En cambio, una tarde en que se quedó solo pasó revista al armario de luna de la alcoba de sus padres. Vio viejos sombreros de Matías Alvear, todos con la forma de su cabeza, con algo irónico que había impreso en ellos la presión de sus dedos. ¡Luego descubrió, en un tubo de cartón, el diploma de la Primera Comunión de Carmen Elgazu! Firmado en Bilbao, en 1903… El nombre, en letra redondilla, todo con una pátina de comienzos de siglo que recordaba el estilo pictórico de la flamante Escuela Gerundense.
Ignacio supuso que César experimentaría una emoción fortísima al ver aquel diploma, con su ilustración, que representaba una niña vestida de blanco -Carmen Elgazu- arrodillada en el altar, con Jesús en persona dándole la comunión y dos ángeles sosteniendo uno la palmatoria, el otro la patena. Y sin embargo… metió otra vez el diploma en el tubo de cartón y lo dejó en su sitio. No sabía por qué, pero algo indefinible le impelía a privar a su hermano de aquel gusto. Al cerrar el armario se vio en el espejo llevando aún uno de los sombreros de su padre. Entonces se atusó el naciente bigote. Le pareció que acababa de cometer una villanía. «Se lo enseñaré -se dijo-, se lo enseñaré. ¿Por qué diablos seré tan complicado?»
Luego descubrió postales que Matías Alvear escribía a Carmen Elgazu cuando eran novios. Fechadas en Madrid, 1913, 1914… «Claro, claro, todavía yo no había nacido…» Ignacio recordó que cuando niño este pensamiento le había preocupado con frecuencia: que sus padres no los hubieran conocido ni a él, ni a César ni a Pilar… desde siempre. ¿Cómo pudieron vivir? Aquel día se dijo que él también tendría probablemente hijos un día y que tampoco los conocía. Y pensó en Cosme Vila: «Yo quiero tener un hijo». El hijo de Cosme Vila… ¿tendría alguna vez diploma de Primera Comunión? Fueron jornadas de rara intensidad. La soledad parecía conducir los pensamientos hacia algo hondo y secreto, no perceptible en medio de la agitación cotidiana. Alguna vez, en el Seminario, Ignacio había experimentado aquella sensación. Cuando el día moría, tras las montañas de Rocacorba, en una apoteosis de rosa y rojo y nubes áureas, Ignacio se subía a la azotea para verlo. Y con frecuencia, al acercarse a la barandilla que daba a la Rambla, veía llegar, diminuto, andando con los pies separados, a César, con el estuche de afeitar bajo el brazo. Nunca más le diría que debía pensar en los pobres… Luego César le contaba. Sobre todo de los chicos. Pero también le hablaba de una mujer. La hija de Fermín le pidió que cortara el pelo al rape a una mujer joven que tenía el tifus. César recibió una impresión profunda al descubrir su nuca, sus sienes, el realismo indescriptible de su cráneo. Era una mujer bonita, que luego, al mirarse en el espejo, se puso a llorar. César barrió los cabellos con mucho cuidado… Y después de cenar salían al balcón. Era la hora preferida por uno y otro. Había noches en que el cielo se extendía tan rutilante y espléndido sobre los tejados, que los dos muchachos permanecían callados porque las palabras hubieran roto el encanto. Noches en que entre estrella y estrella se presentía la oscuridad insondable, el ignoto abismo planetario. De la Rambla ascendían mil olores, los faroles estaban soñolientos. El bastón del vigilante tenía una sonoridad concreta, de emperador de la noche. Pasaba gente extraña, amigos y desconocidos. El cajero del Banco, del brazo de su gruesa mujer, un panadero en camiseta, la hija del Responsable con su sargento, besuqueándose. ¡Y los del ajedrez, inconmovibles! Y César despidiéndose de pronto para irse a la cama, para cumplir la orden paterna de dormir diez horas diarias.
¡Válgame Dios! Los últimos días de agosto señalaron el retorno de los desertores. De los peregrinos del jubileo, de Julio García, ¡de Matías Alvear, Carmen Elgazu y Pilar!
Hubo abrazos a granel, exclamaciones, apertura de maletas.
