Ignacio había oído hablar poco de la lepra. Un día César le contó algo sobre unos misioneros en una isla, en Molokai; pero todo ello le había parecido siempre lejano, o perteneciente a un mundo aparte. Y he aquí que ahora resultaba que a menos de seiscientos kilómetros de Gerona había una leprosería y personas que consagraban a ella sus vidas; que, en vez de expulsar a los leprosos hacia algún bosque, colgándoles una campana en el cuello, se les acercaban y los cuidaban. Y que aquel vicario bajito era una de esas personas.
Mosén Alberto había dicho:
– Llevaba mucho tiempo solicitándolo; por fin lo ha conseguido. – Y se veía que el sacerdote estaba verdaderamente impresionado, pues había sido más o menos director espiritual del vicario.
Otra de las personas que le dio una gran sorpresa fue la Torre de Babel. Ignacio, de repente, se enteró de que su compañero de trabajo iba con mucha frecuencia al manicomio que había en las afueras de Gerona, en un pueblo llamado Salt, y que había dado cinco veces sangre en el Hospital Provincial, que dirigía el doctor Rosselló.
Ignacio se sintió abrumado por aquellas acciones que llevaba a cabo la gente. «¡Caray, caray!», repetía, al apagar la luz e introducirse bajo las sábanas.
La Torre de Babel le dijo:
– Todavía te sorprendería más saber quién está en el manicomio.
– ¿Quién?
– La mujer del Responsable.
– ¿Cómo…?
– Así es.
El empleado, alto, con gafas ahumadas y tartamudo, le dio detalles. Al hablar de aquellas cosas parecía transformado. Le dijo que el Responsable no dejaba de ir un solo domingo a ver a su mujer, lo mismo que sus hijas.
– Para ellos es tan sagrado como para ti ir a misa.
A Ignacio le mordía la curiosidad. Todo aquello era inesperado.
– Y ella… ¿los reconoce?
– ¡Ni hablar! -La Torre de Babel prosiguió-: Es un caso muy extraño. Dicen que se volvió loca un día en que su marido intentaba hipnotizarla, cuando estudiaba este asunto. Pero los practicantes me contaron que no, que es un caso hereditario.
Viendo el interés de Ignacio, propuso, con naturalidad:
– En fin. Si te interesa visitar aquello, me lo dices y un día vamos juntos.
Ignacio aceptó. Aceptó en el acto. Por lo demás, precisamente la Psicología le tenía obsesionado. Por cierto que David y Olga tenían fe ciega en el porvenir del psicoanálisis. La Torre de Babel parecía dudar del sistema, lo mismo que el comandante Martínez de Soria. El comandante Martínez de Soria para curar complejos proponía la disciplina del cuartel.
La visita al manicomio se realizó. Y constituyó una gran experiencia para Ignacio. Salió de ella muy satisfecho de haber visto todo aquello. Conoció al amigo que la Torre de Babel tenía allí, un enfermero que primero los acompañó por el jardín donde estaban los locos inofensivos: gente que parecía normal, tal vez algo abatida, la mayoría con un punto de raquitiquez; otros, por el contrario, dando una monstruosa impresión de fuerza. Algunos, de repente, se levantaban y empezaban a dar vueltas por el patio; otros permanecían sentados mirándose las manos con fijeza. Una mujer se pasaba las horas palpando los troncos y riendo.
Al entrar en el inmenso edificio del fondo, Ignacio reconoció, en, un pasillo, al patrón del Cocodrilo. El hombre tenía una hija allí que sólo sabía decir: «Bo, bo…» Cuando veía a su padre cada domingo se arreglaba un poco el pelo y le llamaba «Bo, bo…»
El enfermero les permitió ver a través de las mirillas de las puertas casos escalofriantes en celdas individuales. Hombres de cráneo infrahumano, otros que hacían muecas continuamente, sin parar. Lo trágico era la familiaridad con que el practicante hablaba de ellos y los comentarios humorísticos que de paso iba haciendo.
