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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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A modo de saludo les dije que en la calle los fachas habían montado una buena y que me había salvado de milagro de que unos niñatos de mierda alentados por un cojo llamado Rufino me dieran una paliza. «¡Otra vez Rufino, ese hijo de perra!-exclamó Jesús Aguirre y añadió-Hoy es mal día para andar por la calle. Lo de siempre. Unos tenderos cabreados, en nombre de la patria, lanzan al asfalto a sus cachorros con la camisa arremangada, como todos los años. Pero si se levantan los militares, como parece, y vienen a por mí, los esperaré en este gabinete leyendo tranquilamente a Ovidio». Y dicho esto, dio una calada al extrafino de Winston e hizo un ademán despectivo sobre su frente como si aventara un mal pensamiento. En todo caso, el gabinete del duque de Alba estaba insonorizado y hasta allí no llegaban los himnos, las marchas militares ni las consignas patrióticas que impartían los altavoces. «Por lo visto, a Adolfo Suárez los militares le han puesto varias veces una pistola en el pecho para que dimita. Pero lo único malo que ha hecho este hombre ha sido no venir a mi boda, a la que le invité personalmente.» En el gabinete de Jesús Aguirre había un óleo de Thomas Gainsborough y en un anaquel de su biblioteca privada estaban los retratos enmarcados en plata de Walter Benjamín, del profesor Aranguren y del joven Enrique Ruano.

Aquella tarde de otoño de 1980, después de muchos avatares de su historia particular, el duque de Alba, con sus dedos largos de ave, su alta cadera cuadrada, sus ojos saltones a los que los lentes daban un aire de libélula intelectual, era un producto cultural lo mas alejado posible de la naturaleza, capaz de sobrevolar todas las charcas. Pese a su delgadez de histérico exquisito, podía pasar también por un abate exclaustrado que se hubiera salvado de la guillotina porsu labia, y en aquel gabinetes su boudoir privado, que parecía decorado por Boucher, hablaba ya como un volteriano, que en efecto leí a a Ovidio, aunque también lo podías imaginar leyendo la revista Holay teníala gracia de tomar el té con lascivia. Ya no le quedaba ni de lejos ningún vestigio de cura. Sus silogismos escolásticos habían sido sustituidos por las réplicas irónicas, incluso por chismes furientes, aunque Hortelano, en un momento en que se pasó de malvado, le dijo: «Ándate con cuidado, Jesús, que tú no eres duque de Alba. En realidad sólo has conseguido la beca Alba y si te vas de la lengua y no te portas bien, te la van a quitar».

Entre las docenas de títulos nobiliarios que ostenta la Casa de Alba, Cayetana le había ofrecido la oportunidad de que escogiera el que más le gustara. «Querido -me dijo-, imagino que no te sorprenderá que haya elegido el de conde de Aranda, un ilustrado, un afrancesado enciclopedista, que introdujo la modernidad en España. Pero este título sólo lo uso cuando viajo de incógnito».

Dicho esto, gustándose, Jesús Aguirre encendió otro extrafino de Winston y estiró las piernas en la cama turca envuelto en humo. Entonces me fijé en sus zapatos. Nunca había visto que zapatos de esa clase los calzara nadie en este perro mundo. Tenían el empeine de lonilla color manteca con horma y remaches de cuero marrón arañado y cordones con botonaduras doradas. Estaban elegantemente gastados. Zapatos de esa hechura sólo pudo haberles llevado algún millonario exquisito de entreguerras en la Promenade des Anglais en Niza, acompañado de una dama con pamela y un caniche en brazos, instalados en el hotel Negresco. Me parecía poco apropiado interesarme en ese momento por el origen del calzado, pero cuando Jesús Aguirre me preguntó si quería contemplar el famoso retrató de Cayetana de Alba, pintado por Goya, o leer la carta autógrafa de Cristóbal Colón y el testamento de Felipe II o tener en mis manos la primera edición del Quijote, que se conservaban en el archivo de la familia, le dije que prefería que me mostrara primero su fondo de armario.

