Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Joseph Wambaugh Los nuevos centuriones PRINCIPIOS DEL VERANO DE 1960 1 El - фото 1

Joseph Wambaugh

Los nuevos centuriones

PRINCIPIOS DEL VERANO DE 1960

1 El corredor

Tendido y agotado, Serge Duran contemplaba embobado a Augustus Plebesly que corría inexorablemente alrededor de la pista. "Es un nombre ridículo -pensó Serge -Augustus Plebesly. Es un nombre ridículo para un enano canijo que sabe correr como un maldito antílope."

Plebesly corría codo con codo y al mismo ritmo que el oficial Randolph, el temido encargado del adiestramiento de la policía. Si Randolph aceptaba el reto, no se detendría jamás. Veinte vueltas completas a la pista. Veinticinco. Hasta que no quedaran más que cuarenta y nueve cadáveres en atuendo de gimnasia y cuarenta y nueve charcos de vómitos. Serge ya había vomitado una vez y sabía que iba a repetirlo.

– ¡Levántate, Durán! -tronó una voz desde arriba.

Los ojos de Serge se concentraron en una masa borrosa de pie junto a él.

– ¡Levántate! ¡Levántate! – rugió el oficial Randolph, que había mandado detenerse al desventurado y fatigado grupo de cadetes.

Tambaleándose, Serge se levantó y se acercó renqueando a sus compañeros de clase mientras el oficial Randolph corría para alcanzar a Plebesly. Porfirio Rodríguez retrocedió y propinó a Serge una palmada en el hombro.

– No te rindas, Sergio -dijo Rodríguez jadeando -. Sigue con ellos, hombre.

Serge no le hizo caso y avanzó vacilando, presa de la angustia. "Es como un tramposo de Tejas -pensó-. Teme que le avergüence frente a los gabachos . Si yo no fuera mexicano, me dejaría tendido hasta que me creciera hierba de las orejas."

Si por lo menos pudiera recordar cuántas vueltas completas a la pista habían corrido. Veinte era el record que habían alcanzado hasta hoy, y hoy hacía calor, por lo menos treinta y cinco grados. Y hacía bochorno. Sólo llevaban cuatro semanas en la academia de la policía. Todavía no estaban en forma. Randolph no se atrevería a hacerles correr hoy más de veinte vueltas. Serge se inclinó hacia adelante y concentró su atención en colocar un pie delante del otro.

Al cabo de otra media vuelta, no pudo soportar por más tiempo el ardor del pecho. Saboreó algo extraño y se atragantó de pánico; iba a desmayarse. Pero, afortunadamente, Roy Fehler escogió precisamente aquel momento para caerse de cara provocando la caída de otros ocho cadetes de la policía. Serge le dio silenciosamente las gracias a Fehler, que sangraba por la nariz. La clase había perdido su ímpetu y se produjo una pequeña insubordinación al ir cayendo los cadetes de rodillas, doblándose uno tras otro. Sólo Plebesly y unos pocos más permanecieron de pie.

– ¡Vosotros queréis ser policías de Los Ángeles! -gritó Randolph-. ¡No servís ni para lavar los coches de la policía! ¡Y os garantizo una cosa: si no os levantáis dentro de cinco segundos, jamás subiréis a uno!

Uno a uno, los malhumorados cadetes fueron levantándose y pronto estuvieron todos de pie, exceptuando a Fehler, que intentaba sin éxito detener la hemorragia nasal, tendido de espaldas con su apuesto rostro ladeado hacia el blanco sol. El pálido cabello de Fehler cortado en cepillo aparecía veteado de polvo y sangre. El oficial Randolph avanzó hacia él.

– Muy bien, Fehler, ve a tomarte una ducha y ponte en contacto con el sargento. Te llevaremos al Central Receiving Hospital para que te examinen con rayos X.

Serge miró temerosamente a Plebesly, que estaba efectuando algunas flexiones de rodillas para conservar la soltura. "Oh no -pensó Serge-, ¡aparenta estar cansado, Plebesly! ¡Sé humano! ¡Qué estúpido eres, vas a contrariar a Randolph!"

Serge advirtió que el oficial Randolph observaba a Plebesly, pero el instructor se limitó a decir:

– Muy bien, alfeñiques. Basta de correr por hoy. Tendeos de espaldas y haremos unos cuantos levantamientos.

