José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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A medida que el buen tiempo desembocaba en el implacable sol del verano, la faz de la ciudad cambió. Empezó el éxodo en masa. ¡Las vacaciones! Todo el mundo dejó el pincel, guardó las partituras. Los Sindicatos habían conseguido que todas las Empresas, sin excepción, concedieran vacaciones retribuidas a sus obreros. Gracias a ello, al llegar agosto la ciudad quedó desierta; por el contrario la costa, la Costa Brava, muchas de cuyas playas desde la creación del mundo eran privilegio de sus habitantes y de algún hacendado, recibieron las primeras oleadas de turismo popular.

Los pudientes de la localidad preferían la montaña. Don Jorge se fue con su familia a una de sus propiedades de Arbucias, don Santiago Estrada se despidió del subdirector. «Dejo la CEDA en sus manos. Nos vamos a Puigcerdá.» Los trenes hacia el mar, abarrotados, ¡y las caravanas de la Peña Ciclista! ofrecían poco atractivo para ellos. Además de que consideraban que la montaña era mucho más sana. Don Jorge siempre decía que los médicos que habían puesto de moda los baños de sol o eran unos ignorantes o era gente de mala fe.

Otras personas aprovecharon para hacer viajes que tenían pendientes. ¡Julio tomó billete para París! Ignacio se dio cuenta una vez más de que el policía realizaba siempre cuanto prometía.

– ¿Y para qué va usted a París, si se puede saber?

– A ver las francesitas, chico, a ver las francesitas.

Mosén Alberto tuvo una idea más espectacular aún: el jubileo de Roma. Era año jubilar en Roma. Convenció al notario Noguer y a su esposa para hacer el viaje conjuntamente, partiendo hasta Génova en barco. Ninguno de ellos había estado nunca en Roma.

Cuando César, con los ojos húmedos, le despidió en la estación, mosén Alberto le dijo:

– A ver al Santo Padre, chico, a ver al Santo Padre.

– ¡No lo olvide! -le pidió César-. Una bendición para mí.

A Ignacio le hubiera gustado cualquiera de los itinerarios: Roma, París, la montaña y el mar. Pero los ocho días de vacaciones a que todavía tenía derecho no podría disfrutarlos hasta octubre, los demás empleados tenían prioridad en la elección de turno.

En cambio, Matías Alvear tuvo, de un tirón, los quince reglamentarios. Y ahí llegó lo inesperado en la familia. Coincidiendo con una advertencia del médico con relación a Pilar, que andaba llena de granos y molestias, Matías decidió alquilar una casucha, por dos semanas, en San Feliu de Guíxols.

Ignacio no acertaba a comprender.

– ¿Pero… y el dinero?

Carmen Elgazu tuvo entonces una sonrisa maliciosa:

– Tu tío de San Sebastián -explicó.

– ¿Cómo…?

– Cuando le tocó la lotería, nos mandó un pequeño regalo…

– ¡Vamos! ¡La primera noticia!

Matías añadió:

– ¿De dónde crees que han salido tus matrículas? ¿Y la montura de plata de César? ¿De las cuarenta pesetas que te han aumentado?

– No, no. Muy bien, muy bien. Tanto mejor.

Fue un acontecimiento. Pilar saltaba de gozo. ¡El mar, los veraneantes! Se decía que éstos organizaban carreras de balandros… ¡Nuri, María y Asunción ya se habían marchado y ella temía ser la única que no pudiera hacerlo!

Ignacio y César fueron a despedirlos a la estación. Matías, en la ventanilla del tren, tenía gesto de hombre responsable de un batallón. Carmen Elgazu se había negado rotundamente a ponerse un pañuelo en la cabeza atado a la barbilla. «Cuidaos, hijos, cuidaos. A mí no me gusta marcharme sin vosotros.» Pilar no se retiró al interior del coche hasta mitad del trayecto.

Ignacio y César quedaron solos. Ignacio trabajaba en el Banco sólo de ocho a dos, de manera que las tardes las tenía libres. Jornada intensiva, éxito exclusivo de la UGT. A César, mosén Alberto le había encargado de la vigilancia del Museo y allá se iría, esperando turistas, hasta las cinco de la tarde, en que las dos sirvientas le presentarían ¡imposible rehusar! el chocolate y los picatostes, y luego podría ir a la calle de la Barca a afeitar y dar clase.

