José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Los maestros se movían en su mundo con un aplomo que era muy difícil no admirar. A sus alumnos de enseñanza primaria -veinte niños y quince niñas- los tenían absolutamente embebidos, por lo menos durante las clases. Lo mismo que lo estaba Ignacio, cuando David, sin dejar de hablar, se paseaba de un extremo a otro de la clase con las manos a la espalda o cuando Olga le miraba con una sonrisa apretada, alisándose lentamente los cortos cabellos.

Continuamente los comparaba con Julio y le parecían mucho más sinceros, o por lo menos más espontáneos. Al igual que el subdirector, los maestros también encarnaban su doctrina. Ante ellos uno no sólo veía la escalera, sino que la vivía, y la respiraba. Claro que Julio decía siempre: «Los jóvenes confundís la ingenuidad con la sinceridad». Pero era innegable que David y Olga adaptaron sus actos a sus convicciones. Siempre iban juntos, todo lo hacían juntos, no se separaban jamás, como ejemplo vivo de la solidaridad humana que preconizaban.

La escuela estaba situada casi en las afueras, siguiendo la calle en que vivía el Responsable y remontando el Oñar. Los muros eran blancos lo mismo los de la escuela que los de la vivienda, y el jardín cuidado con esmero. Era conocida por Escuela Libre. Las chicas del barrio imitaban a Olga y se ponían jersey alto y en verano sandalias. Algún domingo, los maestros entraban a su casa, bailaban un par de piezas, se tomaban una gaseosa y se volvían a estudiar. Los alumnos, al verlos por la calle, acudían a saludarlos.

David y Olga parecían preferir la amistad de la gente humilde a la de personas de importancia con las que sin duda alguna hubieran podido codearse. Sólo de vez en cuando se relacionaban con el catedrático Morales, hombre extraño que vivía solo en un quinto piso; y luego con los arquitectos Massana y Ribas, en Estat Català. David y Olga pertenecían a Estat Català. Y allá iban todos los sábados por la noche, a oír tocar el piano o a hablar de arquitectura o de libros.

«A nosotros nos gusta la gente normal, la gente que tiene defectos», le decía David a Ignacio. Olga añadió un día que las personas capaces de dejarla plantada a mitad de la conversación y empezar a elevarse del suelo con un círculo luminoso alrededor de la cabeza, le inspiraban gran recelo.

A Ignacio no se le escapó la alusión a César y aquel día salió algo molesto. Sus compañeros de curso se rieron de él, porque se tomaba aquello en serio.

– Hay que vivir la vida -decían siempre.

Para Ignacio vivir la vida era precisamente tomarse aquellas cosas en serio; pero ellos opinaban de otra forma. No cesaban de hablar de las postales que vendían los «limpias», aludían constantemente a la virilidad y aseguraban que nada hay tan poético como una buena chavala.

– ¡Tráeme una buena chavalina y te regalo la Diada!

En la vida que llevaban aquellos chicos había algo que a Ignacio le había picado siempre la curiosidad: una llamada buhardilla a que siempre hacían referencia. Por lo visto era su secreto, su entorchado. Debía de estar instalada muy cerca de la escuela, pues iban y venían con suma facilidad.

Muchas veces le habían invitado a subir a ella y se había negado siempre, por instintivo temor. Ignacio, a pesar del Banco, de Julio García, de David, de Olga y de todo, continuaba acariciando en su interior varias reliquias: el amor a la familia, la castidad. Eso último era muy importante para él. Sentía que mientras ésto se conservara incólume, ninguna pieza maestra de su edificio espiritual se vendría abajo. Tentaciones las tenía por docenas y nunca olvidaría lo que tuvo que luchar aquel verano, precisamente en los días en que quedó solo con César. Las revistas en la barbería, plagadas de escenas de las playas, se le habían ofrecido con fuerza casi irresistible. Pero había vencido con sólo el pensamiento de que luego tendría que enfrentarse con su hermano.

Ahora le ocurría lo mismo pensando en Pilar. Su hermana era tan pura, a pesar de su picardía, de sus regateos con las amigas y de que mirara también por el ojo de la cerradura, que quería poder darle un beso cuando tuviera ganas de hacerlo, sin tener la sensación de que a la chica le quedaba señal.

