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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Jesús Aguirre empezó a contar que su obra recogía una selección de pláticas que había dado durante las misas en la iglesia de la Universitaria. Luego se demoró explicando que el libro había sido retenido por la censura dos años porqué estaba dedicado a la memoria de Enrique Ruano, el estudiante de Derecho al que la policía, después de torturar, pegó un tiro y arrojó por una ventana desde un séptimo piso en la calle General Mola simulando una huida. En ese momento se produjo un barullo en la última fila. Un sujeto con gabardina plegada en el antebrazo gritó: «¡Eso es mentira, cura maricón!». Hubo un conato de pelea y gritos de protesta, pero el provocador, lejos de largarse de la sala o de ser expulsado a la fuerza, quedó en pie muy engallado. Recuperada la calma, Aguirre entró en materia de forma alambicada y conceptuosa para hablar de la inmortalidad y la resurrección, de la desesperanza y la violencia, del amor célibe, de la muerte como acto político, y se refirió a un teólogo alemán, amigo y maestro suyo en Munich, un tal Joseph Ratzinger, que había dicho que una generación debe morir para que renazca otra más avanzada, algo que estaba sucediendo ahora ante nuestros ojos. «¡Una generación de rojos, hijos de puta!», volvió a gritar aquel cabestro de la gabardina. Se armó una pelea verbal considerable e incluso hubo algunos golpes, más insultos, hasta que aquel sujeto abandonó la sala no sin amenazar de muerte al conferenciante. «Sí, señor, a usted y a sus nuevos acólitos», aulló ya desde la calle. Pero Vicki Lobo se había desprendido de mi lado y fue a por él. Le cogió de la solapa y le gritó a la cara: «Te conozco, eres el jefe de esos gilipollas hijos de puta guerrilleros de Cristo Rey que habéis destrozado los grabados de Picasso de la galería Theo y habéis robado dos». Entre varios esbirros la apartaron a patadas. Volvió a la sala con el collar de nueces destrozado y entonces me di cuenta de que era amigo de una leona. Calmada a duras penas la parroquia, el cura Aguirre comenzó a hablar del diablo como comparsa. Esta vez fue la bronca una excusa a la que me acogí para demorar mi proyecto de escribir sobre Azaña,

Aquella noche caminaba con Vicki por la calle Hortaleza, hacia el pub de Santa Bárbara, por una acera muy estrecha donde había un cubo de basura en cada portal. Para que mi amiga no pasara pegada a ellos, tratando de ser delicado, hice que se cambiara de lado y la coloqué a mi izquierda. Lo tomó como una afrenta. Vicki se volvió hacia mí y, tras llamarme machista con sumo despecho añadió: «Puedo soportar como tú toda la basura que genera cualquier familia cristiana y la puta colza del imperio americano».

El pub de Santa Bárbara era un moderno abrevadero de la calle Fernando VI donde se reunían los primeros modernos barbudos habitantes de la alcantarilla política. A esa hora testaba lleno de progres con patillas de hacha y pantalones de campana, distintas carnadas clandestinas de rojos, unificadas por la trenca con trabillas de falsos dientes de Jabalí, que compartían abrevaderos en el triángulo que formaba este pub con Boccaccio y Oliver. Escritores alcohólicos, artistas de cine y de teatro, jueces jacobinos, chulos y bohemios comenzaban a atravesar las noches de Malasaña. En el pub de Santa Bárbara, un psicoanalista, discípulo de Castilla del Pino, nos explicaba a Vicki y a mí la forma de tomar LSD con cierta garantía que te permitiera arrojarte por la ventana, levantar el vuelo sobre los tejados, dar la vuelta a la noche de Madrid llena de colores psicodélicos y aterrizar suavemente en la cama sin ninguna paranoia. Mientras la penumbra unificaba todos los licores y por encima de mi gin tonic sonaban baladas aguardentosas de Ray Charles, Otis Redding y los Beach Boys, de pronto se oyó un griterío en la calle y poco después comenzaron a cantar algunas sirenas de la policía. «Los fachas acaban de romper otra vez el escaparate de la librería Antonio Machado», llegó diciendo alguien. Los cristales rotos reflejaban en la oscuridad los nuevos tiempos qué se cernían sobre España. Iluminados por los faros de los furgones de la policía, pisamos las esquirlas esparcidas por el asfalto y antes de despedirla en el portal de su casa mi amiga me amenazó: «Si no escribes ese libro, me vas a perder. Y si lo escribes, haremos un viaje a Egipto a ver si descubrimos juntos alguna momia». «No es necesario ir a Egipto. Madrid está lleno de momias con corbata que van por la calle», le dije. Un tiempo después Azaña fue estudiado y presentado de nuevo en sociedad en España por Juan Manchal y se puso de moda. Mi proyecto se perdió en la nada. Y la arqueóloga, también.

