– Aquí el culpable es el director del periódico -afirmó.
El Responsable pidió silencio. Llamó a su hija. Ésta abrió un armario y le entregó una libreta. Aquél la hojeó y fue resiguiendo nombres con el índice. Por último informó:
– El director se llama Pedro Oriol. Es comerciante en maderas, monárquico. Vive en la calle de la Forsa, 180.
Ignacio había palidecido desde que oyó a Blasco afirmar que el culpable era el director. Porque ya sabía que éste era don Pedro Oriol, el padre de su compañero de billar. No dijo nada, no sabía en qué pararía aquello.
El Grandullón intervino:
– Pues vamos por el director.
– Cuenta conmigo -ofreció el Cojo.
– Y conmigo.
– Y conmigo.
Ignacio sintió que le daban un codazo. Era su vecino el Grandullón, quien con las manos, hacía ademán de retroceder el pescuezo a alguien.
Ignacio evocó la imagen de don Pedro Oriol en el entierro de su hijo. Le veía, alto, vestido de negro, mirando al suelo. Pero no se atrevía a intervenir. Y no comprendía que hablaran de todo aquello delante de él.
Y, sin embargo, ahora varios le miraban, como extrañando su mutismo. Especialmente el Responsable.
Al ver que, en efecto, esperaban que dijera algo, intervino:
– Bueno… parece que tengo que decir algo… -Entonces añadió-: Antes que nada, ¿podría saber por qué he sido llamado?
– ¡Toma! -exclamó el Responsable-. Para que nos des tu opinión.
Ignacio enarcó las cejas.
– ¿Mi opinión sobre lo que estáis hablando?
– Sobre todo lo que se hable.
Ignacio quedó un poco desconcertado.
– Pues bien… -decidió-. Respecto a lo del director de El Tradicionalista , a mí me parece que os precipitáis un poco.
– ¿Cómo que nos precipitamos?
– Sí. Hay que conocer a las personas, creo.
– ¿Conocer…?
– En fin. Quiero decir que don Pedro Oriol… es una persona digna. -Viendo la perplejidad de todos, añadió-: ¡Bueno! Por de pronto, se le ha muerto un hijo.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntaron tres a la vez.
– ¿Es amigo tuyo…? -inquirió Blasco.
– Lo era el chico.
El Responsable le miró.
– ¿Sabías que su padre era uno de lo jefes monárquicos?
Ignacio levantó los hombros.
– Yo jugaba con él al billar.
El despeinado dijo:
– No sé… Te veo mucha corbata…
– Eso no tiene nada que ver- cortó el Responsable.
– ¿Desde cuándo llevar corbata es pecado? -preguntó Ignacio, conteniéndose.
– El muchacho tiene razón -sentenció el Responsable.
– ¡Basta ya! -interrumpió el Grandullón-. ¿Se zumba a ese Oriol, o no?
– Por mí, sí -repitió el Cojo.
– Por mí también.
– Por mí también.
Entonces el Responsable movió la cabeza: -Sois unos borregos.
Todos le miraron.
– ¿Qué pasa?
– ¡Os he dicho mil veces que hay que hacer funcionar eso! – Y se pegó en la frente.
– Nadie le quitará la gran paliza.
– ¿Y qué? El periódico continuará saliendo. Explotarán el asunto y venderán más ejemplares. -Se hizo el silencio. Todos comprendieron que el Responsable llevaba razón. Éste los miraba uno por uno, centelleando-. A veces me revienta que seáis tan ignorantes -les dijo-. Aquí lo que hay que hacer es algo más serio, de más fuste.
– ¿Cómo de más fuste?
– Sí. Algo que impida que esto -señaló hacia El Tradicionalista - continúe infectando la provincia.
El Cojo le interrumpió. Siempre miraba a su tío tan fijamente que a veces le adivinaba el pensamiento.
– ¡Ya está! Destruir la imprenta.
Hubo un instante de perplejidad. Todo el mundo miró al Cojo y luego al Responsable. No se sabía si éste ordenaría tirar a su sobrino por la ventana o si aprobaría su plan. Aquello era inesperado y probablemente una barbaridad. Destruir la imprenta. ¿Cómo, con qué? ¿Y las autoridades? El Cojo debía de estar loco.
