Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Fue una caída muy sonada en el ambiente de la clandestinidad. Se contaba que a la novia de Ruano la interrogaron en los sótanos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Los esbirros se sabían por completo la vida de los dos. A ella la pasearon por todo Madrid para que confesara de dónde eran las llaves que llevaba en el bolsillo, un piso donde guardaban ciertas evidencias, panfletos y un ciclostil. La chica resistió la tortura hasta dar tiempo a que escaparan otros amigos. Se comportó como una heroína. Finalmente ya no pudo aguantar. Después de torturarlo, a Enrique Ruano 1o llevaron a ese piso de General Mola. A las tres de la tarde su madre aún logró verlo salir esposado de la Dirección General de Seguridad hacia el registro, se abrazó a él y al ver que nollevaba cazadora le dijo: «Vas a coger frío». Alas seis la llamó la policía y le dijo: «Su hijo se ha suicidado». Corrían muchas versiones de este suceso. En el atestado no constaba que al cadáver le habían serrado una clavícula qué habría sido determinante para el esclarecimiento de los hechos. Esa lesión provocada por un objeto cilíndrico cónico, una bala, era incompatible con la caída pero alguien había hecho desaparecer el hueso. No se hicieron pruebas de balística. El atestado sólo decía que el cadáver estaba boca-arriba, con los brazos encogidos, las piernas flexionadas y un charco de sangre a la altura de la cabeza en el lado derecho. Estaba vestido con ropa interior blanca, jersey azul oscuro, pantalón gris, calcetines verdes y zapatos marrones. Se prohibió publicar una esquela. Lo peor sucedió al día siguiente, cuando el ABC sacó en primera página un supuesto diario de Enrique Ruano en el que expresaba intenciones suicidas. Eran fragmentos manipulados de una carta a su psiquiatra Castilla del Pino. El franquismo mantuvo que se había suicidado, que en un descuido había conseguido zafarse de los tres agentes armados sin que ninguno lograra contenerle y se había arrojado por la ventana.

Fue un crimen simbólico. Enrique pertenecía a una clase acomodada, su padre era procurador, vivía en un piso confortable del barrio de Salamanca y era la primera vez que el franquismo mataba a un hijo de vencedores de la guerra que se había puesto del lado de los vencidos. Aquellos padres de derechas que hicieron la guerra con Franco y que, tal vez, fueron a la División Azul engendraron algunos hijos rebeldes e idealistas, que en la Universidad se enfrentaban a los guardias en una larga pelea contra la dictadura. En la década de los sesenta» entre las dos generaciones se estableció un abismo infranqueable. En la mesa, ante el plato de sopa, si se hablaba de política, se producían discusiones acaloradas. Poco a poco el padre de derechas y el hijo de izquierdas se convirtieron en dos desconocidos, pero entonces a los hijos, y mucho menos a las hijas, no se les ocurría irse de casa. Realmente la clandestinidad empezaba por el propio hogar. El estudiante volvía de la facultad, donde había participado en una asamblea revolucionaria, y al llegar a casa se estrellaba de nuevo contra el orden establecido. A la hora del almuerzo el padre aún bendecía los alimentos que les había regalado el Señor, cuando los vástagos ya eran ateos. Estas dos generaciones usaban las mismas palabras para expresar cosas distintas. Al final ya no tenían nada que decirse y, en el mejor de los casos, se impuso entre ellas un silencio pactado hasta que cada una se disolvió por su cuenta. Algunos jóvenes comunistas eran hijos de generales e incluso de ministros del régimen. Así era Enrique Ruano. Por eso su muerte causó tanta, conmoción en la universidad, en la Iglesia y en ciertas capas de la burguesía. «Lo quisieron presentar como un pobre chico manipulado por las fuerzas del mal, los comunistas -dijo el duque-. En aquella época era frecuente ir al psiquiatra. Una tarde estábamos juntos en el mesón de Fuencarral ante una puesta de sol y después de un largo silencio exclamó: "¡Cuánto tarda en morir el día!". Nos unía el amor a Mozart. Sus padres no comprendieron nada. Su asesinato marcó una línea divisoria del régimen de Franco». Jesús Aguirre, duque de Alba, dejó el retrato de Enrique Ruano sobre el anaquel de la biblioteca y volvió a murmuran bonjour tristesse , como si oficiara un acto litúrgico.