1965

Lapalabrasagradasederramadesdelacolina delaUniversitariayllenadepreguntas eldulcecorazóndelosagnósticos

Jesús Aguirre había alcanzado la primera cumbre ejerciendo la palabra sagrada con un toque de marxismo cristiano mezclado con la teología cósmica de Teilhard de Chardin. Servía ese cóctel con una labia exquisita, alambicada y conceptuosa en la iglesia de la Universitaria, que algunos llamaban Casa Sopeña, porque era este monseñor quien regentaba esa parroquia, instalada en los locales del museo de América. Los sermones de Aguirre tenían una clientela heterogénea. Algunos fieles sólo iban a misa porque esa iglesia les pillaba cerca, como era el caso del comandante del cuartel Inmemorial que me llevó a mí, pero su grey específica estaba compuesta por estudiantes católicos inconformistas, por ejemplo Enrique Ruano junto con algunos profesores con cargos políticos que querían oírlo predicar en el filo de la navaja para denunciarlo si, llevado por la lengua de fuego, metía la pata; había también hombres maduros de izquierdas que intentaban comprender los nuevos tiempos del Concilio Vaticano, dispuestos a volver a la práctica religiosa con sermones como éstos. Después estaban los amigos del predicador, y por último los frívolos que iban porque estaba de moda oír al padre Aguirre. De hecho, algunos abandonaban el templo en cuanto terminaba la predicación y entonaba el credo; en cambio, otros entraban en la sacristía al final de la misa para felicitarle por el sermón como si se tratara del camerino de un actor al final de una obra de teatro. «Un pico de oro, sí señor, y con un elegante movimiento de brazos», le decía abrazándolo el viejo e ilustre historiador Ramón Carande, que había arrastrado a misa a su discípulo Gonzalo Anes, ambos agnósticos pero prendados por la retórica barroca y sibilina del cura. «Hoy has estado fantástico, Jesús, mucho mejor que el domingo pasado. Más valiente», le decía el profesor Tierno Galván. «¡Torero, torero!», exclamaba el catedrático Maravall, mientras Jesús Aguirre, sudoroso, se despojaba ceremoniosamente de la casulla, de la estola, del alba y el amito, dando un beso a cada una de estas vestiduras; luego se lavaba las manos ante la admiración e impaciencia de sus amigos y se las daba a besar a todos, también a las feligresas, que las había de dos clases, unas con collares de perlas y hablar melifluo, otras de las que se mordían las uñas y soltaban muchos tacos, «joder, cabrón, Jesús, qué bien has estado», pero todas besaban la manó del padre Aguirre con unción y le dejaban en el dorso una leve mancha de carmín. Sobre todo, tenía enamoradas a tres mujeres que jugarían un gran papel en su destino: a Nena Guerra Zunzunegui, la esposa de Alfonso Fierro, que le ayudó a entrar en Taurus como asesor de publicaciones religiosas; a Trini Sánchez Pacheco, mangoneadora del Frente de Liberación Popular, que vestía de forma exorbitante con medias rojas y sombrero malva, y a Mabel Pérez Serrano, hija del famoso catedrático de Derecho Político. Las tres se le cruzaron en momentos delicados de su vida.

Aparte de bien sermoneados, Aguirre tenía arrodillados en su confesonario a universitarios que luego serían prohombres del gobierno socialista y padres de la patria. Alrededor de su sotana campaban los hermanos Solana, los hermanos Bustelo, Miguel Boyer, Nicolás Sartorius, toda la familia Maravall, Peces Barba, Tamames, Fernando Moran, Herrero de Miñón, cualquier componente de la burguesía progresista con sus novias respectivas. A casi todos los ejemplares de la izquierda fina madrileña los había casado, había bautizado a sus hijos, había dado un responso a sus finados y por supuesto conocía con todo pormenor las flaquezas de la carne de cada uno. «Sé muy bien de sus caídas, de sus pecados solitarios y los que cometieron con sus parejas esos personajes, que luego han sido ministros, diputados, altos funcionarios del Estado e incluso banqueros -me dijo cuando ya era duque de Alba-. Pero no olvides, querido, que estoy ligado al secreto de la confesión. No me pidas ahora que te cuente sus miserias. Por otra parte, sus pecados no fueron nada del otro mundo. Te juro que el diablo no estaba orgulloso de ninguno de ellos». Sentado en el interior del confesonario con sotana y estola morada, Jesús Aguirre los tenía ante él de rodillas y los abrazaba, les acariciaba el lóbulo de la oreja y los empujaba con un leve pescozón en la mejilla, a medias caricia y acicate, a vaciar su corazón si se atascaban en algún pecado que solía ser casi siempre contra el sexto mandamiento. Pegados mejilla contra mejilla tuvo a próceres de la política, a señoritos intelectuales, a burguesitas posconciliares liberadas y sus alientos se mezclaban unos transportando culpas y caídas, y otro el consejo y el perdón. Pasados los años, yo contemplaba desde la tribuna de prensa toda la bancada de los socialistas en el hemiciclo del Congreso en las Cortes Constituyentes y Luis Carandell me decía: «A todos estos los ha confesado y casado Jesús Aguirre, pero se ve que su bendición no servía porque todos se han divorciado». Cuando casaba a una amiga embarazada, después de la bendición, le decía: «El amor está por encima de todo». A otras parejas les preguntaba: «¿Cómo queréis que os case?, ¿línea Pío XII o modelo Juan XXIII?». Al final de la ceremonia muchos novios se preguntaban: «¿Tú crees que estamos realmente casados?». El cura les aseguraba que lo importante era celebrarlo con un cochinillo en Botín.

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