José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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La escena fue muy breve. Matías se sentó en la cama de César, jugó un momento con la estrella del belén, que Ignacio había arrancado y depositado en la mesilla de noche, y luego le dio la orden -sin excusa ni pretexto- de ir a pedir perdón a mosén Alberto.
– Vas mañana. ¿Me oyes? Le dices: Mosén… estuve un poco grosero. Porque lo estuviste. A pesar de que muchas de las cosas que dijiste me parecen acertadas, te portaste de una manera indigna. Todavía eres jovencito para que un hombre de la edad de mosén Alberto te lave los pies. Y, además -añadió-, era nuestro huésped. -Después de un silencio terminó, levantándose y dirigiéndose a la puerta-. Ni siquiera tu primo de Madrid -que en estas cosas piensa más lejos que tú- se hubiera atrevido a decirle semejantes cosas.
Ya en la puerta se volvió.
– Y cuando lo hayas hecho le das un beso a tu madre, que bien sabes que lo merece.
Esto último le rindió. Ignacio no tuvo ánimos para analizar, sopesar, buscar argumentos. Estaba un poco fatigado en seriedad. A veces pensaba que Julio tenía razón cuando le advertía: «Créeme, búscate una novia». De acuerdo. Pediría perdón a mosén Alberto. Claro que él no habló para nada de si los curas comían pollo o se emborrachaban; pero, en fin, el tono que empleó… Le pediría perdón. Iría al Museo y le diría: «Mosén… estuve algo grosero». En ocasiones parecidas había encontrado un medio fácil para no sentir la punzada de la humillación: ir allí pensando en otra cosa. Hacerlo como un autómata, sonriendo. Como quien dice en la taquilla del cine: «Una entrada. Platea».
Con este propósito se durmió.
Pero al día siguiente, en el Banco, cambió de idea. La figura de mosén Alberto se le apareció con relieve angustioso. Entonces tomó una súbita determinación. Pidió prestada un momento la máquina de escribir a Cosme Vita. Se sentó y escribió:
Distinguido mosén Alberto: Mis padres me han ordenado que le pida perdón por mi grosería. Así lo hago. Ellos creerán que he ido personalmente… Créalo usted también, se lo ruego… y me hará un favor.
Su affmo. servidor. - ignacio.
Puso la nota en un sobre y llamó al botones.
– ¿Tienes que salir?
– Luego. A buscar los periódicos.
– Pues hazme un favor. Sube al Museo Diocesano -ya sabes, al lado del Ayuntamiento- y entrega esto a la sirvienta que te abra la puerta.
– De acuerdo.
– Muchas gracias, pequeño. ¡Ah, toma! Y cómprate un mantecado.
Fue, como en otras ocasiones, la reconciliación.
– Mamá, he ido a ver a mosén Alberto. En fin, le he pedido que me perdonara. Ahora yo te perdono a ti el bofetón. -Se le acercó y le dio un beso. Carmen Elgazu se lo devolvió en movimiento reflejo. Todavía no había digerido aquellas palabras.
– ¿Qué dices…? ¿Qué has ido a ver…?
Matías desde el balcón intervino:
– Sí, mujer, sí. Yo quería decírtelo luego… pero ya ves, ya está hecho.
La frente de Carmen Elgazu rejuveneció. La mujer se arregló el moño. ¡Bien, no todo estaba perdido! El grifo de la cocina volvería a chorrear con fuerza.
– ¡Ah, hijo, hijo! No me des estos disgustos, ¿oyes? No escuches a los demás, créeme. Piensa siempre en lo que te ha enseñado tu madre. Un sacerdote… es el representante de Dios, ¿comprendes? Anda, te daré un plato de crema.
Un plato de crema. Lo mismo que en Málaga, cuando era pequeño. Ignacio respiró hondo. Era difícil vivir cuando la familia sufría por culpa de uno. Le entraron una ganas incontenibles de ordenar sus pensamientos, de hacer cosas. Llegó a pensar que la teoría de las vitaminas de que hablaba Julio debía de tener sus puntos débiles. ¿Por qué un plato de crema podía comunicar tanta fuerza?
Por fortuna, no sólo había decidido hacer cosas, sino ordenar sus pensamientos. Porque lo primero sin lo segundo…
Y lo primero que admitió fue que debía hacer el gran esfuerzo de todos los años por aquella época: estudiar, porque los exámenes se acercaban. Esfuerzo mucho más intenso que en los años anteriores, dado que era el último del Bachillerato. Si lo aprobaba, ya era un hombre… Y luego, tenía que buscarse la novia. En efecto, ya sobraban tanto futbolista y tanta capucha. Una novia, una chica de diecisiete años. No, de dieciséis. No, de diecisiete. Bueno, de dieciséis, pero que aparentara diecisiete.
