José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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De pronto, el panorama cobró dimensión. Dos o tres niños sintieron celos. «A ellos los afeita y por nosotros no hace nada. ¿Por qué no hace algo por nosotros?»
¡Dios mío, los niños! «Dejad que los niños se acerquen a mí.» En el barrio había millares de niños que aleteaban bajo los balcones, como moscas o como ángeles.
La hija de Fermín, que trabajaba en la fábrica de los Costa, le dijo: «¿Por qué no enseña a leer a estos críos?»
¡Mosén Alberto también accedió! Y aquello fue coser y cantar. Cerca del puente del ferrocarril existía un zaguán de grandes dimensiones, con las paredes ennegrecidas, que servirían de cartelera y pizarra. En él se improvisó la escuela, la clase. César, pálido, sentado en el primer peldaño, los chiquillos sentados en el suelo, con las piernas cruzadas.
«B, a, ba, B, e, be.» Días después se oyó 4x4, 16, y se habían unido al coro varios alumnos de más de veinte años.
Más allá de la Barca, nadie sabía nada. Más acá, tampoco. Hubiérase dicho que no ocurría nada. El suelo del zaguán era de ladrillos rojos, se estaba fresco. Las vecinas se turnaban para limpiarlo. Era una comunión simple y natural. Los transeúntes le tomaban por un maestro de verdad, que aprovechaba las vacaciones para ganarse unas pesetillas. Muchas familias no sabían en absoluto de qué casa era y la mayoría de los alumnos ignoraban su nombre. «Tú, tú… -le decían-. ¡Dame un caramelo!»
Más tarde la cosa se complicó. El sol caía a plomo sobre la ciudad, y los balcones de la calle de la Barca despedían vaharadas de fuego. Los chiquillos iban sucios, zarrapastrosos, y César los llevó a la orilla del río para que se lavasen. Si alguno se resistía, le lavaba él mismo, frotando duro en las rodillas y las piernas. Un día se hizo con champú y los llevó a una fuente más limpia. Y fue allí donde una mujer, al reconocer a su hijo, que se había sumado a la comitiva, se puso a chillar:
– ¡Eh, tú…! ¿Crees que su madre es una puerca? ¡Deja en paz a mi hijo!
Otro día, cuando los alumnos se despidieron, una mujer joven, cubrió la puerta, desnudos los brazos… El seminarista se abrió paso, y salió con inesperada calma. Entonces ella barbotó: «¡Vete ya, 4 x 4!» Detrás del Cocodrilo empezaban las casas de mala nota. El calor echaba a la calle a todo el mundo, la tomaron con él, bromeando y distrayendo a los chiquillos. César supuso que debía de haber alguna impureza en su acto, acaso vanidad, y redobló sus esfuerzos para recrear el clima original.
Intentó enseñar catecismo. Al principio fue un éxito. Varios de los pequeños le eran muy fieles, y a veces le acompañaban hasta el extremo de la calle. Fue allí donde una tarde les dijo:
– ¡Vamos a ver! Sentaos aquí.
Los críos siempre jugaban por las escaleras de las iglesias sin cuidado ninguno, tirando piedras a los ventanales u orillándose en los muros. Cuando César les explicó que aquéllos eran lugares santos, presididos por un Ser bueno y omnipotente, que era el que había creado aquel cielo, el Oñar y todo, primero le miraron con escepticismo, pero de pronto uno de ellos, que adoraba a César, se levantó y echó a correr.
– ¡Eh, Pedrito…! ¿Dónde vas? -le preguntó César.
El chico no contestó. Pero fue a la fachada de San Félix y borró como pudo, frotando con su camisa, una luna sonriente que el día anterior había dibujado con la tiza de la escuela.
Sin embargo, al día siguiente el seminarista recibió la visita de un peón ferroviario y dos o tres desconocidos, que le amenazaron con tirarle al río si tocaba aquel asunto.
– ¡Aquí, letra y números! Lo demás, mutis.
El buen tiempo había traído consigo el florecimiento de las manifestaciones artísticas regionales. Matías decía, al regresar de Telégrafos: «No se puede negar que ésto es un pueblo de artistas».
Con ello no se refería solamente a los sonetos de Jaime, quien continuaba buscando palabras nuevas durante la noche; se refería a los conciertos al aire libre que daba el orfeón, a la multitud de ejercicios de piano que se oían gracias a los balcones abiertos, y, sobre todo, a la invasión de pintores aficionados.
