José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Lo que más le llamó la atención a Pilar fue el concurso de belenes. Quería inscribirse en él. Al contemplar el suyo en su cuarto, con el cielo pintado nuevamente, y una estrella colgando de unas rocas, estaba segura de sacar premio.

Matías la desanimó.

– ¿No ves que no ganarías? Lo que más cuenta es el portal y a ti te ha salido peor que el año pasado. -Al ver el disgusto de la chica añadió-: ¡No te lo tomes así, pequeña! ¿No comprendes que se llevará el premio alguien de la CEDA?

A Ignacio, su caída con la mujer de Julio le había desconcertado mucho más que las elecciones. Al salir le había entrado tal vergüenza que quiso ir a confesar. Pero no lo hizo en seguida. Y luego le entró una extraña pereza y unas ganas de correr un telón sobre el asunto.

Claro está, no podía a causa de la presencia de Julio. El policía continuaba mostrándose amable con él, como siempre; pero Ignacio no podía ya verle sin enrojecer. «¿Qué misterio era aquél que de repente uno perdía el derecho moral de estrecharle la mano a un hombre? Otra cosa resultaba evidente: no era cierto que los policías lo supieran todo…»

Ignacio inició un movimiento de huida. Rehuía la presencia de Julio. En cambio doña Amparo Campo parecía tan campante.

La complicación del muchacho era todavía mayor en su casa. ¿Cómo arreglárselas para que su madre no se diera cuenta de que no iba a comulgar ni en la Misa del Gallo ni el día de su cumpleaños?

El día de su cumpleaños -dieciocho- no tuvo otro remedio que acercarse al altar como todo el mundo, simular que se mezclaba entre la gente y regresar al banco con los ojos bajos.

Y por la noche, 31 de diciembre, último día de 1933, con un frío intensísimo, los doce besos a las losas de la Catedral no fueron tan fervorosos como el año anterior. Ni a la salida las estrellas tan hermosas.

También le sorprendió comprobar la facilidad con que aceptaba la muerte de su amigo Oriol. Por lo visto, la ausencia, que era un hueco, disolvía el recuerdo con más rapidez que la tierra el cuerpo.

Y a pesar de todo, continuó creyendo en el Espíritu Santo. Porque no sólo intentó salvarle antes de la caída, sino que luego le incitaba al arrepentimiento. Por un camino extraño: el de situarle ante la alegría, con la sensación de no merecerla. Porque le ocurría algo singular: no podía abrir la boca sin que los demás se echaran a reír. No acertaba a explicárselo, pero era así. Por lo visto, de repente había adquirido gracia por arrobas, tal vez a causa de su aparente seriedad. En el Banco, en todas partes. Pronunciaba frases sencillas y corrientes, y veían que su interlocutor se quedaba mirándole y soltaba una carcajada. «¡Caray, chico -le decía el cajero-, qué bien te han sentado las elecciones!»

Ignacio no comprendía, pero era así. Se constituyó en el contrapeso del pesimismo que sin él hubiera invadido el Banco, por haber visto denegadas sus bases de trabajo… Los hacía reír, porque a la larga acabó contagiándose, algo halagado. Acabó inventando formas extrañas de humor.

– ¡A ver! -preguntaba a Padrosa-. ¡Una palabra que fume un puro!

– ¿Que fume puro…?

– Sí. ¡Rimbombante! -decía Ignacio.

Todos se reían. La Torre de Babel exclamaba: «¡Rimbombante!» Es verdad. -Reflexionaba, representándose gráficamente la palabra-. Fuma un puro.

Cosme Vila no era insensible al humor de Ignacio. Incluso inventó alguna palabra, que a su entender, llevaba bigote, bigote, como Raimundo: «Tufo».

– Cierto -admitió Ignacio-. Es por la efe.

Ignacio acabó mirándose en el espejo para ver qué diablos tenía en sus facciones que hiciera reír a los demás; y no vio sino unas ojeras algo más pronunciadas que de ordinario.

