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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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La cultura se había sacudido por fin el yugo de Ortega: el-que-lo-había-dicho-todo-antes-que-Heidegger, según contaba maliciosamente Juan Benet. Martín Santos parodiaba en la tertulia de Gambrinus la famosa conferencia en la que el filósofo analizó una manzana en la mano desde cuatro puntos de vista; después de escribir un libro de éxito, Naturaleza, Historia, Dios, que incluso se entendía, Zubiri quedó encerrado en una caja fuerte del Banco Urquijo, pero su presidente Juan Liado lo sacaba una vez al año para que explicara a unas señoras de la burguesía perfumada en qué consistía la inteligencia sen-tiente; Aguirre servía a los suyos un martini seco con Adorno y Walter Benjamín como gotas de angostura, en la barra de Taurus, en la tertulia del Parsifal o en el pub de Santa Bárbara.

Aquel día de primavera del difuso 1970, sentado frente a Aguirre, mientras él cerraba unas carpetas antes de hablar, pensé que podía aplicársele el verso de Auden: «La rotura de una taza de té es el camino que lleva al país de los muertos». Tenía cada gesto exactamente estudiado y se le veía pulcro, sobrado, dominador del medio, pero era de esos intelectuales excesivamente cultos que no logran afianzarse del todo en el sillón de mando si antes no se apoyan en una maldad contra un colega que les cae antipático. «Le he pedido un original a este fulano -fue lo primero queme dijo blandiendo en el aire un mazo de folios encuadernado- sólo por el placer de devolvérselo». Y luego se adornó con una cita que en este caso fue esta máxima de Goethe: «La Iglesia lo debilita todo». La pronunció en alemán y, después de traducirla bien o mal, añadió: «Algunos ya me consideran un hereje». Me dije: he aquí a un tipo fuera de lo común, vestido como un veraneante del Adriático sin ser del todo ridículo, con una inteligencia que se salva de la pedantería por el cinismo. ¿Será realmente tan culto como parece o será todo él un simulacro?

Yo tenía entonces una vaga idea del pasado de Jesús Aguirre, Lo cierto es que en esa época constituía ya un referente cultural del progresismo religioso de la sociedad madrileña, amamantador de teología alemana para ovejas selectas descarriadas, lo que le había merecido ser arbitro en el diálogo entre marxistas y cristianos con el diplomático julio Cerón, Aranguren y Alfonso Carlos Comín, en el que Aguirre hada de diablo, pero en ese momento aún debía sobre todo la fama a su lengua mordaz contra sus enemigos y a sus sermones en la iglesia de Santo Tomás de Aquino en la Universitaria, que habían dejado admirados a creyentes y agnósticos, gracias a que no se entendían nada, pero parecían muy osados.

Un domingo de mayo de 1962 yo asistí a uno de ellos. El recuerdo más antiguo que teníadel personaje era aquella misa en latín, que Aguirre celebraba de espaldas a los fieles, a los que sólo daba la cara en el momento de volverse para emitir el dominus vobiscum abierto de brazos, cantándolo muy entonado. Prácticamente sólo le recordaba el cogote bien trasquilado y la coronilla tonsurada, pero el vuelo de manos y el desparpajo litúrgico con la hostia, el caféy los corporales sobre el altar eran idénticosa los que ahora usaba sobre la mesa cargada de supuestos libros de la Escuela de Francfort. Sentado frente a él, después de algunos titubeos de principiante en el oficio, temiendo una respuesta cruel, le manifesté mi proyecto literario. «Quiero escribir un libro sobre Azaña», le dije. Ante mi sorpresa, Jesús Aguirre se mostró casi eufórico. «Éste es el momento preciso para que escribas ese libro. Podría ser una bomba. ¿Por qué quieres hacerlo?» Le dije: «Tengo una amiga republicana que cada 14 de abril entra en erupción. Es la única forma de calmarla». No le sorprendió una respuesta tan cursi e imaginaria. «No escribas nunca por amor», dijo, pero me animó a complacerla. Fue un proyecto frustrado, uno más. Los cuatro tomos de las obras completas de Azaña editadas por la editorial Oasis, que me había traído de un viaje por México, quedaron en un anaquel de mi biblioteca testigos de mi abulia. Estaba en esa época rodeado de aventuras, pasiones, sueños y proyectos nunca realizados. Esa parecía ser mi especialidad. Después de haber ganado un premio literario pasaba por un periodo de desánimo y Jesús Aguirre comenzó a formar parte de las personas que me habían dado una nueva oportunidad desaprovechada. El recuerdo de esta visita a su despacho no hacía sino acrecentar mi frustración y durante un tiempo hice todo lo posible por rehuir su presencia.