Con alivio, la clase empezó la menos penosa sesión de gimnasia y autodefensa. Serge hubiera deseado no ser tan corpulento. Le hubiera gustado que le emparejaran con Plebesly para poder triturar al muy bastardo cuando practicaran presas de policía.

Tras varios minutos de levantamientos, elevación de piernas e incorporaciones, Randolph gritó:

– ¡Está bien, uno y dos! ¡Adelante!

La clase formó un círculo y Serge volvió a encontrarse emparejado con Andrews, el hombre que avanzaba a su lado en formación. Andrews era corpulento, más corpulento incluso que Serge, e infinitamente más duro y fuerte. Al igual que Plebesly, Andrews parecía estar decidido a hacerlo lo mejor que pudiera y el día anterior casi había estado a punto de asfixiar a Serge sumiéndole en la inconsciencia cuando practicaban ejercicios de estrangulación. Al recuperarse, Serge agarró ciegamente a Andrews por la camisa y le murmuró una violenta amenaza que más tarde no pudo recordar al calmarse su cólera. Para su asombro, Andrews se excusó, con una mirada de miedo en su ancho y llano rostro, al advertir que había lastimado a Serge. Se disculpó tres veces el mismo día y su expresión se iluminó cuando Serge le aseguró al final que no estaba resentido. "No es más que un Plebesly más crecido -pensó Serge -. Estos tipos aplicados son todos iguales. Son tan tremendamente serios que no se les puede odiar como se debiera."

– Muy bien, ahora cambio -gritó Randolph -, Esta vez dos y uno.

Cada hombre cambió con su compañero. Esta vez Andrews interpretaba el papel de sospechoso y la misión de Serge era controlarle.

– Muy bien, probemos otra vez el "camine" -gritó Randolph-. Y hacedlo bien esta vez. ¿Preparados? ¡Uno!

Serge tomó la ancha mano de Andrews al contarse uno pero advirtió que la presa del camine se había desvanecido en la oscuridad intelectual que provocan transitoriamente quince o más vueltas completas por la pista.

– ¡Dos!-gritó Randolph.

– ¿Esto es el camine, Andrews? -murmuró Serge al ver a Randolph ayudar a otro cadete que parecía estar aún más confuso.

Andrews respondió girando su propia mano en la posición de camine y parpadeando para que Randolph pensara que Serge le estaba retorciendo dolorosamente la mano y que se trataba por tanto de un camine como era debido. Al pasar, Randolph asintió satisfecho al comprobar el dolor que Serge estaba infligiendo.

– No te estoy haciendo daño, ¿verdad? -susurró Serge.

– No, estoy bien -dijo Andrews sonriendo y dejando al descubierto sus grandes dientes separados.

"No se puede odiar a estos individuos serios", pensó Serge, y miró a su alrededor tratando de descubrir a Plebesly entre el sudoroso círculo de cadetes vestidos de gris. No había más remedio que admirar el control que el presumido ejercía en su delgado y pequeño cuerpo. En la primera prueba de calificación física, Plebesly había realizado veinticinco barbillas perfectas y cien incorporaciones en ochenta y cinco segundos y había amenazado con batir el record de la academia en la carrera de obstáculos. Eso es lo que más temía Serge. La carrera de obstáculos, con la temida pared que le derrotaba con sólo mirarla.

Era inexplicable que le asustara aquella pared. Era un atleta, o por lo menos lo había sido, seis años antes en la Escuela Superior de Chino. Había practicado el fútbol tres años y aunque no fuera un portento era rápido y bien coordinado teniendo en cuenta su talla. Y su talla era inexplicable, un metro ochenta y ocho, huesos grandes, ligeramente pecoso, con cabello y ojos castaño claro -por lo que en su familia se bromeaba diciendo que no podía ser un chico mexicano, por lo menos de la familia Durán, en la que todos eran especialmente morenos y de baja estatura-, y si su madre no hubiera sido del antiguo país y no hubiera dispuesto de un repertorio de chistes verdes, hubieran podido gastarle bromas con observaciones acerca del rubio gigante gabacho propietario de la pequeña tienda de comestibles en la que durante años ella había comprado harina y maíz para las tortillas que elaboraba. Su madre jamás había colocado sobre la mesa familiar tortillas compradas en la tienda. Y de repente se preguntó por qué estaría ahora pensando en su madre y de qué servía pensar en los muertos.

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