José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– Y sus asuntos, ¿qué?

Julio le contestó:

– ¡Ah, muy bien! ¡Muy bien! Todo ha salido bien. -Y no explicó más.

Mosén Alberto, por su parte, regresó de Roma, con el notario Noguer y su esposa. El matrimonio Noguer contaba y no acababa en la Liga Catalana de todo cuanto vieron y de lo útil que les resultó la compañía del sacerdote. «El Vaticano, el Vaticano. ¡Y esos cretinos querrían destruir la religión!»

El sacerdote llegaba transformado, triunfante. No sólo por el manteo nuevo que el matrimonio Noguer le regaló en Génova y que dejó patidifusa a sus dos sirvientas, sino por el espectáculo que ofrecía Roma con motivo del jubileo. Pensando en la magnificencia de las ceremonias pontificias, le parecía que sus intermitentes vanidades en el humilde Museo eran un poco más excusables. En realidad aquello le hizo sentir una imperiosa necesidad de expansionarse, de contar. Por ello fue infinitamente más explícito que Julio. No olvidaba detalle, como no fuera hablando con los demás sacerdotes, ante los cuales se hacía un poco el misterioso. Con lo cual su prestigio aumentó mucha entre el mundillo eclesiástico, especialmente entre las monjas.

Pero donde se expansionó más a sus anchas fue en casa de los Alvear. No sólo por la presencia de César, sino por la de Carmen Elgazu. Cuando le explicó a César que vio al Padre Santo en persona, aunque en audiencia colectiva, el seminarista se sintió transportado. Y cuando le describió a Carmen Elgazu el fervor de millares de peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro, con el arco iris encuadrando la Basílica en el momento de aparecer Pío XI en el balcón, la mujer comprendió que no se perdonaría nunca que mientras aquello ocurría, ella estuviera en San Feliu de Guíxols, con un traje de baño negro y dos calabazas en la cintura.

– ¡No te preocupes! -le dijo Matías-. Si otro hermano tuyo saca a la lotería, iremos a Roma.

Luego mosén Alberto les dio a cada uno unos rosarios bendecidos por el Papa.

También los del Banco regresaron. La Torre de Babel con la piel de la espalda hecha jirones. Padrosa, con tres kilos menos en el cuerpo a causa de los baños de mar. El de Cupones contaba horrores del derroche de dinero de muchos veraneantes. «Y luego se quejan si un obrero de su fábrica prende fuego a los almacenes.»

Cosme Vila no había ido a la costa. Se fue a Barcelona. «¿Es que tiene familia allá?» «No, pero tengo amigos.» Cosme Vila explicó que había conocido a un ruso, Vasiliev, hombre de una personalidad que ya querría para sí Julio García…

– Cuando le conté lo que ganamos en el Banco me dijo, atusándose la barba: «Exactamente lo que yo ganaba en Odesa en 1916…»

A Ignacio todo aquello le sorprendió mucho. Hubiera dado no sé qué para subir un día al piso en que vivía Cosme Vila. El de Impagados lo conocía, pero un día en que aquél estuvo enfermo había ido a visitarle. Decía que casi no tenía muebles, que no tenía nada, todo desnudo excepto algunos libros y un canario en la cocina. Dormía en un diván medio roto.

Ignacio, al oír lo de Vasiliev, no pudo menos de sonreír, pues Julio García le había contado hacía poco que en Barcelona había conocido a un alemán, doctor Relken, hombre de una personalidad que ya querrían para sí…

¿Qué diablos ocurría en Barcelona, con tanto alemán y tanto ruso? ¿Tenía algo que ver aquello con las huelgas, con los disturbios, como aseguraba don Emilio Santos, o con las elecciones cuya fecha se iba a anunciar?

De todos modos, Ignacio no quería preocuparse demasiado por ello. Los exámenes estaban al caer. Estudió cuanto pudo tal como había prometido. Matías Alvear veía luz en su cuarto a las tantas de la noche y pensaba. «Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero ¿por qué los catedráticos van a aprobarle ahora, si le suspendieron en mayo por lo de la Academia?» Sin que el chico lo supiera, pues a Ignacio le daba horror oír hablar de recomendaciones, Matías habló con Julio. Y Julio exclamó: «¡Hombre! El catedrático Morales no me va a negar nada a mí…»

Algo de cierto habría, pues Ignacio aprobó en un santiamén. Quinto curso completo. Ya sólo faltaba uno. Bizcocho vasco con cinco velas encendidas. Pilar les dijo a María, Nuri y Asunción: «Ya veis… Catedráticos en contra, y a pesar de eso, ¡zas…!»