Carmen Elgazu había llegado a un acuerdo con una vecina para que en su ausencia cuidara de los dos chicos, especialmente comida y lavado de ropa. «Las camas se las harán ellos mismos. Y que barran también el piso, ¡qué caramba! En todo caso, el sábado da usted un repaso a los metales y al suelo.»

– ¿Y los cristales, doña Carmen?

– ¿Los cristales…? ¡Que los limpie Ignacio!

A los dos hermanos se les hizo muy cuesta arriba comer y cenar solos, frente a frente en la mesa. Ignacio se ponía a leer el periódico o Crimen y Castigo , cuyo primer tomo había empezado. César hubiera querido aprovechar aquella circunstancia para comulgar en ideas con su hermano, para hablar mucho y hacer incluso alguna excursión como antaño, a las murallas o a Montjuich; pero casi nunca conseguía ser escuchado, como no fuera en el balcón, después de cenar. A esa hora, sí. Salían los dos, sacando una silla cada uno, como cuando estaba José, y ante las semiapagadas luces de la Rambla, bajo el firmamento cálido de agosto, hablaban de todo lo divino y humano.

Ignacio, aun cuando el periódico y Crimen y Castigo le absorbieran, no dejaba por ello de inspeccionar a su hermano. Y tal vez para inspeccionarle mejor guardara silencio durante el día. Le gustaba ver la unción con que César ejecutaba el más insignificante de sus actos: el de tomar el pan, el de llevarse la cuchara a los labios, el de plegar la servilleta. No hacía ruido. No hacía el menor ruido… excepto cuando estornudaba.

Aquélla era una jocosa y muy frecuente escena. César, de repente, se ponía a estornudar. Y soltaba cuatro, cinco, seis y hasta ocho estornudos seguidos. Pero unos estornudos breves, raquíticos, fracasados. «¡Jesús, Jesús, Jesús…!» Al terminar, alzaba la vista y los ojos le lloraban. Se los secaba con el pañuelo, se sonaba. «¡Caramba con mi nariz!», decía. Y movía la cabeza, entre tímido y extrañado.

Ignacio tuvo que ponerse muy serio para que su hermano le permitiera limpiar los cristales. «Deja, deja, ya lo haré yo.» Ignacio se negó rotundamente. «Tú, a barrer, que lo haces muy bien.» Y era cierto. A Ignacio le encantaba ver cómo barría César. La práctica adquirida en el Collell, con las cuarenta celdas diarias, no había sido baldía. Asía la escoba por la parte más elevada del mango y apenas la levantaba del suelo. Avanzaba con rapidez increíble, en pequeñas y rítmicas sacudidas. La vecina quedaba maravillada. «Si lo hace mejor que yo…» César explicaba que, acostumbrado a barrer la terraza del Collell, de ladrillos rojos, barrer aquella solería era lo más fácil del mundo.

Un día decidieron hacerse la comida. César peló las patatas, Ignacio las freiría. Uno y otro querían freír los huevos. «¡Lo haremos a cara o cruz! No, no, mejor que cada cual se fría el suyo.»

El de Ignacio quedó precioso. Una aureola blanca, orlada de oro, y la yema amarilla, impecable, en el centro. A César no se le reventó el suyo, pero habiendo utilizado el mismo aceite que Ignacio, se le ensució; se le ennegrecieron el huevo y el plato. Pero lo comieron muy a gusto, frente por frente, riéndose como benditos al mojar en él el pan. El piso era ancho, enorme para los dos. Les parecía que habían zonas inexploradas. Un día Ignacio propuso: «¿Por qué no vamos durmiendo en camas distintas? Hoy duermes tú en la mía y yo duermo en la de Pilar. Mañana yo en la de Pilar y tú duermes en la…» No, les fue imposible. Uno y otro pudieron dormir en la de Pilar, aun cuando a César le dio gran angustia, como si fuera sacrilegio, un pecado. Lo hizo para que Ignacio no le tildara de timorato o para que no le dijera como otras veces que los escrúpulos le volverían loco; pero en la de sus padres… imposible. Sólo al decirlo sintieron como un nudo en la garganta. Y luego, al entrar Ignacio en la alcoba y encontrarse ante el robusto y tibio lecho matrimonial, se sintió poseído de tal respeto, que tuvo que retroceder.

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