José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El Santo Sepulcro… Ignacio había visto muchas veces la imagen de aquel Cristo yacente, de color de pergamino. Era el más inmóvil de todos los Cristos que había contemplado.

Pero ahora el Santo Sepulcro quedaba atrás, no le veía. Tampoco veía los Pasos del Nazareno, de la Flagelación, de la Coronación de Espinas, pues iban mucho más adelante; ya debían de estar desembocando en la parte céntrica de la ciudad. Él se hallaba entre el Gran Cristo y el Paso de la Dolorosa, el que llevaban, sudando y respirando con fatiga, el notario Noguer, «La Voz de Alerta», don Emilio Santos y don Pedro Oriol.

Impresionaba, mucho más aún que en el Vía Crucis del Calvario, el ruido de los pies arrastrándose. La arena sembrada crujía, y, además, eran muchos centenares de pies. De pronto se callaba el coro, se callaban los tambores y se hacía el silencio absoluto. Cristo estaba muerto. Entonces volvían a oírse los pasos arrastrándose y las llamas silueteaban en los muros conos fantásticos.

Cruzaron la calle de la Barca. Aquello era ya la ciudad. Ahora ya la multitud participaba de la ceremonia. Todo el mundo apiñado en los balcones y ventanas, en las esquinas. En las esquinas había gitanos, niños, mujeres de las que en verano comían arenques y sandías en las aceras. Un crío muy pequeño, sentado en un alféizar, llevaba una nariz de cartón con gafas de alambre.

Ignacio no reconocía a nadie. Eran muchas caras con los ojos asombrados. ¡En la puerta de su establecimiento, el patrón del Cocodrilo! Se había quitado la minúscula gorra y se le veía la casi afeitada nuca.

Se avanzaba lentamente, había gente incluso en los faroles. Los ojos miraban para arriba, para abajo. Arriba, el gran misterio de la noche, abajo el de la cera de las antorchas derritiéndose. Formaba estalactitas que de repente resbalaban y quedaban petrificadas. A veces la llama chisporroteaba. Se notaba en la mano una humedad caliente. «Cuidado, era preciso no quemar al que iba delante.»

Y de repente, entraron en la Platería. Y la ciudad fue un abanico que se desplegaba. Todas las muchachas hermosas estaban en los balcones, reclinadas en las barandas. Doña Amparo Campo presidía el suyo, con peineta y mantilla. Ya no eran gitanas, mujerucas; las calles ya no eran angostas. Era la ciudad que se abría, los altos edificios, las familias volcadas al exterior sobre las tiendas, tiendas mudas y avergonzadas. Un murmullo de admiración corría a ras de las azoteas; se disponía de espacio para maniobrar; las perspectivas eran majestuosas.

A Ignacio le latía el corazón. Porque ya veía a lo lejos los árboles de la Rambla. Y ello significaba que pronto entrarían en ella y vería a los suyos en el balcón de su casa. Ahora se arrepentía de no haberse colgado la estrella en el capuchón. Menos mal que le había dicho a Pilar: «Tú mira las antorchas. Cuando veas una que se agita tres veces en el aire, soy yo».

¡Válgame Dios, era imposible! Pilar había visto los caballos, a Ernesto con la paleta y el capazo, los Pasos, a mosén Alberto, a todo el mundo. Y veía docenas de antorchas que se agitaban tres veces en el aire, o por lo menos lo parecía. Carmen Elgazu decía: «Pero ¿qué más da? Le reconoceremos en seguida». Matías decía que no, que era imposible pero también lo creía.

Matías quedó estupefacto una vez más al ver los penitentes descalzos. Los pies debían de sangrarles a causa de la arena. Le impresionaban más los que llevaban la cruz a la espalda que los que arrastraban cadenas. Las cadenas quedaban inmóviles un instante en el suelo; cuando el pie avanzaba, ellas avanzaban en pequeñas sacudidas. «Para que mi pecho se cure; para que mi hijo vuelva al buen camino.»

No, no le reconocieron. Ignacio pasó justo bajo el balcón, agitó su antorcha, miró hacia arriba inclinando hacia atrás el capirote, vio a su padre, a su madre, a Pilar y a las dos sirvientas de mosén Alberto con expresión arrobada, mirando para otro lado, señalando a éste, a aquél. Miraban a todos lados excepto a donde él se encontraba. ¿Cómo era posible? Debían de estar desconcertados por la luna, por los tambores. ¿No veían sus ojos titilando como estrellas en el fondo de los agujeros del capuchón?