Pero un día me enfrenté de nuevo con Jesús Aguirre en la presentación de su libro Sermonesen España, editado por Cuadernos para el Diálogo, en la librería Rayuela y de la calle Tutor, en el barrio de Argüelles. Me llevó a remolque una vez más Vicki Lobo, la republicana, recién licenciada en Arqueología, vestida para la ocasión con atuendo específico: jersey de grano gordo, minifalda escocesa con un gran imperdible, botas altas, pendientes y collares de nueces indígenas. Mi amiga venció mi última resistencia. Quería que renovara ante el editor de Taurus siendo ella testigo, la promesa de escribir el libro sobre Azaña o cualquier otra cosa que me hiciera recuperar la autoestima.

Las chicas más libres de entonces ya habían dejado de tomar los temas a sus novios que preparaban oposiciones a notarías. Tampoco mataban el tedio de las tardes de domingo con su pareja ante un café con leche en una cafetería a la espera de entrar en un cine de barrio y rendir en la última fila de butacas un homenaje a Onán. A partir del Mayo del 68 iban ya en vaqueros abiertas en el trasportín de las motocicletas de los primeros centauros de la progresía, que habían dado de lado a las oposiciones y comenzaban a agarrar la vida directamente por el rabo y se hicieron cineastas, sociólogos, publicitarios, interioristas e incluso gastrónomos, pero en los primeros años setenta la vanguardia femenina había tomado la iniciativa en los abrevaderos, en las aulas de la facultad, en las carreras delante de los guardias y también en el sexo, hasta el punto de que los más tímidos se protegían juntos en un extremo de la barra de las discotecas temiendo ser asaltados por aquellas guerreras. Vicki era una de ésas. Tenía una belleza lavada, los labios carnosos sin carmín, los ojos negros sin rímel, los senos sin sostén, el alma delicada y fiera al mismo tiempo y sólo olía a jabón Lux, aunque se mordía las uñas y llevaba los dedos manchados de bolígrafo. La tijera abierta aún la llevaba en el pecho dispuesta a cortar el esqueje de cualquier clase de rosal. No había una causa noble, desprendida, arriesgada e inútil, pero romántica, que no tuviera a Vicki Lobo en primera fila llevando a remolque a los más remisos de la cuadrilla. En esa época no sé si era maoísta, trotskista, de la ORT, del FRAP o todo a la vez. Creo que sólo era una rebelde, una radical contra todo y nada.

La librería Rayuela tenía una sala de exposiciones en la trastienda, repleta en este acto de feministas del estilo de mi amiga, y no sé por qué el cura Aguirre, como entonces se le llamaba, atraía a un público femenino tan entregado. Había dejado de decir misa en la Universitaria y aquel rito lo había sustituido por estos actos culturales casi con la misma liturgia pero con unos fieles distintos, que la policía tomaba como elementos subversivos ya muchos de los cuales tenía fichados. Jesús Aguirre llevaba chaqueta a cuadros y bufanda de seda color lila y estaba detrás de una mesa al fondo, su nuevo altar, con él presentador, un micrófono, un botellín de agua mineral y una copa, su huevo cáliz, su nueva misa. Los asistentes ocupaban toda la sala, sentados en sillas de tijera, y había oyentes de pie por todos los flancos, entre los que se contaban un par de policías de la Brigada Social y otros con aspecto torvo, a simple vista fuera de contexto.

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