Matías, ante el ex abrupto de su hijo, reaccionó de una manera fulminante.
– ¡Basta, Ignacio! -ordenó-. Vete a tu habitación. ¡Y tú, Pilar, lo mismo!
Hubo un cambio de decoración. El muchacho se levantó sin prisa. Se encogió de hombros y luego se dirigió al pasillo y abrió la puerta, de su cuarto.
Pilar, con timidez, cruzó el comedor y abrió la puerta del suyo.
Al quedar solos Matías, Carmen y el sacerdote, hubo un instante de gran tensión. Finalmente, aquél se levantó de visible mal humor. Dio dos chupadas a su cigarrillo y se dirigió a su vez hacia la puerta. Su mujer, todavía con el pañuelo entre los dedos, le dijo:
– No te irás a marchar, Matías.
– ¿Por qué no? Me voy a jugar al dominó.
Carmen Elgazu pedía sacar inmediatamente a Ignacio de las garras de David, y sobre todo de las de Olga, de quien todo el barrio de la Rutila decía que parecía un hombre y que en verano se la había visto en el jardín llevando pantalones.
Matías Alvear se negó a ello, porque entendía que podía perjudicar sus estudios. Ahora bien, reconocía que el muchacho había estado insolente con lo de lavar los pies y pensaba castigarle.
– Le obligaré a ir a pedir perdón a mosén Alberto.
– ¡Santa palabra! Te advierto que yo tampoco se lo dejo pasar.
La cena transcurrió en silencio. Después del rosario, Ignacio se levantó para irse a la cama. Al dar las buenas noches, Carmen Elgazu le llamó:
– Acércate.
Él obedeció, mirándola con fijeza. Entonces su madre le dio un beso y acto seguido, con premeditada violencia, un terrible bofetón.
– Y ahora espérate, que tu padre quiere hablarte.
Ignacio, fuera de sí, barbotó algo ininteligible y desapareció en su cuarto.
¡Matías! -llamó Carmen. Pero la mujer vio que su marido había desaparecido de nuevo.
Ignacio pasó toda la velada del jueves en casa de los maestros. No les contó una palabra de la borrasca que azotaba a la familia; de modo que ellos no tuvieron por qué disimular el buen humor de que disfrutaban. Buen humor por dos motivos. Primero, porque el surtidor del jardín, después de dos meses de mudez, se había decidido a funcionar de nuevo; segundo, porque en aquellas fiestas de Semana Santa habían conseguido terminar su Manual de Pedagogía.
– ¿Qué le parecía el surtidor? Chorro puro de agua, que ascendía como una flecha y que al final se curvaba como el puño de un bastón.
– Bastón en el que no se apoya nadie -rió David.
– ¡Qué dices! -protestó Olga-. Sostiene todo el jardín.
En cuanto al Manual de Pedagogía, una copia estaría ya en manos del Ponente de Cultura de la Generalidad. Si había suerte Ignacio vería el librito impreso y adoptado por gran número de maestros catalanes.
Era el fruto de su experiencia y de interminables horas de diálogo. Proponían muchas cosas, todas centradas en la idea de la libertad del hombre.
Nada de imprimir en el cerebro de los niños huellas que luego pudieran perturbar su juicio. Antes de los diez años, ni una palabra sobre religión, sobre la maldad de la gente o los grandes problemas de la conciencia. A los diez, presentarles en un tablero todas las concepciones, con absoluta objetividad, ante un mapamundi y unas estadísticas, y que ellos eligieran poco a poco. Y nada de pizarras negras: los ojos necesitan alegría. Y una vez por semana lavarse la cabeza bajo una fuente. Para juzgar las faltas cometidas en clase, un tribunal formado por los propios alumnos. Y cultivar todos juntos un pequeño campo. Y adoptar en colectividad a una persona pobre. El francés, obligatorio. Cantar. ¡Acabar pronto con el misterio del problema sexual! Insistir continuamente en la idea de solidaridad. Estimular la afición para todo cuanto tendiera de un lado a la conquista del espacio: cometas, globos, planeadores, aviación; del otro, al conocimiento del subsuelo: arqueología, geología, pozos petrolíferos, etc…¡Y sobre todo acuarios! Un gran acuario en la clase. Es decir, en la clase no porque el movimiento de los peces distrae; pero en un cuarto anexo. El mundo submarino es el botón mágico de la poesía, etc…
Ignacio los oía con sumo interés. Hablaban con gran aplomo, uno tras otro, plenamente identificados. Tenían respuesta para todo. ¿Cómo solucionar lo del problema sexual? «Figuras anatómicas.» ¿De qué color las pizarras? «Según el paisaje.»