El arquitecto Ribas, Jefe de Estat Català, y su íntimo colaborador el arquitecto Massana llevaban meses organizando en el salón anexo a la Biblioteca exposiciones de pintura regional. Desde retablos antiguos, traídos de Barcelona unos, prestados por mosén Alberto otros, hasta las escuelas modernas, todo había desfilado por la ciudad.
En El Demócrata intentaban, por medio de la crítica, orientar a la opinión, sin conseguirlo. Porque por un lado loaban todo cuanto fuera vanguardista -y ahí estaban en la Gerona moderna los edificios que daban testimonio de ello- y por otro se extasiaban ante la pintura costumbrista y hogareña -la vieja hilando, el payés bebiendo en porrón y el paisaje relamido.
La opinión acabó tomando partido de acuerdo con su gusto personal; y lo tomó por la pintura costumbrista y el paisaje relamido. En las exposiciones se oían frases que ponían los pelos de punta a Julio García, que tenía la casa llena de reproducciones impresionistas. «¡Mira, mira ese vaso! ¡Se puede coger con la mano! ¡Mira esa vaca, qué bien está!» Las esposas de los arquitectos Ribas y Massana suponían que era imposible pintar mejor.
El buen tiempo desencadenó un alud de imitadores. El Estat Català en pleno, con sus jefes al frente, se lanzó a la Dehesa y al valle de San Daniel todas las tardes después del trabajo y todos los domingos por la mañana, dispuestos a captar la naturaleza con el máximo verismo posible. El paisaje era realmente hermoso. Árboles altos, prados frondosos, cielo de luz pura y diáfana, suficientemente matizada para no matar el color. El arquitecto Ribas, con una visera y un taburete portátil que se impusieron como prendas oficiales, decía, mientras mojaba su pincel: «Acabaremos creando una Escuela Gerundense». Julio García, que se paseaba mirando de caballete en caballete, comentaba: «Yo creo que verdaderamente ya la tienen ustedes creada».
Los más audaces pintaban figuras y escenas locales: el mercado, una audición de sardanas, gitanos alrededor de un carro. ¡Y la Catedral! La Catedral y San Félix reflejándose en el río, con los balcones y las ventanucas colgando. Era el tema inevitable. No había cuadro en que no apareciera el balcón desde el que Matías Alvear pescaba, y más de una vez, en las exposiciones, Pilar había dicho a Nuri, María y Asunción: «¡Mira, mira, esa ropa tendida es la nuestra; la combinación de mamá, la camisa de Ignacio!»
El orfeón… tenía gran éxito. Se llamaba «Gerunda» en honor de los que estudiaban latín. El director era un hombre salido del Hospicio, cuadrado y de gran melena, cuyo retrato deseaban hacer todos los pintores. La masa coral se componía de sesenta y ocho voces, mixtas, obreros en su mayor parte; excepto el tenor, cartero socialista al que Matías siempre tomaba el pelo, y varias voces de bajo, entre las que se contaban personas como Raimundo el barbero. La afición de aquellas sesenta y ocho voces y de su director -compositor al mismo tiempo- era ejemplar. Vivían para el orfeón. Muchos obreros se pasaban la jornada de trabajo canturreando el repertorio, para tenerlo a punto en el ensayo. El cartero utilizaba su poderosa voz para advertir a las vecinas que tenían carta. El dependiente de Raimundo les decía a los clientes: «¿Ven…? Eso de cantar, el patrón lo hace sintiéndolo. No es un embuste como su afición a los toros». La base de la masa coral era el folklore, con incursiones en motetes religiosos, que los anticlericales del «Gerunda» cantaban con sorprendente seriedad. La peña del Neutral no se perdía concierto del orfeón. Don Emilio Santos, a quien el canto enternecía, al terminar se acercaba siempre al tablado y ofrecía al director el mejor puro de la Tabacalera. Julio García aplaudía frenéticamente. Matías escuchaba, bien mirando al cielo o al techo, o con los ojos fijos en la abierta boca de su amigo Raimundo, cuyos bigotes molestaban a los vecinos. «Me dan ganas de hacerle cosquillas en la laringe», decía a veces. El silencio del auditorio era también entrañable. El Demócrata escribía: «Un pueblo que canta, no puede morir. Un pueblo que canta es un pueblo pacífico». Mediado el concierto, las chicas del orfeón clavaban banderitas catalanas en la solapa.
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