José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Y en cuanto a éste en persona, su presentación como maestro de ceremonias le valió toda suerte de plácemes. Desde sus criadas hasta el señor obispo, todo el mundo le felicitó. En las visitas a sus amistades, visitas que inició el martes: el notario Noguer y esposa, don Santiago Estrada, don Jorge y los Alvear, no recibió sino parabienes. Él iba diciendo: «No crean, no crean. Todavía pudo ir mejor. Se rompió un momento cuando la Cofradía de la Purísima Sangre llegó al Puente de Piedra».
Un detalle le impedía saborear a sus anchas el triunfo: había recibido carta del vicario de San Félix que se había ido a Fontilles… Y aquello le había devuelto a la realidad de sus vanidades humanas. Gracias a la carta confesó que la procesión se había roto un momento al llegar al Puente de Piedra.
Le impresionó tanto, que la fue leyendo a todo el mundo. El notario Noguer le dijo: «Vea usted, a mí no me importa ver lo que sea, y muchas veces he ido al Hospital; pero eso de la lepra…» Don Santiago Estrada, hombre alto, eternamente vestido de gris, dijo: «Sí, creo que Gil Robles ha concedido una subvención importante a esa leprosería». Don Jorge alineó en el comedor a toda su familia, incluida la esposa, y les obligó a escuchar la lectura de la carta del vicario. Sus siete hijos -cuatro varones y tres hembras- y las dos criadas, sentadas en dos taburetes a la puerta de la cocina, no levantaron la vista hasta mucho después que mosén Alberto hubo leído, al final de la hoja que tenía en las manos: «Un abrazo en Cristo de su reverendo Luis, ex vicario de San Félix».
Pero, en el fondo, en ninguna de aquellas casas ocurrió nada de particular. El notario no tenía hijos, los dos de don Santiago Estrada ya habían regresado al internado - «pobrecita, era bonita y al año y medio se murió» - y a los siete de don Jorge -cuatro varones y tres hembras- les era imposible rechistar, pues el árbol genealógico de la pared habría agitado sus ramas lanzando sus frutos contra sus cabezas; ahora bien, en casa de los Alvear…
En casa de los Alvear todo ocurrió de otro modo porque en ella había un exaltado: Ignacio. Ignacio, quien continuaba mirando a mosén Alberto como si éste llevara eternamente capucha negra.
El sacerdote subió a su casa el miércoles, después de comer. Recibió los plácemes, disolvió el azúcar en el café y luego leyó la carta.
– ¡Lea, lea! -le había rogado Carmen Elgazu-. Nos gustará mucho.
Y, en efecto, les gustó. Porque la carta era ejemplar. En ella el ex vicario describía brevemente la vida de la leprosería de Fontilles. No se detenía en detalles de horario ni arquitectónicos, ni hablaba para nada de las personas que servían a los enfermos; hablaba exclusivamente de éstos, situándolos, como siempre, en primer término.
En resumen decía que en Fontilles ocurría como en todas partes: había enfermos de todas clases. Leprosos que vivían poco resignados, contemplándose sin cesar las manos, el pecho, la cara o donde les mordiera la dolencia. Por más que les prohibieran tener espejos, siempre hallaban donde contemplarse: en un vaso de agua -sosteniéndolo largo rato, increíblemente inmóvil-, en cualquier charco, o en los cristales de la ventana. De repente, muchos de ellos se echaban a llorar. Otros andaban siempre apartados de los demás, como buscando por los rincones su identidad perdida. En otros, la enfermedad avanzaba lentamente y querían marcharse, marcharse al mundo y vivir; no hacían más que mirar afuera y acercarse a las rejas o palpar las puertas. Otros estaban resignados y alegres; éstos eran, según mosén Luis, los elegidos de la gracia. ¡Con qué entusiasmo y fe hablaban de la Resurrección de la Carne!; éste era el misterio que más impresión producía en los leprosos. Había uno de ellos, el más alegre de todos, un vasco, que pintaba. Era viejo y siempre pintaba cuerpos magníficos, en lo alto de una colina, que despedían rayos de oro. Decía: «¡Hermanos, así seremos un día todos nosotros!»