Por fin el Responsable dijo, tomando de la oreja un pitillo según costumbre.
– Eso… me parece mejor.
– ¡Hurra! -gritó el Cojo.
Los demás se movieron en la silla. Ignacio no cesaba de parpadear. Porque El Tradicionalista se tiraba desde antiguo en la imprenta del Hospicio y, junto con su taller de encuadernación, era la principal fuente de ingreso del establecimiento. Así se lo había contado a Ignacio la Torre de Babel.
Ignacio supuso que el Responsable desconocía aquel detalle, porque a la pregunta de Blasco: «¿Y dónde está la imprenta de esos burgueses?», el jefe de la CNT volvió a llamar a su hija para que le trajera del armario otra libreta.
Entonces Ignacio cortó su gesto.
– Yo puedo decíroslo -informó-. El Tradicionalista lo tiran en la imprenta del Hospicio.
Supuso que aquella razón bastaría… Y se equivocó.
– ¡Magnífico! -exclamó el Grandullón, levantándose y encendiendo su cigarrillo en el hierro, al rojo vivo, de la estufa-. De noche no habrá vigilancia.
Todos asintieron. Era evidente que tenían gran cantidad de energía disponible y que buscaban en qué emplearla. El Rubio, cuyo rostro expresaba generalmente una especial bonachería, añadió:
– Hay otra ventaja. Se puede entrar en la imprenta por una puerta pequeña que hay que da a la calle del Pavo. No hay necesidad de atravesar el edificio.
Ignacio se preguntó si el muchacho habría salido de aquel establecimiento…
Pero no decía nada. Todo aquello era tan grotesco en su opinión que un sentimiento de superioridad le había invadido. Casi había adoptado un aire irónico.
Pareció que el Responsable se daba cuenta de ello porque le sirvió más ron y le preguntó:
– Bueno, la maquinaria se destroza, de acuerdo. Pero… ¿y el papel?, ¿qué se hace con el papel? Porque las balas de papel son así. -Y con la mano indicó una alzada enorme.
El Grandullón, a quien el personal descubrimiento de que por la noche no habría guardia había animado, opinó:
– Una cerilla y ¡ale!, ¡abur, mariposa!
Los dirigentes de la CNT sonrieron, indicando que era un exaltado. El Responsable tiró al aire un cigarrillo que el Grandullón recogió.
– Nada de incendios, idiota. A ver si vas a quemar el edificio.
– Bueno… ¿y qué dice a todo esto el estudiante?
Ignacio alzó los hombros. Reflexionó un momento. Dudaba entre varias preguntas que se le ocurrían. Finalmente, se decidió por dar un viraje.
– Yo querría saber… antes que nada, si la acusación de El Tradicionalista es fundada.
– ¿Cómo…?
La pregunta cayó como un martillazo.
– Sí. Si fuisteis vosotros quienes saboteasteis la vía del tren. -Ignacio, de repente, había recordado la huelga de los peones ferroviarios.
El Responsable le miró.
– No. No fuimos nosotros. -Luego añadió-. Pero si lo hubiéramos sido, ¿qué?
Ignacio vio todas las miradas fijas en él.
– Pues… la cosa cambia, ¿no es cierto? Porque… destruir una imprenta…
Blasco, que continuaba colocado de espaldas a la reunión, preguntó:
– ¿Qué pasa…? ¿También hay algún inconveniente?
Ignacio entendió que debía hablar. Sobre todo porque el Responsable le había llamado por primera vez estudiante.
Con la mayor naturalidad posible explicó su punto de vista. Que la imprenta del Hospicio era la fuente de ingresos del establecimiento. El Tradicionalista les pagaba un alquiler crecido y luego hacían otros trabajos.
– Y les hace falta, ¿sabéis? El Hospicio… está peor aún que el Manicomio.
El Responsable no alteró uno solo de sus músculos. Los demás continuaban escuchando sin reaccionar.
– Por lo demás -prosiguió Ignacio, algo nervioso a fuerza de oír su propia voz-, en la imprenta es donde aprenden el oficio muchos de los hospicianos, que tienen también el taller de encuadernación allí. Si se destruye la maquinaria, ellos son los perjudicados. El Tradicionalista comprará otras máquinas y probablemente las instalará en otro local independiente. Así que…
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