¡Ahí sería nada llevarla a la Dehesa -ahora que todo estaba verde y oloroso- y enlazar ¡por fin! su dedo meñique con su dedo meñique…! Al diablo el de Impagados arrastrando aquella mujer de manos redondas, fofas… Unos dedos alargados, finos, de terciopelo. Unos dedos como los de la chica de cuello de cisne…pero que no fuera hija de un abogado tan importante. Abogado, abogado… ¿No sería él abogado, cinco años después de haber terminado el Bachillerato? ¿Y no llegaría a serlo también importante?
Pilar siempre le decía: «Asunción me ha dado recuerdos para ti». ¡Qué tontería! Asunción era una niña. No tenía… nada. Todavía no tenía nada. Ignacio necesitaba una forma de mujer. Como la de la gitana que iba con aquel hombre que era a la vez su hombre y su padre.
¡Válgame Dios, vio la que le convenía en la fiesta de los Juegos Florales, en el Teatro Municipal! Una de las Damas de Honor. La reina, no. La reina fue la hermana del arquitecto Ribas, gorda y de mirada boba. La corona en la cabeza le sentaba como si se la hubieran puesto al patrón del Cocodrilo. Pero entre las Damas de Honor había una muchacha que era la primavera en persona. No recordaba haberla visto nunca. ¿En qué balcón estaría cuando la procesión? En ninguno. Porque de haber estado en uno, la habría visto.
Fue una fiesta magnífica para él. Contempló a la muchacha durante todo el rato. Cuando ésta sonreía, el escenario quedaba iluminado. ¡Suerte de ella! Porque las poesías premiadas…
Suerte tuvo ella de él. Porque el resto del público, al parecer, estaba absolutamente embebido con las poesías y las banderas catalanas; sin acordarse de su sonrisa. ¡Qué aplausos y qué vivas y qué repeticiones! El poeta laureado recitaba como si de cada sílaba dependiera el porvenir de la raza.
¡Pobre Jaime, pobre Jaime empleado de Telégrafos…! Nada, ni un accésit. Escondido en un palco iba siguiendo con el alma fuera de los ojos la apertura de los sobres por el Secretario del Jurado. Ahora dirán: Amor. Nada. Otros poemas que no eran el suyo. Matías ya se lo había advertido. «¿Pero no comprende usted, Jaime, que si le hubieran premiado se lo habrían notificado ya?» Jaime contestaba: «Que no, que no. No abren el sobre hasta última hora, en el escenario». ¡Tantas noches de búsqueda, sin resultado! «Pecó usted por demasiada austeridad -le decía Matías-. Por demasiada economía de elementos.» Porque en las poesías premiadas las metáforas no faltaban. Las mujeres eran sirenas, aire, humo, luna, frufrú de seda, barcas de vela que se hacían a la mar. Matías decía: «Lo son todo menos mujeres».
Pero no importaba… para los que no eran Jaime. El entusiasmo era extraordinario. En el Teatro Municipal estaba presente Gerona entera. Aquello constituía una implícita protesta contra la política anticatalanista que Lerroux llevaba a cabo desde el Gobierno. Una de las poesías premiadas se titulaba: «El pueblo cautivo».
Y por lo demás, si la sesión de los Juegos Florales pecó tal vez de sentimentaloide, en cambio, el espectáculo de la noche fue de una calidad excepcional; cantó en Gerona el Orfeón Catalán.
Fue un éxito que se apuntó el arquitecto Ribas: consiguió que aquella imponente masa de cantantes de Barcelona se trasladara, bajo la dirección del maestro Millet. Y la perfección armónica que aquel coro había alcanzado, la cantidad de dificultades técnicas resueltas con la maestría con que mosén Alberto resolvía las de la procesión, la increíble matización de cada frase, el borrarse cada uno para servir al conjunto, la belleza de las composiciones, transportaron a todo el mundo. Había momentos en que las voces estallaban como un trueno súbito que rebotaba contra el techo y que luego descendía en modulaciones lentas hasta terminar en un austero lamento. Otras veces la masa arrancaba débil de la base e iba ascendiendo en olas sucesivas construyendo la gran pirámide. Y de pronto, al llegar a la cima se desplegaba en una apoteosis de notas que era un mar, un mar interminable, un mar de gargantas humanas en plena creación de arte, fieles a la batuta del maestro Millet. Las voces eran humanas y, en consecuencia, contenían en sí toda la naturaleza. Podían ser caballos al galope, brisa, campanas, júbilo. Composiciones como La Mort de l'Escolá redujeron a la nada a los oyentes, aplastaron sus almas contra las sillas. Se decía que apenas si había grandes voces, que una por una las voces eran corrientes; todo se debía a la tenacidad, al alma, a los ensayos, al conjunto, al director.
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