Carmen Elgazu tenía los ojos húmedos. Resistió hasta el momento en que el pintor vasco se había subido a la colina; pero entonces ya no pudo más y se había llevado el pañuelo a la nariz.
A Matías, le había desagradado una cosa: que una carta así hubiera sido leída delante de Pilar. En cuanto a Ignacio, se pasó la mano por el cabello negro y encrespado. Se había impresionado ¡cómo no! Y había pensado sin cesar en las teorías de Julio sobre las inyecciones. Incluso dijo: «Desde luego, vivir allí debe de ser…» y no halló nada suficientemente admirativo con que terminar la frase.
Pero entonces ocurrió lo inesperado. Mosén Alberto explicó, con muy buen sentido, que sin negar que había personas no religiosas que practicaban obras de misericordia, el porcentaje de grandes sacrificados era abrumadoramente mayoritario en el haber de la Iglesia Católica. Dirigiéndose a Matías añadió: «Usted mismo, aunque se ría de lo de los sellos a los negritos, admite que las misiones…»
Todo el mundo lo admitía. ¿A qué insistir? Mosén Alberto insistía porque había algo que al parecer no le cabía en la cabeza: que siendo todo aquello así, no sólo El Demócrata hiciera la campaña que estaba haciendo, sino que hubiera exaltado que se atrevieran a tirar un petardo en el Palacio Episcopal.
Eso dijo, en un tono que le salió inesperadamente duro, como a veces le ocurría sin darse cuenta, y cambiándose el manteo de brazo. Ignacio, entonces, le miró. No supo por qué, pero el malestar que comúnmente sentía en presencia del sacerdote aumentó en su interior en proporciones y rapidez desconcertantes. Le vio tomarse el café de un sorbo, sacarse el pañuelo, secarse con él los labios, los labios que acababan de decir: que se atrevieran a tirar un petardo al Palacio Episcopal. ¿Por qué aquel hombre estaba tan asombrosamente seguro de sí mismo?
Ignacio no supo lo que le ocurrió. Días después lo atribuyó a que no había ido a confesarse. Otras veces pensó que fue simplemente una demostración de la violencia de su carácter, algo comparable a lo que debió de ocurrirle al Responsable cuando de pronto le agarró de la solapa gritando: «Los niños a beber leche ¿oyes…? ¡Leche!» El caso es que al oír aquellas palabras del sacerdote, todo desapareció de su entendimiento excepto una fulgurante sucesión de imágenes: la del Grandullón robando gallinas cuando era niño; la del Cojo diciéndole a su madre: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia» y la del Responsable, diminuto, un crío aún, yendo, de la mano de su padre, por ferias y mercados para vender pomadas. La infancia. La infancia de los seres. ¿Qué sabían en Palacio -qué sabía mosén Alberto- de la infancia de aquel hombre pobre que había tirado el petardo en el Palacio Episcopal?
No supo lo que le ocurrió. Empezó hablando de eso, sin dejar de mirar a los labios de mosén Alberto. Y al ver la expresión súbitamente dolorosa y un tanto sarcástica del sacerdote, el muchacho se cegó. Y continuó hablando, nervioso como siempre que oía demasiado su propia voz. Y ante la estupefacción de Carmen Elgazu y el miedo de Pilar, le dijo a Mosén Alberto que era preciso distinguir, y que no se podía condenar de aquella manera… Él, Ignacio, rendía homenaje a mosén Luis y le besaba la mano… Entendía que era admirable hacerse misionero y convencer con sellos a los negritos para que se dejaran bautizar. Aceptaba el porcentaje de obras de misericordia en el haber de la Iglesia Católica; pero de eso a lo dicho, a condenar a los descontentos, a los hombres solitarios… Se equivocaba mosén Alberto al extrañarse de que hubiera hombres así. En realidad, había muchos. En realidad, en la procesión sumaron más de la cuenta las «Voces de Alerta». ¿Cuántos obreros hubo bajo las capuchas? Desgraciadamente muy pocos… ¿Y todo por qué? Era lamentable decirlo, pero… por un César o un mosén Luis que hubiera, había muchos sacerdotes asombrosamente seguros de sí mismos, que en la práctica vivían totalmente desconectados de los hombres humildes. ¿No sabía