José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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La infancia, la infancia… También había tenido una infancia penosa su padre, Matías Alvear. Y Julio García. Y lo terrible era pensar que El Tradicionalista tampoco tenía razón.

No obstante, se confesó, a sí mismo, que si en lo de la imprenta hubiera protestado en cualquier caso, en lo de la agresión personal tal vez no hubiera dicho nada si la víctima elegida hubiese sido «La Voz de Alerta». Pero don Pedro Oriol… Don Pedro Oriol le inspiraba un gran respeto. Gran propietario de bosques, de acuerdo. Pero se lo había ganado con su trabajo. Los propios empleados del Banco conocían la historia y le trataban con deferencia. Era un hombre que había vencido a fuerza de tenacidad y altruismo. Siempre decía: «A mí me ha salvado el hacer favores». Su mujer llevaba una vida muy retraída y era más sencilla que la hija del Responsable. Tenían un coche anticuado, que traqueteaba por la ciudad, pero que, al parecer, subía como un demonio y en los bosques se internaba hasta donde trabajaban los carboneros. En fin, que hasta el coche era simpático.

La única objeción era: ¿Por qué eligió a «La Voz de Alerta» como redactor jefe, y por qué permitía aquellos artículos con la «plebe» y demás? Según el subdirector, don Pedro Oriol se encontró con que «La Voz de Alerta» era la única persona en la ciudad que entendía algo de periodismo, y el dentista impuso como condición que en los editoriales tendría pluma libre… una vez por semana. Aquella semana habían elegido al Responsable. Y de resultas de esto él tenía la mandíbula hinchada.

Y además le habían gritado: «¡Cuidado con hacer de soplón!» En compensación… había visto a Julio del brazo de un coronel esquelético, el coronel Muñoz. ¡Julio del brazo de un coronel!

La curiosidad que sentía por el policía se renovó en él. ¿Y por qué no? Doña Amparo Campo era la primera en no dar importancia a lo ocurrido en el diván.

Masones, masones… ¿Qué diablos ocultaba aquella palabra?

Una cosa en contra de Julio. Se había encontrado por la calle con Pilar y en un tono, que al parecer había desconcertado a la chica, le había preguntado: «¿Qué pequeña…? Te gusta más la primavera que el invierno, ¿verdad?» Y la había mirado descaradamente al pecho.

Habían entrado en Cuaresma y Carmen Elgazu prohibió muchas cosas, sobre las que ella empezaba dando ejemplo: no tomaría ni postre ni café.

Había prohibido silbar y cantar. En resumen, todo cuanto fuera frívolo o extemporánea manifestación de alegría. Había prohibido ir al cine. Y Pilar volvería directamente de las monjas a casa.

¿Qué hacer los domingos sino ir al cine? Ignacio se fue a ver a Julio. Por lo demás, éste le andaba diciendo: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿Te he ofendido en algo?»

El primer domingo, Ignacio encontró a Julio en un estado que Carmen Elgazu hubiera juzgado poco cuaresmal. El mueble bar estaba abierto y todas las botellas en desorden sobre la mesa. Julio daba la impresión de que, de haber eructado, se sentiría más ligero.

No obstante, tenía en los ojos la chispa especial de la cordialidad.

– ¡Siéntate! Tomaremos coñac.

Ignacio se sentó, contento de que doña Amparo Campo estuviera ausente. Y Julio no perdió el tiempo. Le felicitó. Le sirvió coñac y le felicitó.

– Te felicito, muchacho. Sé que has estado en el Manicomio… y que te has ofrecido en el Hospital para dar sangre. ¡Chisssst te digo! Anda, bebe. ¿Y qué? -añadió-. ¿Ya sabes lo del análisis?

– No.

– ¡Anda, brindemos! Primera calidad. Tienes sangre de primera calidad.

Julio tenía una expresión simpática, parecida a la que le conocía Matías Alvear las noches en que el policía iba a verle a Telégrafos. Y lo bueno de él era eso: siempre informaba de algo importante; por ejemplo, de que uno tenía sangre de primera calidad. Pero estaba completamente borracho.

De pronto señaló la mandíbula de Ignacio y gritó:

– ¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?