A los únicos que no conseguía divertir, por lo visto, era a mosén Alberto y a David y Olga… A mosén Alberto porque, ocupado con el Museo -las nuevas autoridades municipales habían votado una subvención- siempre andaba atareado y con mil cosas en la cabeza; a David y Olga porque, en realidad, se habían impresionado más que los demás con el revés político, hasta el punto que al oír la Marcha Fúnebre le habían dicho al arquitecto Ribas: «¡Hombre, no comprendemos que toméis todo esto tan a la ligera!»

A Ignacio le parecía que los maestros exageraban un poco y que la vida tenía otros recursos. Sospechaba que uno y otro eran más vulnerables de lo que en momentos de euforia daban a entender. Los tres compañeros de curso de Ignacio compartían la opinión de éste. Continuaban diciendo: «Hay que vivir la vida». Pero a éstos Ignacio los escuchaba muy poco, pues la jugada de la buhardilla no se la perdonaría jamás. En realidad, le daban un poco de asco.

David y Olga le decían:

– Pero… ¿no te das cuenta? ¿Gil Robles en el poder?

Ignacio se daba cuenta. E intuía que el nuevo botones del Banco Arús tendría que poner mucho serrín a la entrada y que los viajantes que llegaban a Gerona abrumados bajo su muestrario, conseguirían pocas notas. Se volvería a la rutina de siempre: el dinero estancado. ¡Pobre camarero del Neutral! Adiós viaje a Estambul, a Vladivostok…

A decir verdad, había razones para preocuparse. En el Banco habían hecho un préstamo a un comerciante de la calle de la Barca para que pudiera vender juguetes para Reyes, y vendió un mecano y dos caballos de cartón. Y una nariz con gafas de alambre. Nada más. ¿Qué les trajeron los Reyes a los demás niños? ¿A los que César enseñaba, a los que chapoteaban en el río? ¿Qué les traerían el año próximo? Otro mecano, otros dos caballos de cartón, otra nariz…

Si uno se ponía a pensar en aquello…

David y Olga habían perdido, de momento, las ganas de trabajar. Después de la jornada se sentaban ante la estufa comentando la evolución de los acontecimientos. Censuraban especialmente el tono en que «La Voz de Alerta» escribía en El Tradicionalista . «Se aprovecha, se aprovecha.» Al parecer, había hecho alusión a su escuela, llamándola centro experimental y cosas peores. También decían que el caballo del comandante Martínez de Soria parecía haberse adueñado de la Dehesa. «Vayas a la hora que vayas, oirás el trap-trap, trap-trap.»

Ignacio apenas conocía a los dos personajes. El dentista le era antipático por las sortijas y por algo indefinible que tenía en la sonrisa. Una boca apretada, afilada, sensual. Nunca hubiera prestado un céntimo a un comerciantes de la calle de la Barca para que vendiera juguetes. El comandante siempre le había impresionado por su estatura y por su nariz borbónica. Así como por la naturalidad de sus movimientos. Y tanto como él le impresionaban su esposa y su hija, ésta de la edad de Pilar. Las dos mujeres andaban siempre juntas, silenciosas y aristocráticamente vestidas de negro. Miraban escaparates, cruzaban la Rambla, entraban en una iglesia. Parecían tan inseparables como los campanarios de San Félix y la Catedral. O como las palabras de Ignacio y el regocijo de los empleados del Banco.

Ignacio se iba dando cuenta de que la gente proporcionaba sorpresas. Nunca había dudado de ello porque… ¡se daba tantas a sí mismo! No obstante, en aquel mes de enero tuvo menos motivos de reflexión.

En primer lugar, el vicario de San Félix, aquel cura bajito y con el sombrero hasta las cejas al que tanto había admirado siempre, aun sin hablar nunca con él, desapareció de la ciudad. Mosén Alberto explicó a la familia Alvear:

– Pues sí… Se ha ido a la leprosería de Fontilles.

Carmen Elgazu juntó las manos con admiración, Matías pareció que se tragaba algo, Pilar buscó en vano sus trenzas para tirar de ellas, e Ignacio hizo lo de siempre en estos casos: se pasó la mano por el encrespado cabello.

Era lo de siempre: una palabra que de pronto brincaba en la vida ante él, tomando volumen; un día era la palabra comunismo, otro la palabra mujer o la palabra muerte; ahora la palabra lepra.

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