Aquella tarde en el palacio de Liria le pregunté en qué fecha exacta dejó de ser cura. No supo o no quiso contestar» pero dijo: «Cuando mis amigos me hacían esta pregunta yo les decía: el día en que deje de ser cura os lo haré saber con un tarjetón adornado con grecas doradas». Supuse que al menos recordaría cuál había sido su última misa o acto como sacerdote. Tampoco lo recordaba. Tal vez fue el responso que dio a la hija de su secretaria Maripi, que murió en la clínica de la Concepción. En ese momento salió de la editorial con sotana. Luego ya pidió una sotana prestada para casar a Matías Cortés y a Fernando Savater y para bautizar a cualquiera de los hijos de sus amigos. En el proceso de secularización, Matías Cortés tuvo que ir de testigo a la curia de la calle Bailen. En su declaración dejó constancia de que Aguirre había abandonado de hecho el oficio, ni decía misa, ni predicaba, ni bautizaba, ni bendecía siquiera la mesa, ni daba de comulgar, ni rezaba y que se pasaba la mayor parte de la noche con sus amigos comunistas discutiendo de política en el pub de Santa Bárbara. Había que ser sutil en el testimonio y no exagerar porque si los testigos lo hubieran contado todo, además de arrancarle de cuajo el ministerio, le habrían excomulgado y condenado públicamente a las tinieblas exteriores.

Juan García Hortelano le hizo memoria. Su último acto como ministro del Señor file cuando apareció un copón de oro lleno de hostias debajo de una cama en el piso del escritor Gonzalo Torrente Ballester, en la avenida de los Toreros. «Tal vez -comentó el duque- yo viví aquella escena ya como una parodia». En ese momento sonó el teléfono en palacio y entró el mayordomo diciendo que le llamaba el duque de Arión. Jesús Aguirre salió del gabinete para hablar. Con un gesto dio a entender que nuestra visita había terminado. Hortelano le preguntó si se verían al día siguiente en un acto del diario ElPaís. «Lo siento. Mañana parto para el Milanesado», contestó el duque.

A la salida de Liria, García Hortelano me pidió que le acompañara» a casa. Vivía cerca, en el barrio de Argüelles. Mientras abandonábamos los sucesivos salones y cruzábamos la pradera de palacio, el escritor comenzó a contarme la historia. ¿Cómo fue a parar un copón de oro junto con dos candelabros de plata bajo una cama del piso de Torrente Ballester? Fue sencillamente un milagro que quedó sin resolver, porque a la salida del palacio de Liria había un control de policía con varios furgones en los que destellaban las linternas de cobalto y allí supimos que habían matado a un general y muy cerca de nosotros surgió de la oscuridad un grupo de jóvenes que arrojó un cóctel molotov sobre el escaparate de una agencia de viajes de la calle Princesa. «Mañana parte el duque para el Milanesado, ¿qué crees que va a hacer allí nuestro amigo?», pregunté a Hortelano bajo el resplandor del fuego. «Cualquiera sabe -exclamó el escritor-. Aguirre va ahora de palacio en palacio. En Milán, en Sevilla, en Salamanca, en San Sebastián, en Marbella, en Ibiza y en todas sus mansiones, entre alfombras, óleos, escalinatas, jardines y salones, ejerce su aristocracia como una liturgia sacerdotal, como si supiera de niño que estaba predestinado a ser duque de Alba, en caso de no haber podido ser cardenal o Papa. Ahora su obsesión es que la duquesa le compre un palacio en Venecia. Le da una tabarra enorme por este capricho. No sé si lo conseguirá».

En 1980 Jesús Aguirre teóricamente tenía cuarenta y seis años o tal vez tenía cincuenta. En algún registro de Madrid deberá constar la fecha exacta de su llegada a este mundo porque él pidió una vez copia certificada de su partida de nacimiento para sacar el pasaporte, pero el duque la manejó a su antojo. Está escrita con tinta de calamar. Aunque en su biografía oficial consta que nació en 1934, el secreto de este personaje, que rué producto de un amor ciego, consiste en que desde niño supo tirar los dados de forma que siempre cayeran en la séptima cara, en la que sólo se reflejaba la suya.

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