Era consolador ver aquella unión, especialmente a la luz del atardecer, con un surtidor murmurando.
Jugaron a Analogías, juego predilecto de Olga.
– Si «La Voz de Alerta» fuera bebida, ¿qué bebida sería?
– ¿«La Voz de Alerta»…? Horchata.
– ¡Sí, sí!
– ¡Agua de Carabaña!
– Eso, eso está mejor.
– Si Julio García fuera animal, ¿qué animal sería?
– ¡Araña!
– ¡Pulpo!
– ¿Estáis seguros de que no es un centauro?
Ignacio regresó a su casa con los nervios bastante templados. Sobre todo porque a última hora, desde el jardín, vieron la puesta del sol. Hubo un momento en que, en opinión de Olga, el astro pareció un ser humano. Los rayos, los brazos en alto; el disco, la cabeza; la montaña, la masa del cuerpo; las piernas, dos lejanísimas chimeneas de fábrica. En otro instante, una nube tenue le puso en la cara un bigote blanco parecido al de Lerroux.
Pero la cena volvió a ser silenciosa. Carmen Elgazu tenía una manera entera de disgustarse. Cuando se disgustaba sufría todo su cuerpo, enteramente. La frente, sus ojos, la boca, el cuello, su pecho, su cintura e incluso las piernas se le hinchaban un poco. Matías había dicho un día en el Neutral: «En cuestión de saber disgustarse, mi mujer es un hacha».
Ignacio le leía el disgusto en la manera de retirar los platos, en la leve disminución de energía con que abría el grifo de la cocina. En jornadas triunfales, el chorro del grifo salía con fuerza arrolladura, como la ducha el día en que César fue a bañarse; en aquella cena se le oía gotear sobre los platos con un punto de fatiga.
Y, sin embargo, aquello no era todo. Ignacio sabía que la mayor demostración la tendría como siempre al entrar en su cuarto. Era la costumbre de los Alvear. Cualquier acontecimiento bueno o malo en la familia recibía su representación simbólica en algún objeto depositado sobre la cama o dentro de ésta. En el santo de Matías, éste se encontraba al acostarse con una carta de felicitación cosida en el pijama, o al introducirse entre las sábanas sus pies tropezaban con una escalera de puros. A Carmen Elgazu más de una vez le habían cosido los puños de las mangas de su camisón de dormir. Ignacio estaba seguro de que aquella noche tendría una sorpresa.
Y así fue. El crucifijo no estaba en la cabecera; estaba en el centro de la almohada, trágicamente reclinado. Tenía un aspecto obsesionante, como un impacto en la blancura de la ropa. Ignacio supuso en seguida que era obra de Carmen Elgazu; porque la estrella del belén que bailoteaba sonriente entre los barrotes de la cama era evidentemente obra de Pilar…
Ignacio se desnudó desasosegado. ¿Qué hacer? Sentía lo ocurrido. Su madre le quería con toda su alma y él le correspondía. Recordó mil escenas de la niñez, cuando aquélla le subió a la Giralda, cuando estuvo enfermo y ella le cuidó noches enteras sin dormir, hasta que el peligro hubo pasado.
Debía de ser muy importante lo ocurrido, puesto que su propio padre le dio una sorpresa en el cuarto. Se la dio cuando el muchacho estaba a punto de apagar la luz. No fue ningún objeto entre las sábanas; Matías prefirió presentarse allí en persona.
Ignacio, al verle, le miró intentando sonreír con los ojos; pero no le salió porque la expresión de su padre era también de estar muy disgustado.
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