo, una cuestión que siempre he considerado metafísica. Dije mi nombre y los dos apellidos, seguido del número del carné de identidad. Junto a la verja de lanzas doradas, mientras esperaba a que me abrieran la cancela, pasó por mi lado otra reata de falangistas muy jóvenes con camisa azul, aventada por un cojo cincuentón de paisano, bigote de cepillo, gafas negras y algunas muelas de oro. Pese a que había dos policías de carne y hueso guardando la entrada del palacio bajo la pareja de leones mesopotámicos de granito encaramada en las jambas, el cojo se vino hacia mí y señalándome con su bastón, que ejercía como vara de pastor, se dirigió a su ganado con estas palabras: «Mirad, éste es uno de esos progres de mierda». Luego se golpeó la patilla entrecana con la punta de los dedos a modo de saludo paramilitar, seguido de una mueca de orgullo, y habló a los policías con la boca rasgada: «Un día como hoy tengo a los chavales muy nerviosos, puede pasar cualquier cosa», les dijo. «Sujétalos, Rufino, sujétalos bien, no vayamos a joderla otra vez. Lo que tengas que hacer, lejos de aquí», le advirtió uno de los guardias, que, al parecer, sabía su nombre de pila de alguna gloria anterior. El cojo y su recua siguieron camino hacía la plaza de la Moncloa.

En ese momento, desde un mando a distancia se abrió la cancela, cuyos cerrojos eran de alta calidad, de esos que separan dos mundos, dada la forma rotunda con que sonaron. Comencé a caminar por la pradera trasquilada pisando hojas crujientes de álamo que la ventolina de aquella tarde de otoño arrumbaba hacia la fachada neoclásica del palacio de Liria. Mi visita constaba en el orden del día y estaba anunciada para las seis de la tarde. El mayordomo, que supe luego que se llamaba Ángel, adornado con galones verdes, me recibió en la puerta de cristal y bruñidos metales, y me precedió en la escalinata que desde el vestíbulo llevaba a la segunda planta.

El palacio estaba a media luz. A medida que avanzaba por un pasillo en penumbra, tuve la sensación de que el siglo xx iba quedando a. mi espalda. Sobre algunas consolas de palosanto brillaban los candelabros y las porcelanas, en medio de un silencio absorbido por el sabor a melaza, que expandían en el aire las alfombras, los tapices y las maderas nobles. En los salones apagados tal vez dormían en las paredes cuadros de Tiziano, de Rubens, de Murillo y de Goya. Así iba quedando atrás la historia de España hasta que el mayordomo dio con los nudillos en una puerta con taraceas de limoncillo que al abrirse me dejó en un gabinete donde estaba Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba, medio extendido en una cama turca, acompañado del escritor Juan García Hortelano. Aunque Jesús Aguirre no llevaba calzón corto de terciopelo color berenjena ni peluca empolvada como un Diderot cualquiera, sino pantalones de pana fina y jersey rojo semáforo de faney man, y fumaba un cigarrillo Winston extrafino, por sus maneras parecía un personaje instalado en el siglo XVIII ;en cambio, Hortelano fumaba Ducados repantigado en un sofá, con suéter gris de mezclilla, al que faltaba uno de los botones de la tripa, lo cual le confería un aire apaisado, de auténtica y plena actualidad.

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