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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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1970

Unbellodálmatasepaseabaentrelibros delaEscueladeFrancfortyelodiocomenzó rompiendoalpinosescaparates

La memoria me llevó al palacete con jardín de la plaza del Marqués de Salamanca, donde estaba ubicada la editorial Tauros, que entonces era un negocio del banquero Alfonso Fierro, adquirido a Pancho Pérez González, su fundador. Se movía por allí un gerente barbudo llamado Sanabria, de la confianza del Banco Ibérico, con aspecto de no tener idea de libros, aunque en aquel tiempo consoló llevar barba ya se tenía mucho ganado como intelectual. Sentado a una mesa en un rincón se hallaba un jovencito silencioso, muy introspectivo, que después sería el novelista José María Guelbenzu. En el zaguán se había cruzado conmigo un muchacho, a quien alguien llamó Jaime. Llevaba de la correa a un perro, los dos tan bellos como distantes. Ni el uno me ladró ni el otro se dignó mirarme. El perro era un dálmata y Jaime era hijo de Fierro, el amo del asunto, quien, según decían, había sido imantado por la inteligencia de Jesús Aguirre,

Probablemente era la primavera de 1970, cuando yo pretendía escribir una biografía de Azaña, una estampa política o cosa parecida. Tenía una amiga feminista de la vía dura, con una tijera estampada en la camiseta entre los senos, Vicki Lobo, a quien todos los años al llegar el 14 de abril, excitada con la flor de las acacias, le salían ronchas republicanas en la cara, y alentado por ella me presenté sin previo aviso en la editorial Taurus. Tenía entendido que para hablar con Aguirre había que pedir audiencia como si se tratara de un ministro o más y que él la concedía a capricho y con mucha reserva, pero ante mi sorpresa fui introducido enseguida por la secretaria Maripi en su despacho y sin conocerme de nada me recibió muy afable, incluso sonriente. En ese momento yo creía que Jesús Aguirre era cura y esperaba verlo con sotana o con alzacuello de clergyman, pero lo encontré muy visual con chaqueta blanca, corbata de seda natural llena de elefantes con la trompa alzada, un chal sobre los hombros color fucsia y media melena que le cubría las orejas, signo de la modernidad progresista de la época. Del respaldo de su sillón colgaba un bolso bandolera de lona, marca Yves Saint Laurent, pero no pude ver si calzaba zapatos italianos de tafilete con dos borlitas saltarinas y los famosos lacitos de colores en el empeine, de los que todo el mundo hablaba.

En ese tiempo la dictadura franquista se dejaba dar algún pellizco de monja por el diario Madrid, donde yo escribía artículos en la Tercera Página y ejercía la crítica de arte, sobre todo de los pintores del grupo El Paso, que exponían en la galería de Juana Mordó. La ley de prensa de Fraga acababa de suprimir la censura previa. Ya no era obligado ir con las galeradas al ministerio o a la delegación de Información en las capitales de provincias para que un censor dispéptico, oliendo a semen seco, tachara a su antojo con un lápiz rojo cualquier palabra, frase, pensamiento u opinión que no le gustara. En cierto modo, Fraga había cortado las alambradas, pero había dejado el campo sembrado de minas y cualquier periódico se jugaba la edición entera y una editorial toda la tirada del libro impreso si una mina estallaba al pisarla. Poco después de aquella primera cita con Jesús Aguirre, el diario Madrid saltó por los aires, como aviso a navegantes.

Franco todavía pescaba cachalotes en ese tiempo y mataba venados, perdices rojas y toda clase de marranos con rostro inexpresivo, el belfo entreabierto y la barbilla caída. Un día de Navidad en que para celebrar el nacimiento del Niño Dios el dictador tiraba a las palomas desde una ventana del palacio de El Pardo, la escopeta de caza le reventó la mano y no por eso dejó de firmar sentencias de muerte con la mano que le había quedado intacta.

La rebeldía tenía varios frentes. En la Universitaria los estudiantes arrojaban tazas de retrete desde las ventanas de las facultades sobre los caballos de los guardias. En una de aquellas asonadas alguien descolgó un crucifijo que presidía un aula de Filosofía y Letras, lo utilizó como arma ofensiva lanzándolo por los aires y el crucifijo quedó abandonado en el solar del paraninfo, pisoteado por la estampida de los búfalos. Por este sacrilegio hubo un acto multitudinario de desagravio en la iglesia de San Francisco el Grande, en el que participaron todas las autoridades académicas.

