José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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La pequeña mentira… Mejor que mentira fue omisión. Matías e Ignacio se confabularon para ocultar a Carmen Elgazu cuanto sabían sobre las ideas de David y Olga. Se limitaron a informarle de las referencias sobre su competencia, a explicarle, libros de texto en mano, lo terriblemente difícil del programa. Sabían que mosén Alberto pondría el grito en el cielo antes de una semana; pero… la cuestión era situarla ante el hecho consumado.

Carmen Elgazu no sospechó ni por un momento. Los inconvenientes que veía eran muy otros.

– ¿No es muy raro? ¿Y no tendrás que ir demasiado lejos, hijo? Bien, bien, si a vosotros os parece…

Matías fue al Neutral a tomarse una copa de coñac por lo que acababa de hacer. Y en cuanto a Ignacio, empezó las clases en seguida, David y Olga le presentaron los tres muchachos, hijos de familias humildes del barrio, que serían sus compañeros de curso.

Y pronto se dio cuenta de que, efectivamente, sus nuevos profesores se salían de lo vulgar. Olga llevaba peinado corto y liso, de cabellos muy negros, y tenía unos ojos muy grandes y muy hermosos. Delgada, pero de músculos desarrollados, daba la impresión de tener un cuerpo muy bien equilibrado, como si hubiera asimilado las lecciones de los dos veteranos del anarquismo. David era un poco más alto. Curada su herida de la barba, sus facciones parecían mucho más angulosas aún y desde luego aparentaba más edad de la que tenía.

David le pareció a Ignacio mucho más tímido y serio que cuando le conoció en el piso de la Rambla. Por lo visto, al hallarse entre una familia desconocida que le atendía con tanta amabilidad, se creyó en la obligación de decir cosas como: «¡Quién me manda a mí bailar sardanas!»

Las primeras lecciones transcurrieron con normalidad, sin una alusión a nada que no fueran las materias del curso. Sin embargo, Ignacio se enteró por sus compañeros de curso de que David y Olga no estaban casados por la Iglesia, a pesar de que Julio García lo creía así.

Ignacio no habló a solas con ellos hasta el primer sábado, día en que se quedó para pagarles la semana -preferían cobrar por semanas- y en que Olga le preparó un café. Entonces Ignacio, por un súbito e irresistible impulso y estimulado porque también ellos le habían hecho muchas preguntas, les preguntó sin rodeos si la información que le habían dado sus compañeros era verídica. «Ya sé que es un poco insolente preguntar eso, pero…»

Entonces Olga le contestó, con toda naturalidad, que no había nada de insolente en ello, que cada uno podía pensar y preguntar lo que quisiera. En cuanto a la información, era verídica. No estaban casados por la Iglesia. «En realidad -añadió-, hubieran considerado humillante confiar a un tercero la misión de bendecir un amor que nació libremente, y de establecer entre ambos, en virtud de unas frases en latín, lo que llamaban lazos perdurables.»

– Si estos lazos se rompen aquí, Ignacio -concluyó, señalándose el corazón-, no hay bendiciones que valgan; y si no se rompen, no hay ninguna necesidad de bendiciones.

El muchacho reflexionó mucho sobre ello, y halló reparos a la teoría de Olga. Reconoció que, efectivamente, aquella unión parecía sólida. Sin embargo, no se sabía hasta qué punto resistiría una dura prueba de celos, de ausencia prolongada, de nacimiento de un hijo anormal. En cambio, era evidente que el matrimonio Alvear-Elgazu lo resistiría todo, aunque cayeran sobre él las diez plagas de Egipto.

Aquel día fue el comienzo de periódicas conversaciones. Las cuales estuvieron a punto de quebrarse en seco cuando Carmen Elgazu llegó una noche sofocada exclamando: «Pero… ¡Dios mío! ¿Es que no sabíais quiénes eran esos maestros, o es que os habéis prestado al juego?» Mosén Alberto acababa de decirle textualmente: «Después de Julio García, son las dos personas más nefastas de la ciudad».

