Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Bajo la máscara de Pimpinela Escarlata se movía el dandi Sir Percy Blakeney, miembro de la aristocracia inglesa, con todas las características de la doble personalidad, un justiciero que rescataba de la guillotina a muchos nobles en medio del Terror de la Revolución Francesa y los ponía a salvo en Inglaterra. Los ardores de la pubertad rebajaron el rango de las lecturas. Ahí estaban los engendros de Vicki Baum y Lajos Zilahy. Aguirre siempre recordaría la primera pulsión sexual misteriosa que obtuvo de un oscuro relato que leyó en un folleto adquirido en un puesto de periódicos y de libros usados de la estación de Santander. Formaba parte de una novela de Dostoievski, era la confesión de Stavroguin, en la que describe con pormenor un estupro. Ese delito pecaminoso y carnal que se cometía con mujeres menores de quince años le llenó de un prolongado desasosiego, al tiempo que comenzaba a despertarse el fantasma de la sexualidad con su prima Mariluz. Pero siempre volvía a Goethe para purificarse y sobreponer su inteligencia ante los demás con una cita aprendida de memoria.

Jesús Aguirre tomó contacto con la vida intelectual de Santander en 1951 a través del grupo Proel, una revista que el gobernador civil Reguera Sevilla, hombre ilustrado, editaba gracias al impuesto sobre las vacas. Allí publicaban versos Pepe Hierro, Julio Maruri, Garlos Salomón y muy especialmente escribía Ricardo Guitón, cuya amistad fue muy importante para el protagonista de esta historia. A través del grupo Proel descubrió Jesús Aguirre a la generación del 27, en especial a Pedro Salinas. La poesía le abrió las carnes y una fuerza desconocida le hacía correr por las calles recitando versos en voz alta contra el viento.

De Goethe pasó a Eugenio d'Ors, a Unamuno, a Pío Baroja, a Ortega. La pedantería era su levita preferida. Compraba libros en la librería Sur de Manuel Arce y en la Hispano-Argentina de Pancho Pérez González, unos nombres que irían unidos a su vida, antes de que nuestro héroe alcanzara la cima de la aristocracia. Durante el bachillerato en el colegio Lasalle escribía versos eróticos, que destruía después de leerlos en secreto a algunos compañeros. El sabía que debía afirmar su personalidad mediante la inteligencia. Necesitaba desarrollarla sobremanera para ocultar la oscuridad de un origen incierto. Terminó el bachillerato con premio extraordinario en el examen de Estado, que realizó en 1951 en la Universidad de Oviedo.

1950

En España, bajo el olor a sardina, el héroe es elegido para una alta misión, mientras los poetas líricos del régimen duermen con una pistola bajo la almohada .

Cuando toda España olía a sardina entre clérigos, militares, lentejas y Concha Piquer, y en los descampados se lamían mutuamente las heridas los perros famélicos y los mutilados de guerra, por la calle Sacramento de Madrid, a la sombra de viejos palacios, se pavoneaba de noche Eugenio d'Ors con correajes, un águila bicéfala en la hebilla del cincho, boina colorada con borla hasta la oreja y otros abalorios franquistas como un orondo fantasma. De regreso de Argentina, Ortega y Gasset se había exiliado voluntariamente en Portugal, donde imperaba Salazar, otro férreo dictador, un hecho que dejó descolocados a sus incondicionales y sumergidos seguidores. Los intelectuales del régimen e incluso los poetas líricos dormían con las polainas puestas y la pistola bajo la almohada por si había que levantarse otra vez a matar rojos. En aquel Madrid desolado de adoquines y raíles de tranvía, los señoritos calaverascon esmoquin y bufanda blanca iban a bailar a Pasapoga y cada tronco de acacia tenía un mendigo o un policía de la Secreta apoyado. Cualquier deseo administrativo, excepto el de acostarse con Ava Gardner en el hotel Hilton, necesitaba estar sellado con timbre móvil y dos pólizas.