Cada reunión clandestina se cerraba con la ceremonia de la recaudación de la voluntad para los presos políticos y la nueva expedición de los argonautas consistía en llevarles por Navidad turrones a Carabanchel, aunque la cárcel de Carabanchel comenzaba a parecer una universidad expendedora de títulos antifranquistas y algunos temían que se les pasara el tiempo de adquirir su certificado para colocarse en la parrilla de salida que los llevaría al poder. Manuel Azaña era entonces un valor creciente en el hipotético horizonte republicano, con un sueño que rebrotaba cada año en el aire de abril junto con las flores de las acacias.

Por otra parte, la Iglesia se estaba renovando merced al Concilio Vaticano II. Habían aparecido los curas obreros, las comunidades cristianas de base y algunos obispos contestatarios. El cardenal Tarancón, a la hora de tomarse una paella entre naranjos en la huerta de Burriana, se subía las faldas de la sotana hasta las rodillas, se liberaba del alzacuello, se fumaba un puro en la sobremesa huertana y no veía mal que los curas echaran alguna vez una cana al aire, aunque este hedonismo mediterráneo escondía a un pragmático que usaba él sentido común como un revulsivo en medio de la caspa de Tremo. El obispo Iniesta iba por el barrio de Doña Carlota de Vallecas con una cartera de fuelle como un practicante del seguro y le saludaban los mecánicos de taller, los tenderos, los mozalbetes tirados en la acera, que llevaban una navaja de labor en el bolsillo y una cerveza en la mano. Este obispo, que ya había recibido alguna paliza por parte de los fascistas, impartía teología evangélica entre la gente subalterna, convencido de que la justicia social abrigaba más que la caridad. Xabier Arzalluz era un jesuíta que había hecho apostolado entre los españoles emigrados en Alemania; el cura Miguel Benzo comenzó a introducir una rebeldía espiritual entre universitarios de Acción Católica; el padre Llanos, que en los años cincuenta, al frente de unos falangistas beatos, arrojó huevos podridos contra los carteles de la película Gilda en un cine de la Gran Vía, se fue a predicar el Evangelio de los pobres a El Pozo del Tío Raimundo; el canónigo Espasa, en Valencia, abrió la facultad de Filosofía a la espiritualidad moderna y en las clases de religión hablaba de Sartre y de Camus; el padre Gamo soliviantaba a los fieles en Moratalaz; en los templos, el gregoriano había sido sustituido por las guitarras y se consagraba la eucaristía con pan de pueblo de cuatro cereales, y para la sangre de Cristo servía el vino peleón o un Vega Sicilia si se quería ver más bueno a Dios. Pero Jesús Aguirre era un clérigo fino que se hacía pasar por jesuíta aunque sólo era cura secular, que había estudiado Teología en Munich y a quien se supone que algún desaprensivo había jurado que en el mundo había obreros, cosa que él parecía ignorar, aunque había visto de cerca a los emigrantes españoles por las calles de la capital de Baviera, encaramados en los andamios y durmiendo en barracones con gesto indigente. Dios le había llamado para una misión mucho más elevada.

Primero Jesús Aguirre fue asesor de publicaciones religiosas. Después se hizo cargo de Cuadernos Taurus, pero al tomar por asalto el mando absoluto de la editorial, quedó desbancado su predecesor García Pavón, el autor manchego del detective Plinto, y el espíritu de Tomelloso pasó a la estética de la Escuela de Francfort. Los partidarios de García Pavón, al verlo en la calle, contraatacaron y en las mesas del café Gijón aparecieron octavillas malévolas en las que se decía que, más que de Adorno y Walter Benjamín, el cura Aguirre entendía de jóvenes griegos y en ese asunto era todo un Platón. «¿Me puedes decir qué significa esto de Platón? -se preguntaban los enemigos del cura en el café-. ¿Tenía Platón un dálmata?». Pero las calumnias cesaron y José Luis Aranguren, llamado por algunos Amarguren, ya había dejado de ser un moralista cenizo y después de fumarse unos porros con los estudiantes en el campus de La Jolla se había traído del exilio la felicidad californiana que impartía Marcuse para convertirse en el intelectual de guardia en Taurus a pleno rendimiento, y en el palacete de la plaza del Marqués de Salamanca comenzaron a entrar y salir Fernando Savater, Juan Benet, Javier Pradera, Juan García Hortelano, Jaime Salinas y los catalanes Gil de Biedma, Carlos Barral y José María Castellet. Nunca se había visto hasta entonces una editorial con perro de lujo incorporado. El dálmata confería a la Escuela de Francfort una elegancia inusitada. Se paseaba por los despachos y según una maldad de Aguirre estaba especializado en comerse crudos los manuscritos de Baltasar Porcel. Después Baltasar Porcel se vengó de semejante afrenta escribiendo contra Jesús Aguirre un artículo brutal, sangrante, titulado «Un duque de zarzuela», cuando éste subió a los cielos de la Gasa de Alba.

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