Matías e Ignacio fingieron una sorpresa absoluta, aunque por dentro uno y otro sentían cierto remordimiento. Sin embargo, la cosa no era como para dudar.

– Pero, mamá… ¡Yo qué sé qué ideas tienen! Lo que puedo decirte es que con ellos he aprendido más en un semana que en la Cervantes en un mes.

– ¡Pero ni siquiera están casados!

Matías intervino:

– Pero, mujer, cálmate. Yo no sé si están casados o no, pero lo que sé es que tú y yo sí lo estamos y que somos nosotros los padres de Ignacio.

Carmen Elgazu no cedía y lloriqueaba. Presentía grandes catástrofes para la mentalidad de Ignacio.

– Le pervertirán, la pervertirán. No faltaba más que eso.

Ignacio acabó por reaccionar en serio.

– Pero ¿es que crees que sigo al primero que llega? Tengo mis ideas y se acabó. Y además, te repito que nunca se habla de eso. Somos cuatro en clase, y bastante trabajo hay.

Carmen Elgazu comprendía que si dejaba avanzar el curso luego ya no habría remedio. De modo que gastó toda su pólvora en aquella ocasión; pero Ignacio y Matías no cedieron. Matías terminó por decirle que su fanatismo se hacía insoportable a veces.

– No sé lo que quieres, francamente. Me parece que querrías que hasta yo me fuera al Seminario. ¡Caray con la caridad! Al que no piensa como vosotros le negaríais hasta el saludo. -Se levantó y añadió-: No se hable más del asunto.

A Ignacio todo aquello le causó pena, sobre todo porque en el fondo tenía la sensación de que estaban jugando un poco sucio. Y por lo demás, era cierto que David y Olga le atraían con fuerza… Sus teorías le atraían menos, o por mejor decirlo, las conocía muy poco. Pero, como siempre, su manera de vivir, la gran seguridad de sus personas le influían poderosamente.

El muchacho no se arredraba hablando con ellos y no negó que creía en todos los Misterios habidos y por haber. Los maestros, oyéndole, reaccionaban en forma distinta a la de Julio. Julio sonreía, y a lo máximo se ponía a acariciar la tortuga; por el contrario, David y Olga parecían tomárselo muy en serio y muchas veces se miraban como indicando: «Ya ves hasta dónde puede conducir la educación que ha recibido…»

Con frecuencia Olga encendía un pitillo, en cuyo momento Ignacio no podía menos de pensar en el padre de la muchacha cuando se voló a sí mismo, con un petardo en los labios, frente al mar. David acababa poniéndole la mano en el hombro y diciéndole: «En el fondo yo creo que estamos bastante próximos. Nos falta ponernos de acuerdo sobre el valor de las palabras».

Por de pronto, la experiencia era importante e Ignacio no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Desde el tamaño de los mapas en la clase -el de Cataluña mucho mayor que el de la URSS-, hasta el empaque de varias gallinas que se paseaban como grandes señoras por el jardín anexo a la vivienda de que disponía la escuela.

De los tres compañeros de curso, dos llegaban siempre leyendo Claridad . Oyéndolos, hubiera podido creerse que vivían muy exaltados con las elecciones y que acogían con entusiasmo las noticias que llegaban de todas partes referentes al malestar reinante. Sin embargo, en el fondo se quedaban tan frescos cuando David les decía que aquel clima de inseguridad era fatal en época de elecciones, y que con ello no se conseguiría sino unir a los adversarios. Los tres muchachos hablaban de socialismo por rebeldía oscura, a la vez que por escalofriante frivolidad juvenil. A veces empleaban un vocabulario parecido al de José, pero que en sus labios perdía la mitad de la fuerza.

A Ignacio le dieron un poco de pena porque los veía obsesionados por el problema sexual. Y le parecía entender que las raíces de su gozosa adhesión a la revolución proletaria estaban ahí: más conmoción sísmica, más facilidades para la vida desordenada y, sobre todo, más impunidad. Ignacio admiraba el esfuerzo de David y Olga para, entre lección y lección, elevar su entendimiento. En algunas ocasiones lo conseguían, pero al salir a la calle se veía que todo había quedado lo mismo.

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