En medio de aquella España con olor a amoniaco de urinario público, resulta que Jesús Aguirre no quería ser como los demás. Podía haber encauzado su talento hacia las musas o haber sido acogido por la diosa de la Justicia o tal vez por el amor a la ciencia, pero había decidido dar un paso adelante para desprenderse de la clase subalterna y fue él quien a la hora de pensar en el futuro marcó su destino y eligió consagrarse a Dios.

El seminario pontificio de Comillas se levantaba como una poderosa fábrica clerical, regida por jesuitas en lo alto del monte de La Cardosa, rodeado de un parque de árboles centenarios, y hasta el interior de sus paredones, erigidos por arquitectos catalanes a expensas de un marqués que según las malas lenguas había sido negrero, iban llegando alumnos de todos los pueblos, unos con vocación religiosa y otros porque el patrimonio familiar no les permitía otra educación en colegios de pago con una salida civil.

Aguirre fue un seminarista de vocación tardía. Su madre lo llevó a un sastre especializado para que le tomara medidas para una sotana, un alzacuello de baquelita y una sobrepelliz con puntillas en el vuelo y en las bocamangas. Gracias a otra beca del director de la papelera Sniace, de ocho mil pesetas, el mes de octubre de 1951 entró Jesús Aguirre por la puerta del seminario de Comillas cargado con una maleta de cantoneras metálicas. Llevaba en ella mudas interiores, camisas, camisetas, zapatos y calcetines negros y un misal también negro con cantos rojos y una cruz dorada grabada en la tapa y una Biblia traducida por Nácar-Colunga. Atravesó el enfático portal de azulejos azules con un gran escudo papal y las siglas JHS que se abría al pie de la colina junto a la clásica palmera de indiano. Al ascender por la pradera había vislumbrado entre las copas de los falsos plátanos la crestería neogótico-mudéjar del edificio construido en 1892. Le recibió con la sonrisa abierta en lo alto de la escalinata el padre prefecto. En el vestíbulo pisó el mosaico que representaba un león con trece garras, en honor a ese papa León XIII que había fundado el seminario, y siguió a su superior hasta la nave del dormitorio, donde había varias hileras de camas separadas por un panel, cada una con un taquillón, donde el neófito dejó sus enseres en medio de un revuelo de sotanas de quienes en adelante serían sus compañeros. Después le fueron mostrados el patio, la capilla, las aulas, los corredores y el refectorio.

Jesús Aguirre había comenzado a escribir cartas a su prima Mariluz, en las que le iba desvelando sus sueños, sus cuitas amorosas siempre diluidas con un amor a Cristo. Mariluz estudiaba Filosofía y Letras en la Complutense de Madrid y era su única conexión en el mundo. Apenas llega al seminario, le escribe: «Querida prima mía: he pasado unos días ¡fatales! Despistado y sin sotana, me sentía ridículo con mi traje claro y mi corbata roja. Eran días de saludos y mi posición entre desconocidos era violenta. Es curioso, un ser temible no me atemorizaría tanto como unos pobres humanos cuya única defensa eran unos años de antigüedad en el seminario (…) los jesuitas son finísimos, te tratan con una enorme deferencia (a los bachilleres). He congeniado perfectamente con ellos. Modifico mis antiguas opiniones.¿Que hay mundo por dentro? Indudable, pero también hay mucho Dios y mucho trabajo. Además, yo no me voy a meter en su mundo ni ellos en el mío. Tienen unas formas sociales esmeradas, pero es falta grave hablarles sin permiso».

En la entrada, apenas cruzado el vestíbulo, también había visto un cuadro en el que aparecía el diablo tentando a Jesús de Nazaret. Un compañero muy irónico le interpretó la pintura. El diablo estaba tentando al Nazareno para que se hiciera jesuíta y el Nazareno había resistido la tentación. De hecho, del seminario de Comillas se salía como sacerdote secular y se necesitaban tres años de meditación y examen antes de ser admitido en la compañía de Ignacio de Loyola. Jesús Aguirre tuvo que hacer en Comillas un examen oficial y preparar un curso de perfección humanística, con griego y latín, dispensado de las asignaturas de ciencias, y emprender luego los tres años de filosofía escolástica para someter cualquier verdad a un buen silogismo.

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