Y, sin embargo, tampoco podía huir de sus compañeros de curso ni hacerse el salvaje. Además de que les tenía sincero aprecio, dado que intentaban remontar el origen humilde de sus familias estudiando bachillerato. Así que acabó aceptando la invitación de éstos a subir a la buhardilla.

A ciencia cierta, no tenía idea de lo que encontraría allá arriba. Los tres muchachos eran capaces de cualquier cosa, de todo lo bueno y de todo lo malo. También podía ser algo digno de locos, de esa edad en que la clandestinidad dispara la imaginación hacia mundos monstruosos. Podía ser humorístico, podía ser macabro.

La casa se hallaba a doscientos metros escasos de la escuela, y la escalera estaba oscura.

– Es aquí -dijeron. Y penetraron en ella.

– Tú, síguenos… -le ordenaron-. Subiremos, entraremos, y en cuando estemos todos dentro encenderemos la luz. Así te hará mayor efecto. Ignacio obedeció. Iba el último de los cuatro. La escalera crujía bajo sus pies, pues era de madera. Hacían gran ruido. A tientas dio con la puerta y en el acto tuvo la sensación de que se encontraba en una habitación inmensa. Sin embargo, no veía nada.

De pronto, estalló la luz. Y el muchacho recibió en la retina una impresión imborrable. Cuatro paredes blancas, abarrotadas de láminas sin nombre. Eran fotografías de mujeres desnudas, arrancadas del semanario Crónica . En un rincón, un ancho diván. Por todos lados, sillas desvencijadas.

Los tres muchachos soltaron una carcajada, pues ya esperaban el desconcierto de Ignacio.

La primera intención de éste fue huir. Pero le pareció que se reirían de él toda la vida. Afectó naturalidad. Y, sin embargo, el descubrimiento de la mujer desnuda le recorrió la columna vertebral. Eran figuras de cuerpo entero en actitudes de falso pudor. De un tono dorado, litográficamente bastante imperfecto. Por fin, dijo:

– Bueno… yo no discuto eso, pero valía la pena haberme advertido. Y salió.

Y mientras bajaba la escalera sentía en su espíritu una gran turbación. ¿Por qué todo aquello, ahora que ya el verano había pasado? Al alcanzar el aire libre respiró hondo. Sentía no tener tabaco para poder fumar. El camino era largo, se oía el rumor del río. Pensó en la noche en que en el Seminario cedió, pensó en el padre Anselmo. Y casi lo que más dolorosamente resonaba en sus oídos era la carcajada estúpida, extemporánea, de sus compañeros.

¿Qué ocurría en el cuerpo del hombre, que tan imperiosamente tendía al exceso? ¿Por qué la gente se empeñaba en no dejar su cuerpo tranquilo? La barbería, los del Banco, la Torre de Babel, diciéndole cada dos por tres: «El día que quieras yo te acompañaré…» David y Olga distinguiendo entre vicio y las exigencias de la naturaleza.

Al llegar a su casa, todos habían cenado. Carmen Elgazu le miró inquisitivamente. Pilar, rendida de sueño, se había quedado dormida, esperándole.

César le había dicho un día que para él el Misterio más grande era el de la Resurrección. Ignacio creía en el Espíritu Santo. Muchas veces había experimentado su intervención directa, precisa, sobre su cabeza. Una lengua de algo que descendía sobre él salvándole de un peligro. A veces le parecía que podría andar entre abismos y que si pedía ayuda al Espíritu Santo, llegaría al otro lado con las manos en los bolsillos, silbando.

Al día siguiente de la escena en la buhardilla, a media mañana, en el Banco, pensó en ello con más intensidad que nunca. Porque las láminas de las paredes se mezclaban en su mesa -sección de Impagados- entre los nombres de los comerciantes que no podían pagar las mercancías, y al oír la voz de su compañero que iba canturreando: «Otro que se va a caer con todo el equipo… Y otro… y otro…», él iba pensando: « ¡Quién sabe si esta vez seré yo quien se caiga con todo el equipo!»

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