José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio quería estimularle.

– Bien, pero… de los ritos. O de la… organización… Por ejemplo. ¿Hay logias en ciudades pequeñas? ¿En una capital como… Gerona por ejemplo?

– Chico… -Julio ahuyentó otra mosca-. Pasa eso, ¿sabes? Los que no lo son, no saben nada; y los que lo son, no hablan. Así que… ¿Me entiendes? ¡Ah, a mí me gustaría más hablar de Pilar!

Ignacio vio que no había nada que hacer. Julio se había levantado y se balanceaba sobre sus pies.

– La ciencia… La ciencia… es otra gran…

– Sí, ya sé.

– Eso. -Julio añadió-: Cambiará el mundo. Una inyección a un vicario ¡y ale! -hizo crujir los dedos-, transformado en rector.

Aquella salida extemporánea hizo reír a Ignacio. Pero de pronto le recordó lo del vicario de San Félix, que se había ido a Fontilles. Miró al policía. Tenía la cara roja y los labios algo hinchados.

– Ya conoce usted la novedad, ¿no? -le dijo.

– ¿Qué novedad?

– La del vicario de San Félix.

– ¿Qué ha hecho…? -Se rió-. ¿Se ha casado?

– No. Se ha ido a curar leprosos.

– ¡Ja! -Julio hizo luego una expresión de asco-. La ciencia… arreglará eso.

– ¿Cómo que arreglará eso?

– Una inyección… ¡y zas…! Holgarán los vicarios.

Aquello desagradó a Ignacio. Que no hubiera tenido un gesto de admiración. Precisamente hallándose en aquel estado tenía que haberle salido espontáneamente.

– Pero… usted admira al vicario, ¿no es eso?

– No.

– ¿No? ¿Cómo que no?

– Es un acto… tonto. Inyecciones, ¿comprendes? -repitió, apretando con el pulgar una jeringa imaginaria-. Sabios. ¡Sabios y no vicarios!

Ignacio se ponía nervioso. Julio se daba cuenta de ello y le hacía ademán de que se calmara.

– Quieto, quieto… No lo olvides: «Sangre de primera calidad». ¿Quieres que te diga -añadió, levantando súbitamente el índice- el mal de España?

Ignacio no contestó.

– Pues, escucha bien. En los partidos políticos no hay biblioteca. ¡Mentira! -añadió-. La hay, pero… no va nadie. -Se sentó para sentirse más seguro-. ¡Y miento aún! -añadió-. En muchos pueblos… van las gallinas. ¡Eso es! -Hizo un gesto de asombro-. El conserje no ve a nadie… y mete las gallinas.

– ¿Y qué pasa con eso? Tenemos gallinas sabias, ¿no?

– ¿Qué pasa…? Ya lo ves. -Señaló afuera con el índice extendido-. Otra vez Semana Santa.

Ignacio le miró sin comprender.

– ¡La procesión! Oye… -añadió, mirándole con simpatía y guiñándole un ojo-. ¿Te puedo hacer una pregunta?

– Hágala.

– ¿En qué mes estamos?

– Pues… marzo.

– ¡Exacto! Marzo. Bien… En la procesión… ¿llevarás capucha?

Ignacio hizo un gesto de repentina convicción.

– Desde luego.

Entonces Julio pareció serenarse.

– Bien hecho, bien hecho… -Luego añadió-: Yo también la he llevado… algunas veces.

David y Olga fueron más explícitos. Insistieron sobre la influencia que la niñez y el ambiente tenían sobre las personas. Del Cojo dijeron que las costras eran efecto de desnutrición. Su padre murió en las canteras de Montjuich. Le sepultó un bloque de piedra, con la cual luego le labraron la lápida, en la falda de la misma montaña, en el cementerio. Ahora vivía con su madre, vieja increíblemente alegre, porque estaba convencida de que su hijo era abogado. Al salir todas las mañanas, el Cojo le decía: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia». Pero en realidad desde los tres años no había comido a su gusto ni siquiera cuando le invitaba su tío el Responsable. El odio que el chico sentía por los Costa, actuales dueños de las canteras de Montjuich, provenía del accidente de trabajo que sufrió su padre.