Tal vez fuera Pilar quien había llegado más transformada de las vacaciones. La niña tenía ya catorce años, iba para quince y, tal como observó José, estaba hecha una mujer. Cuando César e Ignacio la vieron bajar del tren, quedaron estupefactos. El cuerpo desarrollado precozmente, hasta el punto que la familia decidió que tenía que cortarse las trenzas. Matías dijo: «Si en traje de baño parece una mujer… Anda, anda, fuera trenzas».

Fue un momento muy importante para la muchacha. Parecido al de Ignacio cuando en la barbería ordenó: «Sólo patillas y cuello». Se quedó sola en su cuarto, con las dos trenzas en la mano, y se miró al espejo. Pómulos redondos, sonrosados, algo más morenos ahora a causa del sol. Pícara nariz arremangada, barbilla con un hoyuelo en el centro, muy gracioso; su cabeza era ahora más torneada. Dejó las trenzas sobre la cama y se pasó las manos por los cabellos, enmendólos. Le dio un escalofrío pensar en la mujer del tifus de que habló César… Sí, sí, ya era una mujer. Y en San Feliu había visto muchas cosas. Cómo vestían las chicas de Barcelona, con qué gusto en todo, desde los bolsos de playa hasta las alpargatas. Se preocupaban mucho de la cintura, al parecer. Ceñida, delgada. Claro, claro, la cintura era muy importante… Al guardar las trenzas en una caja de zapatos que le dio su madre, le pareció que entraba en la vida, que ya nunca más ayudaría a Ignacio a pintar prados verdes y tejados rojos en los cuadernos.

En cuanto a César, todo había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Hizo lo que pudo, se ganó amigos. Al Museo fue muy poca gente; en cambio, para la calle de la Barca un hombre era poco… Se ganó la amistad del patrón del Cocodrilo, del gitano Manolo, de la hija de Fermín, de muchos chiquillos que continuaban recitando: «B, a: ba; b, e: be; cuatro por cuatro, dieciséis» y gritándole: «¡Eh, tú! ¡Dame un caramelo!» Cuando por la calle corrió la noticia de que César se iba a marchar, hubo un revuelo de pena. Algunas vecinas dijeron: «¿Qué más da? Para lo que les iba a servir saber de letra…» Otras comprendían que, de todos modos, el frío hubiera terminado por echarlos de la casa muy pronto; pero hubo dos mujeres que no querían que aquello quedara así, y el 13 de septiembre le llevaron a casa, como muestra de afecto, una bufanda amarilla y colorada.

Aquella bufanda a César le dio calor en el corazón. Al montar en el autobús, puesto que se vio obligado a ir arriba, se la puso alrededor del cuello. La última visión de César que tuvieron los suyos fue ésta: sentado entre maletas y soldados en el autobús, con la minúscula cabeza al rape y una bufanda amarilla y colorada.

César llegó al Collell satisfecho, porque además, en el fondo de la maleta, junto al estuche de afeitar, llevaba una Biblia… ¡Pero resultó protestante! El profesor de latín soltó una carcajada que aumentó la indescriptible confusión del seminarista. «No te preocupes, anda, no te preocupes -le explicó, al ver que estaba a punto de llorar-. No es culpa tuya. Los libreros lo hacen ex profeso. Ahora las dan muy baratas, ¿comprendes?»

Por fin los periódicos anunciaron la fecha exacta: el 19 de noviembre, elecciones en España.

Como una sacudida eléctrica recorrió la ciudad. Todos los partidos se lanzaron al combate. El Demócrata publicaba páginas extraordinarias. El Tradicionalista , estadísticas de «desaciertos» de la República desde su instauración. Coches de propaganda recorrían la ciudad y los pueblos. Los candidatos y oradores parecían poseer el don de la ubicuidad, pues sus nombres se anunciaban en tres locales a la vez.

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