En un rincón, rezando el Rosario, una mujer prematuramente envejecida. Cuando llegaba al final de las cuentas, besaba la cruz y volvía a empezar. El enfermero les aseguró que al llegar tenía una cara horrible y que después le iba ganando una expresión de gran dulzura y beatitud. Pasaba las cuentas incluso mientras dormía. Dijo:
– Todos los domingos vienen su marido y sus dos hijas a verla, pero no los reconoce. Sólo una vez se quedó mirándolos, pero en el acto continuó su rezo.
Ignacio no quería moverse de allí. Recibió una impresión profunda. «¡Qué misterio. Señor!»
Pero el enfermero no les daba tiempo a reflexionar. Nuevos casos, nuevas celdas. Y les explicaba que a veces era preciso pegarles y que tenían un médico joven que era un bárbaro, que no hacía más que experimentar con los enfermos aplicándoles extraños aparatos de su invención.
Ignacio descubrió al oír aquello que el enfermero quería a los reclusos más de lo que sus bromas pudieran dar a entender. AI doblar uno de los pasillos apareció una mujer que se tocaba la barriga. «¿Qué, todavía no…?», gritaba, mirando al techo. Llevaba años preguntando lo mismo y nadie supo nunca a qué se refería.
La Torre de Babel preguntó si tenían estadísticas sobre los pueblos que daban mayor contingente de locos.
– Eso… -contestó el acompañante- en la oficina te lo dirán. Pero, en fin, tengo entendido que la costa y el Ampurdán. En general, pasa una cosa curiosa: el campo y el mar mandan más clientes que la ciudad. Por lo menos, es lo que he oído decir. -De repente añadió-: No puedo atenderos más tiempo. Perdonadme. Volved cuando queráis. -Se dirigió a Ignacio-. En realidad, no has visto casi nada.
Entonces la Torre de Babel, por su cuenta, acompañó al muchacho a las cocinas. E Ignacio vio montones de patatas echadas a perder, y de nabos y de carne maloliente. Al cabo de esto, exquisitos dulces y platos de crema. «Esto es lo que traen las familias», informó la Torre de Babel.
Ignacio le preguntó:
– Pero… ¿esas patatas y esa carne es lo que comen…?
La Torre de Babel le contestó:
– No hay más remedio. No tienen ninguna protección seria, ¿comprendes? La Diputación contribuye con algo, pero el resto son donativos.
Ignacio no comprendía. Miraba a los locos rodar por el patio, sentarse aquí y allá. Una altísima tela metálica, lo suficientemente tupida para que no pudieran agarrarse a ella, separaba los hombres de las mujeres. Sí, sí, la nota dominante era la raquitiquez.
La cocina y, en general, los trabajos subalternos del establecimiento, estaban a cargo de los propios reclusos. Los había muy dichosos de poder ser útiles. Había locos que vivían completamente felices y que al pasar junto a Ignacio, llevando un enorme cubo de agua, le decían: «A ver, a ver, chaval… Que se está haciendo tarde».
– ¿Se está haciendo tarde para qué?
– Antes había aquí una fuente -le explicó la Torre de Babel, señalando una estatua-. Pero los había que pasaban el día bebiendo agua o mojándose la cabeza.
Un estanque seco yacía en el lado norte, junto a la gran tapia que circundaba el edificio.
– Aquí también había agua. Pero algunos entraban en ella como si fuera tierra firme.
Ignacio iba pensando en lo inexplicable que resultaba que no tuvieran protección seria.
– Pero…
– Así es, chico.
Luego el muchacho preguntó:
– Y… los que les pegan, ¿quiénes son?
– Los enfermeros. ¿Quiénes van a ser? Ése que nos ha acompañado. -Viendo la expresión de Ignacio, la Torre de Babel añadió-: ¿Qué van a hacer, si no? ¿Sabes tú la fuerza que tienen?
¿Cómo era posible que tuvieran tanta fuerza, alimentándose con aquellos nabos y de aquella carne maloliente?
Finalmente, salieron del edificio. Anduvieron en silencio en dirección al autobús que hacía el servicio Salt-Gerona. La Torre de Babel le propuso, sonriendo:
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