Ahora ya no cabía hacer nada. Porque todo ello quedaba a su espalda. Habían avanzado mucho, mosén Alberto impedía con soberana maestría que se cortara la procesión. Ahora ya se encontraban frente al bar Cataluña, semicerrado. ¡Los limpiabotas estaban allí! Blasco con la boina en la mano. ¿Escondería también en ella todo cuanto poseía; tabaco, papel de fumar, aquel acta notarial…? También estaba allí la Torre de Babel, protegido tras de gafas ahumadas. Así, pues, la altísima capucha que precedía a Ignacio no era la Torre de Babel. ¿Y si fuera el coronel esquelético que vio por la calle de la Rutila, del brazo de Julio?

La procesión daba la vuelta hacia la plaza Municipal. Ello significaba el regreso. ¡Qué corto era aquello y qué largo a la vez! Algunos de los pies descalzos sangraban, en efecto. La antorcha de Ignacio se había pegado a su mano. Su vecino le dijo: «Hubieras debido atarte un pañuelo».

Era el regreso. El abanico volvía a cerrarse. Era el regreso por la calle de Ciudadanos. ¡Por delante del Banco Arús! ¡Santo Dios, dentro había luz…! Era la luz del guardián nocturno. Guardaba aquella caja de caudales para que no entraran allí hombres enmascarados y con capucha negra a robarlo todo.

Y luego la calle de la Forsa -el barrio gótico- y luego la Catedral. Y al cruzar bajo la puerta sonó arriba, gravemente, la medianoche.

Ignacio se quitó el capuchón. Y respiró. Las sienes recibieron un soplo de aire fresco. Pensó: «Y todavía estoy en pecado mortal». Echó a andar hacia su casa. Sombras negras aleteaban aún.

– ¡Hijo mío! ¿Dónde te has metido?

– ¡Yo qué sé! He agitado la antorcha más de veinte veces.

Pilar pataleó.

– ¿Pues cómo te íbamos a reconocer? Habíamos quedado en que una, dos y tres…

Ignacio se encontraba deshecho. Se encontraba fatigado, era preciso ir a dormir; al día siguiente hablarían.

Ignacio entró en su cuarto. Y colgó la capucha tras la puerta. Se desnudó, se metió en cama. Y entonces se quedó dormido en el acto, respirando profundamente. Y soñó. Soñó toda la noche, sin parar. Soñó que David y Olga le perseguían con cirios gritando: «¡Eh, hombre patético, que anduviste sembrando terror con los curas para sugestionar a la gente sencilla!» Él quería huir, huir, pero no contaba con otro vehículo que la tortuga de Julio García.

Gerona entera soñó con cirios, largamente. La procesión de las horas seguía. Ya la madrugada se abría paso, se deslizaba con sabor amargo.

De repente, Carmen Elgazu abrió la ventana del cuarto de su hijo. ¿Qué había ocurrido? Entró el sol a raudales.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

– ¡Sábado de Gloria! Resurréxit !

Ignacio se incorporó en la cama y escuchó. Su madre había quedado inmóvil. Todas las campanas de la ciudad volteaban a un tiempo. Resurréxit ! Como si desde años hubieran esperado aquel instante. Y era curioso que, prestando atención, los sonidos pudieran ser distinguidos. Las dos campanas gemelas del Sagrado Corazón repicaban frenéticamente. La del Hospital les contestaba con la pureza del oro. La de San Félix se hundía, gloriosamente, en el agua del río. Las de la Catedral dominaban, despertando ecos de alegría en los patios y plazas de la ciudad. Allá lejos se oía la de las monjas Veladoras, minúsculo din-din que parecía de cristal.

Pero, sobre todo, las de la Catedral sobrecogían el espíritu. Se hubiera dicho que eran las piedras las que chocaban entre sí, adquiriendo de pronto calidades de bronce. La gente andaba por las calles indefensas ante el gran júbilo que se había desencadenado en el cielo azul. ¡Cómo hubiera gozado César! Los campaneros eran izados todos, sin excepción, a varios metros de altura.

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