– ¡Contad, contad! ¡Mamá, cuéntanos!
Matías dijo:
– ¡No esperéis que abra la boca! Pasó demasiado miedo.
– ¿Miedo yo?
– ¿Ah, no…? Escuchad bien. Metía un pie, luego otro… y luego retrocedía con los dos.
La mujer exclamó: -¡Ay, hijos! ¿Creéis que estoy para esos trotes?
A Ignacio le entusiasmó la situación.
– Pero… ¿qué traje de baño llevabas, mamá?
– Negro y muy decente -contestó ella, simulando naturalidad-. Uno muy bonito, ¿verdad, Pilar?
– ¡Precioso! Sobre todo, con las dos calabazas en la cintura.
– ¡Pilar, ya sabes que no me gustan esas bromas!
– Pilar tiene razón -continuó Matías, dirigiéndose a Ignacio-. Nunca hubiera creído que vuestra madre tuviera tan buen tipo. Llamó mucho la atención.
– ¡Matías! ¡Eres un sinvergüenza!
– No me extrañaría que hubiese sido la causa de…
– ¡Oh, oh…!
– ¡Seguro! -rubricó Pilar, excediéndose-. Sobre todo cuando se puso aquel gorrito amarillo.
– ¡No me imagino a mamá con gorrito amarillo! -rió César.
– Pues yo no la puedo imaginar de otra manera -opinó Matías.
Y viendo los aspavientos de Carmen Elgazu, todos se levantaron, la rodearon y abrumaron a caricias, hasta hacerle saltar lágrimas de enfado, de ternura y felicidad.
Todo el mundo fue regresando. Las primeras lluvias de septiembre barrieron playas y montañas. En el bar Cataluña había gran satisfacción, pues se decía que a no tardar se anunciarían elecciones en España. La huelga de la CNT había fracasado en Gerona, pero en otras ciudades se iban encadenando otras huelgas. El otoño se presentaba movido.
Los obreros contaban maravillas de la Costa Brava. Aquello era vivir… Muchos habían instalado tiendas de campaña bajo los pinos y bailado en todos los entoldados de la comarca. En la costa, las Fiestas Mayores se celebraban en verano. Llegaban con el cutis y la espalda tostados, y sin un céntimo en el bolsillo. Al llegar a Gerona se encontraban desplazados, como si no sólo la fábrica, sino las calles y los arcos y los sólidos edificios fueran cárceles.
Julio García llegó también de París. En el Neutral, a lo primero, se limitó a enseñar un mechero muy original, que tenía la forma de un tapón de champaña, y a sentenciar: «París continúa siendo la capital del mundo». Pero todos le acuciaron, empezando por Ignacio, quien al anuncio de su llegada acompañó a su padre al café. Y entonces los deslumbró. «¡Qué impresión más triste da Gerona viniendo de allá!», dijo. Traía también otra boquilla, que parecía de ámbar; y al contrario que los veraneantes, estaba más pálido. Habló del lujo de las tiendas, de la impecable organización del Metro, de las grandes librerías de viejo del Barrio Latino, de la torre Eiffel, de las revistas, de los cabarets , del escultor español Mateo Hernández, que se paseaba por Montparnasse llevando en una mano un oso y en la otra una pantera; de las catacumbas…
– Si mi mujer viera aquello, ¡cualquiera la hacía regresar!
Ignacio le oía encandilado. Pero mucho más que él, el camarero. el camarero, Ramón, lo mismo que soñaba en la lotería, escuchaba como hipnotizado los relatos de viajes. Era un chico al que bastaba oír la palabra Estambul o la palabra Vladivostok para poner los ojos en blanco. Su capacidad admirativa divertía mucho a la tertulia. Siempre suponía que los demás vivían aventuras extraordinarias. «¡Vaya cosas que debe usted de pillar en los telegramas!», le decía a Matías. Envidiaba muchos oficios. ¡El de Julio no digamos! «Aquí, si no fuera por ustedes y los viajantes, no me enteraría de nada de lo que hay por el mundo.» Y se ponía la servilleta al brazo en ademán de gran resignación.
Ignacio le preguntó a Julio:
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