mosén Alberto lo que le había ocurrido a César en la calle de la Barca? En muchas casas le dijeron: «¡Cura! ¿Qué quieres? ¿Comprar nuestros votos?» Claro está, no estaban acostumbrados a que un seminarista o un cura fueran a afeitarlos. Los sacerdotes eran impopulares: ésta era la verdad. En el Seminario lo vio, ¿por qué ocultar aquello? Al fin y al cabo, estaban allí para hablar, para exponer opiniones y decir verdades. El señor obispo no se preocupaba de ninguno de los problemas de aquellos hombres que lanzaban petardos. ¡Doloroso decirlo, pero lo que hacía falta era… quién sabe! Tal vez menos pendones con letras doradas y más mezclarse con los necesitados, convivir con ellos. Precisamente le habían contado que en otros países había sacerdotes que incluso trabajaban en talleres, llevando mono azul… Claro que, lo primero que hacía falta para eso era conocer a los obreros, a esos, hombres necesitados. Convivir con ellos. La verdad era que ahora, por el momento, no los conocían. Ni sabían por qué eran así y no de otra manera. Se limitaban a eso, a censurar su conducta y a profetizarles grandes males. En cuanto los oían blasfemar o los veían salir de un local con la cara enrojecida, ¡bueno! les consideraban pecadores, poco menos que casos perdidos. A veces desde el púlpito… les decían cosas peores. ¿Por qué todo aquello? ¡Era muy fácil no pensar en petardos teniendo cuenta corriente en el Banco Arús! Pero al Cojo y al Grandullón y a los parados del Cataluña, ¿qué se les reservaba? ¿Cómo hablar de procesiones y catecismo a aquellos parados, o a las mujeres que cobraban tres pesetas en la fábrica Soler o en Industrias Químicas, si sus propios hijos los miraban irónicamente? Tal vez la Iglesia debiera dirigirse directamente… al pueblo. Hacer lo que algunos sacerdotes del campo, que prácticamente eran los hermanos de todo el pueblo, los padres. Y nada de soberbia jerárquica, de envanecerse o abusar de la gracia de estado que la ordenación les ha conferido. Amistad: los curas debían ser amigos de la gente e invitarla a fumar y jugar a las cartas con ellos. ¡Y menos hablar del infierno y más de las ventajas de la fidelidad y el amor! ¡Y no emplear sino muy raras veces la palabra resignación, porque entonces los que sufren creen que la religión está de acuerdo con los poderosos para que los obreros continúen dejándose explotar! Un cambio radical, absoluto, se imponía. Los sacerdotes… siervos de la gente. Y no mezclarse en asuntos políticos ni arreglar bodas ni aconsejar financieramente a las viejas… Tabaco, repartir mucho tabaco y constituirse en una fuerza terrible contra los potentados y los orgullosos, contra la ignorancia y determinados artículos de El Tradicionalista . Nada de consejos tímidos a los ricos, sino denunciarlos, denunciarlos desde el púlpito con escándalo. Poner en la puerta de la iglesia carteles que dijeran: «¡Prohibida la entrada a los que no consideren hermanos a los demás hombres!» ¡Llegar a ser, si se podía… -iba a decir una barbaridad- consiliarios de la CNT! ¿Qué? Parecía un disparate ¿no es eso? Pues no lo era. Él, Ignacio, vio que era incapaz de hacer esto y colgó los hábitos. Un ¡viva!, un ¡hurra! para muchos curas de pueblo que eran el sostén moral de muchas familias en caso de apuro; pero para otros sacerdotes… nada, absolutamente nada. ¡Qué se le iba a hacer! Ya en el Seminario se había dado cuenta de que se les hablaba de todo menos de que los desahuciados eran los elegidos del Señor. «Id y predicad el Evangelio por el mundo.» No habló para nada de poner cartelitos en latín a los retablos… Tampoco los apóstoles le seguían a Cristo llevando cojines rojos o morados. ¡Era muy bonito predicar! Pero cuando uno trabajaba ocho horas diarias entre quince hombres y empezaba a leer en su interior, se daba cuenta de que muchas palabras pasaban sin rozarlos, que no se les satisfacía su sed. Mosén Alberto debía comprender todo eso antes de sorprenderse y de condenar.
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