José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Y, no obstante, llegó el aviso. De pronto oyó a su espalda los pasos del subdirector. En el acto tuvo la impresión de que se le dirigía para comunicarle algo importante. El subdirector le quería mucho y siempre le enteraba de lo que suponía interesante para él. Ignacio se preguntó: «¿La CEDA…? ¿Aumento de salario…?»
Pero no fue nada de eso. El subdirector extendió El Tradicionalista ante sus ojos e Ignacio vio en primera página una inmensa esquela:
ERNESTO ORIOL, DE 18 AÑOS, HA ENTREGADO SU ALMA AL SEÑOR
¡Su compañero de billar! Ignacio se levantó y quedó como yerto. Volvió a leer la esquela, miró al subdirector. Éste le sostuvo la mirada con una expresión comprensiva y dolorosa. ¿Qué había ocurrido? Nada, todo, un hecho corriente y elemental. El muchacho sutil y magnífico que pocos días antes le había dicho: «Me gusta que seas así. A mí también me ocurren esas cosas», había muerto. Allí estaba, en letras negras «entregado su alma al Señor».
Ignacio, sin pedir permiso a nadie, como ebrio, sin acordarse de que era un empleado a sueldo, se abrió paso entre las mesas y salió a la calle, y una vez en ella echó a correr en dirección al domicilio de su amigo dando a aquella muerte un sentido de redención exclusiva para él.
¡La escalera de la casa era distinta de la buhardilla! Arriba no habría carne en las paredes, sino cirios juntos a un amigo.
La puerta estaba abierta. Entró. Nunca había estado allí, pero se hubiera dicho que flechas en el aire indicaban la habitación mortuoria. Él nunca había visto un muerto. Llegó junto a la cama de su compañero y la emoción le cortó en seco las lágrimas.
El cadáver le pareció enormemente reducido de tamaño. Recordaba de su amigo la voz, su peculiar manera de coger el taco. Ahora le tenía delante, seco, con la nariz apuntando al infinito. Tan seco le parecía aquel cuerpo, tan muerto y como mineral, que a Ignacio no le bastó pensar que lo que le había ocurrido era simplemente que su corazón había dejado de latir. Algo más hondo le había ocurrido a su amigo; había huido de él. Algo no tocable, no fisiológico, mucho más vital que la sangre, el aire de los pulmones o el cerebro. El alma, claro, bien claro lo decía la esquela: «ha entregado su alma al Señor». De su cuerpo -no de su alma- había huido -hasta la Resurrección- el Espíritu Santo.
Le invadió una gran tristeza y durante muchos días la voz de su amigo y la imagen del entierro, que el padre de éste presidió dignamente y al que él asistió, se sobrepusieron en su memoria a toda otra imagen o voz. Ignacio llegó hasta el cementerio con los íntimos, sin título aparente para ello, sin que, en caso de ser interrogado hubiera podido contestar otra cosa que: «Jugaba con él al billar».
Debía de ser un aviso. Cultivaría aquella tristeza como otra reliquia de las que no se confían a nadie. A ello le ayudaría un elemento de gran fuerza que acababa de llegar a la ciudad: el otoño, que avanzaba entre mítines y cábalas.
El otoño montado sobre octubre. Un octubre profundo, cruzado de luces, de rara riqueza interior, turbada de vez en cuando por el recuerdo de la buhardilla. Las lluvias habían llegado a Gerona, tiñéndola de un color gris que daba a sus piedras una nobleza dulce. ¿Por qué no llorar? A Ignacio le había conmovido siempre la lluvia. Tanto como a los viejos el calor del fuego. Siempre había oído con encanto los relatos de su madre sobre la lluvia en las montañas vascas, que terminaban por encrespar el Cantábrico. En aquella ocasión el sirimiri estaba de acuerdo con su ánimo, y por ello se mecía en él.
Sobre todo le conmovían las sonoridades insospechadas que en Gerona el agua arrancaba de las cosas. Por ejemplo, del río, en el que las gotas se hundían como dedos o como si fueran de plata. O de las escalinatas de la Catedral. O del alma. La lluvia arrancaba sonoridades del alma e Ignacio percibía este misterio con claridad perfecta.