El Grandullón, ya sabía; y en cuanto al Rubio, era, en efecto, hospiciano. Le recogió una mujer que le vio un día yendo al fútbol en fila con los demás chicos, pero a su lado, exceptuados un par de años de prosperidad, todo le fue malamente. Ahora el Rubio se ganaba la vida llevando maletas en la estación y se contaba que la vieja perdía la vista. Los vecinos la ayudaban porque el Rubio era bastante frívolo.

Todos tenían una historia parecida, desde Blasco hasta los serios dirigentes de la CNT. ¿Cómo quería Ignacio que al oír hablar del Seminario no se pusieran nerviosos? Ninguno de ellos había encontrada ayuda duradera en ninguna institución. ¿Qué decir? El padre de Blasco, según les contaron en Estat Català, era un hombre que todo lo que poseía lo llevaba en el interior de la gorra. Se sacaba la gorra, la depositaba como cuenco entre las rodillas y de ella iba sacando todas sus riquezas lentamente: tabaco, papel de fumar, unas fotografías, una goma, unas monedas, alguna vieja carta y un acta notarial, no se sabía de qué. Todo estaba impregnado del olor, color y grasa de sus cabellos y de su gorra. También era limpiabotas y fue quien enseñó a Blasco a hacer saltar con un estilete los tacones de los clientes.

Y en cuanto al Responsable, éste era caso aparte. Cuando nació, sus padres vivían holgadamente fabricando alpargatas. Pero ya su padre era un gran revolucionario, que introducía en la mercancía folletos de propaganda. Un día alguien le dijo que lo hacía para el negocio, que sabía que cuanto más revoluciones hubiera más de moda se pondrían las alpargatas. Le dolió tanto el falso testimonio y temió hasta tal punto que la gente lo creyera, que cerró el taller. Desde entonces dio tumbos con su mujer y su hijo, el Responsable, vendiendo pomadas en las ferias, y hierbas. De ahí le venía al Responsable su afición a la medicina empírica, el vegetarianismo y a hipnotizar. Su padre acabó encantando serpientes. Y cuando su madre murió, una serpiente que dormía con ella se le enroscó al cuello amorosamente y no podían despegarla. Esta imagen le quedó tan grabada al Responsable que desde entonces, cuando oía que alguien había aplastado la cabeza de una serpiente, se ponía furioso… Ahora trabajaba en el taller Corbera, fabricando alpargatas de nuevo e introduciendo idénticos folletos clandestinos que su padre. Pero de la prosperidad de su nacimiento le había quedado cierta manía admirativa por la gente instruida. Por ello hacía buenas migas con Julio García, y sin duda por ello había intentado ganarse a Ignacio.

Los maestros desconocían la historia del manicomio.

– Pero ya ves, chico -dijeron-, que no es fácil juzgar… ¿Al padre de Blasco qué le hubiera importado imprenta más o menos? Total, tampoco le habría cabido en la gorra.

Todo aquello constituía una experiencia. Y la Cuaresma avanzaba. Eran tantas las personas como Carmen Elgazu que habían prohibido a sus hijos silbar y cantar, que el ambiente de la ciudad era silencioso. Abstinencia y ayunos abundaban como el bacalao en las tiendas. Las piedras parecían más grises. En torno de la Catedral flotaba una aureola de recogimiento.

Todo aquello había terminado por impresionar a Ignacio, quien se preguntaba si no sería hora de ir a confesar. Porque las personas a las que las manifestaciones cuaresmales molestaban, y que querían contrarrestarlas por medio de altavoces, espectáculos picarescos o carreras ciclistas, conseguían arrastrar a muchos, pero no a Ignacio. A Ignacio le vencía la constancia de Carmen Elgazu y la cara de espanto de Pilar cuando se sorprendía a sí misma tarareando un vals. «¡Dios mío!», exclamaba. Y se llevaba la mano a la boca.

Ignacio quería confesar su caída con doña Amparo Campo. De pronto le producía verdadero horror, pensando que al fin y al cabo Julio era amigo suyo y de la familia. Pero nunca se decidía, dándose pretextos y excusas. «Cuando no tenga que estudiar tanto. Si el vicario de San Félix no se hubiera marchado a Fontilles…»

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