Ignacio estaba tan cansado de mentir en casa, primero con lo de las comuniones y ahora con la historia del carro, que allí dijo la verdad. Por otra parte, el principal motivo de su visita, o uno de los principales, era explicarle a Julio el resultado de su experiencia anarquista. Quería saber su opinión.

– Julio se puso más alegre aún.

– Pero, hombre…¿por qué no me lo dijiste antes? No hay nada que hacer, ¿comprendes? Nada que hacer.

– ¿En qué no hay nada que hacer?

Julio puso unas cuantas botellas en el suelo. Dejó cuatro solamente sobre la mesa, y las colocó una en cada esquina.

– Separación de clases, ¿ves? El anís no será nunca coñac y el coñac no será nunca champaña. ¡Nada, nada! -prosiguió, viendo que Ignacio quería hablar-. Los de arriba -tocó el cuello de la botella de champaña- no creerán nunca en tu sinceridad, y los de abajo -tocó la base de la botella de anís-, tampoco. Tú, clase media como yo, ¿comprendes?

Ignacio comprendía.

– ¿Verdaderamente no hay nada que hacer?

– Brrrr… ¿Qué crees que ocurriría si fueras al notario Noguer y le dijeras: «Señor Notario, hace usted muy bien disparando en su finca contra los intrusos»? Nada. Ni te daría la mano. Ni hablar.

Ignacio reflexionaba. Le parecía que aquélla era una magnífica ocasión para sacar algo en claro de Julio. Le seguía la broma y bebía para acompañarle.

– Julio -le preguntó-, ¿es verdad que usted es comunista?

– ¿Yo…? -Julio, que había encendido un pitillo, abriendo los brazos reunió de un golpe las cuatro botellas, haciéndolas tintinear.

Ignacio dijo:

– Me alegro. Porque aquí se rumorea algo…

– Idiotas, idiotas -repitió el policía-. Lo que pasa -se echó para atrás- es que a mí me interesa todo, ¿comprendes?

– ¿Todo…?

– Sí. Todo lo que sea… ¿Qué te diré? Una gran transformación.

– ¡Hombre! -exclamó Ignacio-. ¿Y cree que el comunismo lo es?

– ¡Cómo! -Crujió los dedos-. ¡Caray si lo es! El otro día me contaban…

– ¿Qué le contaban?

– Que en España no se atreven a… En fin, que se sirven del socialismo.

– No entiendo.

– Sí, hombre. Aquí no hay disciplina, ¿comprendes? Ya lo ves. Tú, individualista. Y el Komintern lo sabe.

– ¿El Komintern sabe que yo soy individualista?

– ¡No seas burro! Sabe que lo eres tú -le señaló-, que lo soy yo -se señaló-. Que todos somos individualistas. Por eso ha ordenado lo que te he dicho. -Con la diestra se dio un golpe en la otra muñeca, obligando a la mano izquierda a que se levantara-. El socialismo como trampolín.

A Ignacio le había interesado lo de la transformación.

– ¿Así que le gustan las transformaciones?

– Sí. -Julio continuaba alegre-. Por eso me gusta Pilar, ¿sabes? Se está transformando.

Ignacio se puso repentinamente serio.

– Dejemos a Pilar, ¿no le parece?

– ¡Bien, dejémosla! ¿Sabes qué…? Vamos a hablar de otro personaje. De Hitler.

– ¿Otro transformador?

– Otro. También me interesa. ¿Qué? ¿No te han dicho si yo soy de Hitler?

La verdad, no.

– Pues… casi me interesa tanto como lo otro.

A Ignacio le pareció que Julio continuaba bebiendo demasiado y que llegaría un momento en que no sacaría nada en claro de él. Así que quiso precipitar las cosas.

– ¿Qué sabe usted de la masonería, Julio…?

– ¡Uf…! -El policía hizo ademán de ahuyentar una mosca-. Nada. ¿Ves? Ahí, nada. Nunca he sabido absolutamente nada.

– ¿Nada, nada…? No lo creo.

– ¿Por qué no?

– Usted siempre sabe algo.

Julio pareció sentirse halagado.

– ¡Ah, claro! Lo de todo el mundo. Que si el rey de Inglaterra, que si Martínez Barrios… Son masones, ¿verdad? ¡Y me hace gracia -añadió riendo- que siempre se hable del grado treinta y tres!

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