Y, no obstante, ningún misterio bastaría para detener el río de su corazón. Era imposible luchar contra su corriente. Su amigo estaba ya enterrado; las horas y la misma lluvia diluían su figura diminuta. En cambio, las láminas de Crónica parecían bajar por sí solas la escalera de la buhardilla y acercarse a él desplegadas sobre el fondo blanco de la pared. Su tamaño era enorme y llevaban escolta. A la derecha, las teorías de David y Olga, a la izquierda el «Yo te acompañaré»… de la Torre de Babel.
Con esta carga subió una tarde al piso de Julio. Quería pedirle el segundo tomo de Crimen y Castigo . También quería oír cualquier pieza de música, cualquier cosa, con tal que no fuera complicada.
Y entonces sobrevino la revelación. Todo ocurrió con sencillez abrumadora. Julio no estaba en casa, la criada tampoco. Doña Amparo Campo le recibió: «Te encuentro raro… pero estás muy bien…»
Tuvo que sentarse y pedir coñac. Y al instante recordó la frase de José: «¿No has visto que se te come con los ojos?» Era cierto. Doña Amparo, enfundada en una bata roja le decía: «¡Estás hecho un hombrecito!» También era cierto. El bigote, negro, ya no era un simple esbozo y su voz había adquirido rotundidad.
– ¡Estoy muy contenta de tenerte aquí!
Ignacio estaba muy nervioso. Contemplaba a aquella mujer y nada en ella le molestaba fundamentalmente; e incluso hallaba cierta gracia en aquellos pendientes que se le balanceaban.
– ¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado? Estarás más cómodo…
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XIII
El pronóstico de mosén Alberto era claro: en la provincia de Gerona ganarían las izquierdas; en España, en general, rotundamente las derechas. Se basaba no sólo en la división izquierdista de que había hablado Matías y en la abstención de la CNT, sino en que ante la amenaza extremista la gente de centro -que abarcaba buena parte de la clase media española, los católicos de la clase que fueran y buena parte de la burguesía- habían constituido un frente común y se lanzarían a votar en tromba. Exactamente el peligro que habían presentido David y Olga.
– ¡Nadie quedará sin votar! -le decía el sacerdote a Carmen Elgazu-. Figúrese que los jóvenes de la CEDA se han ofrecido para acompañar en taxis incluso a los paralíticos. En cuanto a los conventos, votarán hasta las monjas de clausura de San Daniel… Permiso especial.
El subdirector del Banco Arús ni siquiera hacía números: tan seguro estaba de que ganarían los suyos.
Y… mosén Alberto acertó con sorprendente precisión: las derechas ganaron en una proporción casi de cuatro a uno. Comunistas, un solo puesto en el Parlamento.
Todo Gerona discutió, examinó los resultados. Las mesas de mármol del Neutral se llenaron de demostraciones a lápiz. Ramón suponía que eran relatos maravillosos; al comprobar de qué se trataba, los borraba con su servilleta.
David y Olga habían votado juntos, uno al lado de otro, y dentro del respeto a la libertad de opinión habían hecho lo posible para conseguir algún adepto en el barrio, entre las familias de sus alumnos; pero fue una gota de agua en el mar.
Al día siguiente les dijeron a los chicos de la clase:
– Ya veréis que dentro de poco, si vuestros padres tienen alguna discusión con el encargado de la fábrica donde trabajan, tendrán que callarse o, si no, serán despedidos.
Los niños y las niñas, naturalmente, lo que querían era que llegara la hora del recreo; sin embargo, uno de ellos, al llegar a casa, repitió:
– Papá, papá, el señor David ha dicho que si discutes con tu encargado te despedirán.
Matías Alvear y Carmen Elgazu votaron también uno al lado del otro. Carmen Elgazu, por las derechas. Y creyó que Matías también; pero éste en la cola trocó con disimulo la papeleta por otra que llevaba escondida en la manga.
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