No lo dudó un segundo. Junto con el escritor Juan García Hortelano» le seguí los pasos por varios salones en penumbra, que era como hacer espeleología en la gruta del gran dragón. Desde los óleos de las paredes algunos próceres, que el duque ya había comenzado a interiorizar como sus propios antepasados, tal vez nos acompañaban también con la mirada. En la intimidad de unas estancias privadas había un gran vestidor forrado de caoba. En una tabla al pie de las cajoneras se alineaban varias docenas de zapatos, podían ser cincuenta o cien, entre ellos algunos pares de terciopelo en forma de botines de media caña como los que calzaban los pajes de Lorenzo el Magnífico en Florencia, según aparecen en el cuadro de Gozzoli ElCortejodelosReyesMagos. Eran los zapatos del padre de Cayetana, que fue embajador en Londres al que Jesús llamaba su suegro con absoluto desparpajo. Abrió el primer armario y apareció un mono color azul mahón desgastado. «Jacobo, mi suegro, el embajador, era muy elegante. En Londres, durante la guerra, en la embajada cenaba siempre con esmoquin. Cuando empezaba el bombardeo, los famosos V-2, entraba el mayordomo, le ayudaba a quitarse el esmoquin y le ponía este mono de obrero por si se desplomaba el techo, le cubría la cabeza con un casco de acero y seguía cenando como si nada. A veces me visto con este mono para escribir los artículos de ElPaís. Un día voy a recibir con él a Javier Pradera y a Juan Benet; También uso los zapatos de mi suegro, aunque algunos me aprietan demasiado porque calzo un número más. No importa», dijo. A continuación abrió otra hoja de un armario y nos mostró un uniforme colgado en la primera palomilla. Era un uniforme de capitán general, de color azul oscuro, con los correspondientes entorchados, las estrellas de cuatro puntas y bastones de mando en las hombreras y en la gorra de plato. «A ver si sabéis a quién pertenecía», preguntó. García Hortelano comentó con ironía que podía ser de Franco, aunque aquel tirano era más corto de talla.

El uniforme pertenecía al rey don Juan Carlos. El duque contó que era tradición de la monarquía española regalar a la Casa de Alba el uniforme que ha llevado el rey en el acto de su coronación o del juramento de la Constitución. Yo lo recordaba perfectamente, puesto que había asistido a aquel acto desde la tribuna de prensa en el Congreso de los Diputados. «¿Lo usas alguna vez, Jesús, en tus delirios de grandeza?», bromeó Hortelano. «Delirios no, querido, lo mío son realidades de grandeza, aunque el Rey es mucho más alto que yo. Puesto a travestirme, elegiría el vestido que lució la reina María Luisa de Parma el día de su boda con Carlos IV», exclamó Jesús Aguirre sacando un vestido de novia de otro armario.

Así lo hicieron en su día las trescientas damas, dueñas, doncellas y criadas que la duquesa de Alba, la primera Cayetana, tenía a su servicio, a las que engalanó con el mismo vestido de la reina para que asistieran a la boda real. Fue un acto de maldad femenina. La rivalidad de la reina María Luisa y la duquesa era muy conocida en la corte de Carlos IV. Durante los preparativos de la boda real, Cayetana pagó espías para enterarse de las galas que iba a lucir la futura reina en la ceremonia nupcial y para humillarla mandó que toda la servidumbre femenina de la Casa de Alba luciera el mismo vestido que la novia. Según Aguirre, una de aquellas copias se conservaba en la guardarropía del palacio de Liria. Imaginé como un esperpento de Valle-Inclán a Jesús Aguirre cruzando los salones en penumbra vestido de reina María Luisa hacia el espacio de cocinas de palacio a altas horas de la noche, y una vez allí, abriendo armarios y haciendo sonar las perolas por si en ellas el jefe de compras había guardado algunas monedas que le habían sobrado al volver del mercado. Esa era una de las maldades con que solía crucificar al duque el escritor Juan Benet.

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